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Una cristalina burbuja de jabón se elevó en el aire sobre la tina, y luego otra y otra. Con los ojos entornados, vio cómo subían al techo, reflejando la luz de las lámparas de la pared como si cada una llevara una vela en miniatura encerrada en su interior.

– Eres tan niña, amor. Ese soplador de burbujas era un juguete destinado a mis hijos. No pensaba en ti cuando lo compré en la feria de Smithfield.

– Bien, en agosto no me conocías, Will, de lo contrario también habrías comprado uno para mí -observó ella, y él sonrió. Compartía el gusto femenino normal por las joyas y los perfumes costosos, pero era la primera amante que había tenido que también se complacía con bagatelas.

Ella lucía atractivamente desaliñada; el pelo color miel desafiaba los alfileres de marfil, los mechones sueltos se curvaban en la nuca, y rizos sueltos se curvaban pícaramente sobre el ojo, rozándole la nariz. Tiró del pelo con impaciencia; era la mujer menos atildada que había conocido, y su falta de vanidad era aún más sorprendente a la luz de sus innegables encantos físicos.

No es que fuera hermosa como esa zorra Woodville. No podía compararse con Isabel, y él lo concedía. Pero tenía algo que cautivaba a un hombre. Su risa. Sus hoyuelos. La boca más apetitosa que se podía imaginar. Pechos altos y firmes, ahora húmedos y relucientes. Viendo que ella apoyaba una torneada pierna en el borde de la tina y se la enjabonaba detenidamente, sonrió, sabiendo que ella lo provocaba, pero sintiendo que el deseo renacía. Tal vez ése fuera el secreto de su atracción, el motivo por el cual se encontraba tan inesperadamente subyugado, a los cuarenta y tres años, por esa aniñada mujer de veintidós, esa rolliza y bonita esposa de un lencero de Londres que podía hacerle sentir que los veinte años de diferencia no importaban nada, que podía despertarle el ansia de poseerla dos veces en una hora, con una avidez que no había conocido en años, un afán que casi había olvidado.

– ¿Dónde está tu esposa? -preguntó ella. En otra mujer, podría haber sido un comentario malicioso; en ella, era mera curiosidad.

– En Ashby-de-la-Zouch, en Leicestershire. -Y no pudo resistirse a añadir-: Como esta casa, Ashby fue un regalo del rey.

Ella tenía ojos de pestañas largas, de un profundo color gris azulado, tan separados que le daban un falso aire de inocencia. Los agrandó al oír la mención del rey; él esperaba esa reacción, y le agradaba contarle confidencias de la corte yorkista, del rey yorkista que era su amigo.

– Will, ¿ha vuelto el rey de su viaje por el centro del país? -preguntó ella con timidez, pues aún no estaba acostumbrada a las charlas informales sobre el soberano, como si fuera alguien que conocía personalmente.

Will asintió.

– Regresó el 16. Fue una excursión bastante lucrativa. Y recaudó una buena suma en donativos, en vez de préstamos que hay que devolver.

– ¿Qué es un donativo? -preguntó ella con desconcierto.

Él rió.

– Un modo cortés de describir un atraco. Funciona así. El rey convoca a uno de nuestros ciudadanos más ricos, saluda a dicho ciudadano con aduladora calidez, lo deslumbra con su regio encanto, y luego expresa su confianza en que dicho ciudadano esté dispuesto a hacer una aportación voluntaria a las reales arcas… Una aportación bastante grande, huelga decirlo. Previsiblemente, tesoro, la mayoría prefiere vaciar sus monederos antes que defraudar al rey.

– ¡Qué ingenioso! Pero si tanto necesita el dinero, los rumores deben ser ciertos. ¿Se propone ir a la guerra con Francia?

– Sospecho que sí. Hay muchos indicios de que así será. En julio firmó un tratado con Borgoña, prometiendo enviar un ejército inglés a Francia antes de que transcurriera un año. El mes pasado comprometió a su tercera hija, la pequeña Cecilia, con el hijo mayor del rey de Escocia, para asegurarse de que los escoceses no lo atacarán mientras él lidia con Francia. Y por el modo en que ha procurado recaudar dinero, pienso que marchará sobre París dentro de pocos meses.

– ¿Tú quieres ir a la guerra, Will?

– No demasiado -concedió él despreocupadamente, y estiró la mano-. Ven aquí -dijo, y ella rió, se levantó lustrosa y goteante. Estaba buscando una toalla cuando la puerta se abrió bruscamente. Will se incorporó con una imprecación y ella se apresuró a zambullirse en la tina mientras el mayordomo de Will entraba a trompicones.

– ¡Milord, el rey está aquí! Ahora se encuentra en el salón y… – Se giró en la puerta y jadeó-: ¡Vuestra Gracia!

Eduardo entró en la alcoba.

– ¿En cama al mediodía, Will? ¿Estás enfermo? -Pero aunque dirigía la pregunta a Will, volvía los ojos hacia otra parte, observando a la muchacha de la tina, y sus ojos no perdían detalle del cutis húmedo y reluciente, la boca roja y abierta, el arremolinado cabello rubio-. Retiro la pregunta -rió.

Will le hizo un gesto brusco al mayordomo.

– Regresa al salón. Encárgate de agasajar a los acompañantes del rey.

Se envolvió con la sábana y se dispuso a levantarse, pero Eduardo lo contuvo con un ademán.

– No te molestes… no por mí. -Avanzó unos pasos y, mientras el mayordomo cerraba la puerta, dijo-: íbamos río arriba, de la Torre a Westminster, cuando estalló la tormenta. Me pareció mejor atracar en Paul's Wharf, y como tu casa estaba cerca, parecía ofrecer el refugio más invitante. Pero veo que soy tan bienvenido como un contagio de sífilis.

Miró de nuevo a la muchacha, que lo miraba como si dudara de la percepción de sus sentidos. Cuando él se acercó a la tina, ella se cubrió los pechos con los brazos, pero Will notó que no intentaba cerrar las cortinas.

– Majestad… -Ella se relamió la lengua con los labios-. Me tenéis en desventaja.

– Eso espero -dijo Eduardo con una sonrisa-. ¿No piensas levantarte para saludar a tu rey?

Ella se sonrojó, por primera vez en presencia de Will, y luego frunció la cara.

– Lo haría con gusto, Vuestra Gracia, pero no oso pediros que me deis una toalla.

– ¿Por qué no? -Eduardo tendió la mano, no hacia la toalla que ella señalaba, sino hacia el trapo que colgaba sobre el borde de la tina-. ¿Con esto bastará? -ronroneó, y ella se echó a reír.

Will quedó dividido entre la diversión y una emoción que nunca había experimentado con Eduardo, algo muy parecido a los celos.

– Todos los libros de etiqueta que leí en mi niñez convienen en que seducir a la amante de un hombre en su propia tina es el colmo de los malos modales -observó secamente, y Eduardo rió.

– Sospecho que acabas de pedirme cortésmente que me largue. También sospecho que el infierno se congelará antes de que me digas el nombre de tu sirena, Will.

– Señora Shore -dijo Will, con una exagerada demostración de renuencia fingida que de hecho era muy real.

– Elizabeth Jane -ofreció ella, sonriéndole a Eduardo como si la cegara el sol. Will notó que la timidez de la muchacha se había disipado tan rápidamente como el vapor que se elevaba del agua del baño. Se había inclinado hacia delante y, apoyando los brazos cruzados en el borde de la tina, decía con la soltura de la familiaridad-: Mi padre, John Lambert de la Compañía de Lenceros, me llama Eliza, pero todos los demás me han llamado Jane desde que tengo memoria, y es el nombre que prefiero.

– También yo -dijo Eduardo, sonriéndole-. Hay demasiadas Elizabeths en mi vida pero, que yo recuerde, ni una sola Jane.

En cuanto él salió, Jane salió de la tina y, desdeñando las toallas, se arrojó a la cama junto a Will.

– Will, no puedo creerlo. Pensar que él estuvo aquí, a un brazo de distancia. ¡Y me encontró grata a sus ojos! Fue así, ¿verdad? Oh, Will.

Se le echó en los brazos, mojada y ávida, suave y resbalosa, besándole la boca, acariciándole el cuerpo, hasta que él respondió a su necesidad, aun sabiendo que esa excitación y esa pasión no eran para él sino para Ned.

Cuando ambos estuvieron satisfechos, permanecieron abrazados en las sábanas y él escuchó en silencio mientras ella hablaba de Ned.