Saint Pol cambió de parecer en el último momento y disparó contra los hombres que había jurado recibir como aliados, y poco después Carlos ingresó en el campamento inglés de Saint Christ-sur-Somme para anunciar con desparpajo que al día siguiente partiría hacia Valenciennes para reunirse con su ejército. Eduardo se pasó la velada cavilando sobre los acontecimientos de las últimas semanas y poco antes de medianoche tomó una decisión.
– El prisionero francés que capturamos en Noyon… Traédmelo. Ya.
Poco después un joven aterrado fue arrojado a la tienda, cayó de hinojos ante Eduardo. Sin atreverse a hablar, aguardó en silencio que el rey inglés decretara su condena.
– No te pongas tan verde, muchacho -murmuró Eduardo-. Me propongo liberarte.
El rey francés había acampado en Compiègne, menos de cuarenta millas al sur. Sabiendo eso, Eduardo pudo estimar cuánto tardaría el prisionero liberado en llegar a Compiégne y cuánto tardaría un mensajero francés en atravesar las líneas. Eduardo no dudaba que Luis interpretaría correctamente su gesto magnánimo y respondería de igual modo. Sabía que el rey francés no quería la guerra. Luis era un titiritero y prefería manejar los cordeles entre bambalinas en vez de ocupar el centro del escenario espada en mano. Había pagado oro francés para conspirar contra la Casa de York, pero no estaba tan dispuesto a derramar sangre francesa por la misma causa. Eduardo no se sorprendió, pues, cuando dos días después la llegada de un heraldo francés le interrumpió la comida.
Llevado a presencia de Eduardo, el heraldo fue directamente al grano. El rey francés, anunció, deseaba discutir sus diferencias con su par inglés. ¿El rey inglés ofrecería un salvoconducto a una embajada francesa?
– Puede arreglarse -dijo Eduardo fríamente.
Sólo llevó dos días, uno para que Eduardo expusiera sus condiciones y otro para que Luis las aceptara todas. Luis accedió a pagar a Eduardo setenta y cinco mil coronas dentro de los próximos quince días y cincuenta mil coronas anuales después. Se declararía una tregua de siete años y la paz entre Inglaterra y Francia se consagraría mediante el compromiso del heredero del trono francés, de cinco años, y la hija de nueve años de Eduardo, Bess.
Eduardo estaba complacido con este pacto que un día transformaría a su hija favorita en reina de Francia, y al mirar a sus camaradas en la tienda pensó que también ellos estaban complacidos. ¿Por qué no? En su afán de comprar la paz, Luis no había regateado, y había sido generoso con los que gozaban de la confianza o la amistad del rey inglés.
Eduardo observó morosamente cada rostro, deteniéndose en los que Luis había considerado tan influyentes que valía la pena apaciguarlos. John Howard recibiría un pago anual de mil doscientas coronas del tesoro real de Francia. El canciller Thomas Rotherham recibiría mil. Se entregarían sumas menores a John Morton, archivista mayor, a Thomas Grey, su hijastro, y a Thomas Saint Leger, que se había casado con su hermana Ana en cuanto ella logró divorciarse de Exeter. Lord Stanley también se beneficiaría con la munificencia del rey de Francia. Pero Will Hastings recibiría el mayor subsidio, dos mil coronas anuales vitalicias.
Eduardo sonrió, pues sólo Will se había negado a firmar un recibo.
– Si queréis -había dicho-, deslizadme el dinero en la manga, pero no se hallará en el tesoro francés ningún recibo que testimonie que fui pensionista de Francia. -Luis estaba tan ansioso de ganar la buena voluntad del chambelán y amigo más íntimo de Eduardo que no había puesto reparos, e incluso le obsequió a Will una bandeja de plata que valía otros mil marcos.
Ahora estaban en la tienda de Eduardo, celebrando esta paz que les prometía una ganancia tan inesperada a tan bajo coste. Los hombres más allegados. Todos salvo uno.
Este pensamiento era irritante, y trató de no demorarse en él, pero en vano. Era un descontento corrosivo que no se aliviaba, y tendría que lidiar con él. Hizo una mueca, se levantó de mala gana.
Salieron guardias de la oscuridad para impedirle entrar en la tienda de su hermano, pero retrocedieron en cuanto la luz de las antorchas alumbró el rostro de Eduardo. En el interior había media docena de hombres, y entre ellos reconoció a John Scrope de Bolton Castle y Francis Lovell de Minster Lovell. Su aparición imprevista los obligó a levantarse con cierta confusión, y él vació la tienda de inmediato con una orden concisa:
– Deseo hablar a solas con mi hermano de Gloucester.
Ricardo estaba acostado en la cama; fue el único que no se movió cuando Eduardo entró en la tienda. Permaneció inmóvil, y Eduardo se sorprendió de esa actitud de descortesía hacia un huésped e irreverencia hacia un soberano. Decidió pasarlo por alto, se sentó en un arcón de roble.
– ¿Qué pasa contigo, Dickon? No eres propenso a guardar rencores ni a enfurruñarte cuando estás en desacuerdo. Es algo que esperaría de Jorge, pero no de ti. -Ricardo no dijo nada, pero la mandíbula apretada y los ojos desviados alertaron a Eduardo sobre una cólera que aún ardía. Aunque lo esperaba, exclamó con impaciencia-: ¿Y bien? ¿No tienes nada que decirme?
– Lo que tengo que decirte es algo que no te gustará oír.
Eduardo lanzó una maldición.
– ¿Por qué eres tan terco en esto? No eres ningún tonto. Sin duda entenderás por qué tomé esta decisión. El sentido común la imponía; habría sido una locura actuar de otro modo.
Ricardo guardó silencio y Eduardo tuvo que resignarse a defender nuevamente la logística de su decisión.
– Cielos, Dickon, mira las cosas como son, no como te gustaría que fueran. ¿Qué más podía hacer? Empecemos por el tiempo; ha llovido casi todos los días durante dos semanas y empeorará cuando llegue el frío. ¿Crees que quiero empantanarme en una campaña de invierno que podría prolongarse durante meses? ¡No con los aliados que tengo, te lo aseguro! ¿Que hemos recibido de Bretaña, salvo excusas y evasivas? En cuanto a Carlos… es tan imprevisible y peligroso como un cañón suelto a bordo de un buque, y confiar en su palabra es como escupir al viento. Es muy probable que…
– ¿Confiar? Fuimos nosotros quienes pactamos la paz por nuestra cuenta, sin siquiera prevenirle que ésa era nuestra intención. Dios santo, Ned, al margen de los defectos de Carlos, teníamos una deuda con él. Y no sólo con él, sino con el pueblo de Inglaterra. Sangraste el país por esta guerra con Francia y ahora regresamos empachados de vinos franceses y comida francesa, con los bolsillos llenos de sobornos franceses. Inglaterra clamaba por otra Agincourt, no por una traición.
– Yo hablo de realidades y tú me recitas lugares comunes sobre la honra y la caballería. ¡Esperaba algo mejor de ti, Dickon!
– ¡Y yo de ti!
Eduardo se levantó abruptamente.
– Al parecer, pues -dijo fríamente-, no tenemos más que decirnos. -Se demoró unos instantes, sin embargo, antes de alejarse de la cama, como si esperarse que Ricardo cediera. En la entrada de la tienda, volvió a detenerse, preguntó de mala gana-: ¿Qué querías que hiciera? No puedes negar la verdad de mis palabras. ¿Por qué debo ir al campo de batalla para ganar lo que me han dado sin esfuerzo? ¡Me gustaría que me lo dijeras!
Ricardo se incorporó, igualmente acalorado.
– Y a mí me gustaría que me dijeras por qué no te molesta que el precio que has pagado por esta paz sea nuestro honor. ¿Crees que no se están riendo en la corte francesa? ¿O que Luis no se burlará de este tratado cuando le convenga? ¿Por qué iba a temer la represalia inglesa? Sabe que nos vendemos baratos, no por sangre sino por promesas, pensiones y platería.
– Es imposible hablar contigo sobre esto. Será imposible mientras te aferres a la pintoresca creencia de que vivimos en Camelot, no en Inglaterra -vociferó Eduardo, y cerró la entrada de la tienda, saliendo a la oscuridad lluviosa.