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– Ése es su brazo malo.

Jorge aflojó el apretón. Aun en medio de la niebla roja de una furia desbordante, una parte de su cerebro reconoció que algo estaba mal, notó que Ricardo había palidecido, que tenía la frente y el labio superior perlados de sudor. Volvió la cabeza bruscamente al asimilar lo que decía Francis, apartó la mano como si le ardiera.

Había incredulidad en su rostro, pero también un destello de incertidumbre.

– Su brazo estaba sanando. Barnet fue hace más de tres semanas.

Francis se ofuscó tanto que olvidó que se dirigía a un príncipe de sangre real y, para colmo, un príncipe bastante rencoroso.

– Sí, estaba sanando -rugió-. Pero la herida volvió a abrirse la semana pasada en Tewkesbury. -Miró a Ricardo con preocupación-: ¿Te encuentras bien?

Ricardo había logrado superar las náuseas, había logrado aspirar aire. Sin saber si controlaba su voz, asintió en silencio y miró a su hermano. Jorge fue el primero en desviar la vista, y también fue el primero en salir del salón. Todos se apresuraron a cederle el paso.

Después de eso nada fue igual para Ana. Sabía que ya no podría comer en ese salón y le rogó a Ricardo que le permitiera saltearse la cena. Para su alivio, él accedió, dijo que tampoco tenía hambre, y cuando en el ocaso sonaron las vísperas la condujo al jardín que se extendía hacia el río Sherbourne.

Ana era un manojo de nervios y tardó un rato en apreciar ese hermoso anochecer. Él había encontrado un lugar apartado dentro de un muro de sauces y espinos; el cielo cobraba un delicado color violáceo y la luna argentaba las nubes. Era muy apacible. Ella oyó el suave trinar de las aves nocturnas, reparó en la densa fragancia primaveral de la madreselva. Tendría que haber hallado alivio en ese ambiente, pero no le ayudaba en nada.

Ricardo tampoco parecía disfrutar del jardín. Guardaba un silencio tenso y crispado. Ella no creía en sus negaciones, sabía que el brazo le dolía mucho; se le notaba en la cara. También notó que el altercado lo había afectado y, con una punzada de remordimiento, recordó que él siempre se había llevado bien con Jorge. Hasta ahora.

Por primera vez en ese día, ella rehusaba permitir que el silencio se interpusiera entre ambos, quería pronunciar cualquier palabra que los enlazara, y se puso a parlotear sobre hechos que habían ocurrido tiempo atrás en Middleham, cuando el mundo todavía era un lugar seguro y ella afrontaba con certeza tanto el futuro como el pasado.

Ricardo, inclinado contra el tronco de una encina, la escuchaba en silencio, la cabeza morena ladeada en un gesto que ella había memorizado tiempo atrás. Con frecuencia le había visto pararse así. También le había visto hacer lo que hacía ahora: cortar una rama de tomillo de los arbustos circundantes. Él se enroscó las hojas angostas sobre dedos inquietos y flexibles, mascando distraídamente el tallo de sabor mentolado, y ella sonrió con tristeza, pensando que él nunca había podido estarse quieto. Siempre tenía que moverse, incluso mientras asistía a la misa matinal en la capilla de Middleham. Aún podía verlo, incapaz de permanecer tranquilamente de rodillas largo tiempo, moviéndose con impaciencia sobre el cojín, jugando con el cinturón decorado o con un anillo, hojeando el Libro de Horas hasta que una regañina de su madre lo obligaba a enderezarse. Ana suspiró, sin saber por qué esa reminiscencia la había entristecido. Había pasado mucho tiempo, y muchas cosas habían cambiado para siempre, aunque él aún le resultara conmovedoramente familiar, como si se hubieran separado tan sólo ayer.

Ricardo le acarició la mejilla con la última florecilla de tomillo.

– Si es Jorge el que te ensombrece el semblante, Ana, tranquilízate. No volverá a molestarte. Yo me encargaré de ello, ma belle. Te lo prometo.

Ella meneó la cabeza, cogió la flor y apoyó los dedos en la mano de Ricardo.

– No, no era Jorge. Sólo… recordaba. -Él le estrujó la mano y ella jadeó-: Yo no quería casarme con Lancaster, Ricardo. No quería. Traté de resistirme. Pero no tuve la fuerza suficiente. No podía contradecir a mi padre por largo tiempo…

Había muchos temas que no habían tocado ese día. Por acuerdo tácito, se habían concentrado sólo en los colores más brillantes, se habían aferrado a la ilusoria seguridad de las remembranzas de Middleham. Ninguna explicación, sólo una invitación al recuerdo. Y de pronto ella invocaba al espíritu más peligroso de todos, invitaba a Eduardo de Lancaster al jardín para que la reclamara como esposa, como aspirante a reina.

Ricardo parecía tan desdichado como ella ante esa intrusión de Lancaster en el refugio de ambos. Ella notó que él fruncía el ceño, y le tocó los labios para silenciarlo.

– No, Ricardo… ¿No podemos olvidar que dije eso? No era mi intención, de veras. No quiero hablar de Lancaster. Ni ahora ni nunca. Sólo quiero olvidar.

Él estaba tan cerca que sólo podía tener una intención en mente. Ana aguardó, sin aliento, y luego sintió los dedos en la garganta, acariciándola, atrayéndole el rostro. Se dejó besar y, tímidamente, lo rodeó con los brazos mientras él la estrechaba con más fuerza.

Él no fue tan tierno como esa mañana. Su boca era más insistente, y Ana entreabrió los labios. De todo lo que había tenido que soportar como esposa de Eduardo de Lancaster, lo que más odiaba eran sus besos, odiaba la penetración de la boca aún más que la del cuerpo. Durante la cópula, al menos podía tratar de aislar la mente, pero no había manera de escapar de la violación de la boca, y sólo tragando convulsivamente podía no sofocarse ante el embate de su lengua. Se tensó cuando Ricardo la besó, y sintió un dulce alivio cuando no experimentó esa conocida repulsión. ¡Cuán tonta había sido! ¿Cómo había imaginado que sería igual con Ricardo? Ricardo, a quien había conocido y amado toda la vida. Su cálida boca tenía un grato sabor a menta. Se relajó y por primera vez en su vida aceptó besos que no eran una imposición.

Cerró los ojos, sintió la boca de él en las pestañas, los párpados, la garganta. Aspiró una bocanada de aire con fragancia a lilas y tréboles y apoyó la mejilla en el pecho de Ricardo. La tensión se disipaba, ya parecía formar parte de un pasado ajeno. Le resultaba asombrosamente agradable estar a solas con él en la cálida oscuridad del jardín, ser abrazada, tocada, acariciada, oír su nombre susurrado en su cabello.

No supo cuándo todo empezó a cambiar. Quizá cuando empezaron a cambiar los besos; ahora eran más fogosos, más exigentes. El cuerpo de él estaba duro, súbitamente extraño. Se le había acelerado la respiración; ella resollaba mientras intentaba superar esa súbita sensación de ahogo, ingratamente similar a la espantosa sensación de encierro que le provocaba Lancaster cada vez que la estrechaba.

Ya no abrazaba a Ricardo, le apoyaba las manos en el pecho, pero no sabía cómo expresarle su renuencia, la renovación de su temor. Él murmuraba palabras cariñosas que Ana no entendía, pues no podía serenarse para oír lo que él decía, sólo oía su voz contra la oreja, un murmullo apremiante.

Ahora él le acariciaba los senos; sus manos eran cálidas, como la boca y la voz. Era mucho más tierno que Lancaster, y parecía tan empeñado en estudiar su cuerpo como en reclamarlo. Pero ella sabía que esa tranquila ternura no duraría. Sabía lo que seguiría inevitablemente. Lancaster se lo había enseñado. Sus besos se volverían más húmedos, más profundos. Como los de Lancaster. La acariciaría con creciente impaciencia, brusco, ávido, sólo interesado en su propio placer, ese placer urgente y masculino que ella no comprendía ni compartía. Como Lancaster. Y después ln miraría con ojos intrigados e insatisfechos. No le reprocharía su falta de respuesta, ni la acusaría de frigidez, como había hecho Lancaster. No sería necesario; sus ojos lo dirían todo.