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El 25 de agosto, el rey francés entró en la ciudad de Amiens. Al día siguiente llegó el ejército inglés y mientras se realizaban los preparativos para la reunión de ambos reyes el martes venidero, Luis abrió las puertas de la ciudad a los ingleses. Más de cien carros de vino fueron enviados al campamento inglés y, para deleite de los soldados de Eduardo, pronto descubrieron que las tabernas de Amiens tenían instrucciones de servirles lo que quisieran sin cobrarles nada.

Mientras los ingleses bebían y festejaban a expensas del rey de Francia, se erigía un puente de madera río abajo, en Picquigny, a nueve millas de Amiens. El 29 de agosto, Eduardo y Luis se reunirían en ese puente, donde jurarían sobre la Santísima Cruz Verdadera respetar la tregua y todas las cláusulas de la Paz de Picquigny.

– ¿Es verdad, Ned, que han instalado una rejilla de madera en el puente y que tú y el rey francés hablaréis a través de ella?

Eduardo asintió riendo.

– Entiendo que sí, Will. Hace unos cincuenta años, el padre de Luis se reunió con el duque de Borgoña en un puente para zanjar sus diferencias. Y la reunión puso fin a sus diferencias, pues terminó con el duque de Borgoña muerto a puñaladas en el puente. Supongo que Luis quiere cerciorarse de que ni él ni yo sintamos la tentación de resolver nuestros problemas de manera similar.

– ¿Qué hay de Margarita de Anjou? ¿Luis desea pagar su rescate?

– Sí. Una vez que él abone cincuenta mil coronas, ella regresará a Francia, donde Luis verá de que le ceda todos los derechos de herencia que ella posee en Anjou. No vi motivos para no dejarla en libertad, pues prefiero tener cincuenta mil coronas en mis arcas en vez de tenerla a ella en el castillo de Wallingford. Dios sabe que ya no es una amenaza. Hace años que está enferma. Nunca se repuso de la muerte de su hijo…

No terminó la frase, pues Ricardo había irrumpido en la tienda. Ricardo no perdió tiempo con saludos, ignoró a los demás.

– ¿Sabes lo que sucede en Amiens? -le preguntó a Eduardo.

El tono cortante de esa pregunta disgustó a Eduardo.

– ¿Qué debería saber, exactamente? -preguntó con frialdad.

– ¡Que las posadas, tabernas y mancebías de la ciudad están repletas de hombres nuestros! Que tres cuartos del ejército inglés están en Amiens, riñendo, celebrando, cayéndose en la calle de ebriedad. -Ricardo estaba demudado de furia. Aún no había mirado a Will, Anthony Woodville ni Thomas Grey. Clavaba los ojos en su hermano-. La mayoría están tan borrachos que no podrían distinguir una espada de un arado aunque la vida les fuera en ello. Y quizá les vaya la vida. ¿Tanto confias en los franceses? En tal caso, ¿por qué, en nombre de Dios?

Eduardo se había puesto rígido con las primeras palabras de Ricardo.

– ¿Estás seguro de esto, Dickon? -preguntó secamente.

– Totalmente seguro.

Eduardo empujó el plato, con tal fuerza que patinó sobre la mesa y cayó al suelo de la tienda. No le prestó atención, ni siquiera pareció notarlo. Se puso de pie y se acercó a Ricardo.

– Will, envía un mensaje a Luis. Dile que quiero que Amiens permanezca cerrada para mi ejército. Dickon, ven conmigo. Primero, debemos cerciorarnos de que nadie más entre en la ciudad. ¿Qué te parece si apostamos hombres nuestros a las puertas? Quiero que se imparta la orden de sacarlos de allí en cuanto estén sobrios para caminar…

Thomas Grey tenía un rostro que era fiel espejo de su alma, delataba cada furia y cada alegría. Sentía envidia de Ricardo desde que tenía memoria. Se le notaba en la cara mientras su padrastro y Ricardo salían de la tienda. Apuró el último sorbo de vino y le dijo àcidamente a su tío:

– Debí saber que Gloucester se disgustaría si sus soldados se divertían un poco, pero puedo decirte, tío, que esta preocupación santurrona es puro resentimiento. Nada le complacería más que ver el fracaso de esta tregua, para ufanarse de que él tenía razón y los demás estábamos equivocados.

Pero había errado el cálculo, y tendría que haber contenido la lengua un instante más. Ricardo ya había salido a la lluvia de agosto, pero Eduardo se había demorado para coger una capa. También él oyó esas palabras destinadas a Anthony.

Miró a su hijastro de hito en hito, vio que Thomas se ruborizaba al comprender que le habían oído.

– Te conviene recordar -rugió- que no soporto a los necios. No los soporto en absoluto.

Thomas tragó saliva, calló. Pero un instante después se volvió para fulminar con la mirada a Will Hastings. También Anthony. Will se reía. Levantándose sin prisa, recogió su capa y salió de la tienda, sin dejar de reír.

Era lunes por la noche, poco antes de las vísperas. A la mañana siguiente Eduardo debía reunirse con el rey francés en el puente de Picquigny. Dentro de un rato el consejo se congregaría en su tienda para una deliberación final. Los hombres sentados a la mesa no eran sólo consejeros, sino allegados. Sus hermanos, sus parientes Woodville, Will Hastings. John Howard acababa de entrar; en poco tiempo llegarían los demás, Suffolk, Northumberland, Stanley, Morton, su canciller. Pero por el momento el ánimo era relajado, la charla superficial.

– Oí decir que el rey francés no realizaría transacciones el día de hoy, pues cree que es de mala suerte tomar decisiones el 28 del mes, siendo el día de los Santos Inocentes.

El comentario de Will despertó el interés de Jorge, que alzó la vista y sonrió.

– Esa creencia también es común en Inglaterra. Pero tú celebraste tu coronación ese día, Ned. ¿Estabas tentando al destino?

– A decir verdad, Jorge, no pensé mucho en ello, en ninguno de los dos sentidos. -Eduardo cogió una manzana del cuenco que tenía delante, le arrojó una a Ricardo, que fue tomado por sorpresa y por poco no la atajó.

– ¿Cuántos hombres puedes llevar contigo mañana, Ned?

– Ochocientos infantes y doce hombres conmigo en el puente, Will. Pensé en llevaros a ti, Dickon, Jorge, John, Northumberland…

Ricardo irguió la cabeza al oír su nombre.

– Será mejor que elijas a otro en mi lugar -declaró-. El último lugar donde pienso estar mañana es el puente de Picquigny.

Se hizo silencio.

– ¿De veras? -murmuró Eduardo, y se reclinó en el asiento para medir a su hermano menor con ojos duros. Pero parte de su furia estaba dirigida a sí mismo. ¿Cómo había cometido la tontería de no prever esa reacción? Si lo hubiera pensado un instante, habría visto a Dickon a solas, para hacerle entender lo que se esperaba de él. ¿O no? Cuatro años atrás había hecho eso, había transformado a Dickon en un involuntario cómplice de asesinato. Pero a los dieciocho se era más maleable que a los veintidós, y Dickon se había tomado muy a pecho el asunto de los franceses. No, era probable que sólo una orden directa convenciera a Dickon de participar en la ceremonia del día siguiente. ¿Pero Dickon lo perdonaría por impartir semejante orden? ¿Valdría la pena el precio que debería pagar por salirse con la suya?

Echó una ojeada a los demás, y vio que había una expresión similar en las caras de Jorge y Thomas Grey, expectantes, ávidas. Arqueó la boca; eran como gatos ante una ratonera. Tomó una decisión, le sonrió a Ricardo afablemente.

– Como gustes, Dickon -dijo, como si se tratara de una mera cuestión de preferencia personal. Y se aplacó un poco al ver la expresión de alivio que fugaz pero inequívocamente cruzó la cara de Ricardo.

Philippe de Commynes había entrado al servicio del duque de Borgoña a los diecisiete años y había ascendido rápidamente en la corte de Carlos. En 1467 era chambelán, y el consejero de mayor confianza. Pero su temperamento era tan diferente del de Carlos como el hielo del fuego. El cerebro de Philippe estaba destinado a las sutilezas y estratagemas, mientras que en los huesos de su temperamental señor ardía el amor por la guerra. Tres años atrás, Philippe había huido de Borgoña a la corte francesa; antes de eso, había estado secretamente a sueldo del rey francés durante un año. Así había hecho de Carlos un enemigo mortal, y la enemistad de Carlos no se debía tomar a la ligera. Pero Philippe no se arrepentía; en Luis había encontrado a un hombre que, como él, prefería las artes del estadista a la espada, un hombre que entendía, a diferencia de Carlos, que la diplomacia se parece al ajedrez, y se debe practicar con mano ligera y ojo calculador. Philippe no estaba arrepentido en absoluto.