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Ana le escribía a Véronique. Hacía casi dos meses que Véronique había partido de Middleham a Londres y Ana aguardaba su retorno con impaciencia. No le agradaba mucho esa visita a Londres. Sabía muy bien que Véronique sólo había ido allá para ver a Francis.

Ana no aprobaba el amorío de Véronique con Francis. Le preocupaba que su amiga pusiera su alma en peligro por el pecado de adulterio y temía que lo pagara con la penitencia terrenal del embarazo. Como no podía aceptar la relación, Ana optaba por ignorarla. Ahora procuraba no mencionar su sospecha de que Francis había alquilado una casa en Londres para Véronique. En cambio, escribía sobre un rumor perturbador que había escuchado sobre un brote de viruela en Londres, y manifestaba preocupación por la salud de Véronique y por los riesgos que ella podía correr con una estancia prolongada.

Ricardo partió hacia Pontefract el lunes pasado. Allí exhumarán los restos de su padre y su hermano Edmundo, y Ricardo escoltará el cortejo fúnebre hacia el sur. Al llegar a Fotheringhay, dejarán los cuerpos en su última morada, la iglesia de la Bendita Virgen y Todos los Santos.

No te asombrará que no haya acompañado a Ricardo. Ahora que estoy embarazada de nuevo, no pienso correr riesgos con el bebé que llevo en el vientre.

Tampoco mi hermana Isabel estará presente en Fotheringhay, y por la misma razón. Ojalá pudiera complacerme más con la noticia de que está encinta de nuevo, pero ella no se siente bien, Véronique, hace meses que sufre una tos persistente y fiebres intermitentes.

También tengo noticias dolorosas. Recibí el mensaje de que mi tío, el arzobispo de York, ascendió a Dios el 8 de junio. Contigo puedo hablar sin cortapisas, querida, y decirte sin temor a la censura que yo le profesaba poco amor. Pero era un pariente de sangre, y agradezco que Ricardo lograra su excarcelación. El capellán de su casa me escribió que él se había arrepentido y había tenido un fin piadoso y cristiano. Dios sea loado.

La pluma de Ana titubeó, trazó rasgos vacilantes en la página. Dos veces la muerte había afectado a su familia en ese año de gracia, pues Ana, hermana de Ricardo, duquesa de Exeter, había muerto súbitamente en enero. Pero ahora no pensaba en la cuñada que no había conocido ni en el tío que no había amado. Pensaba en la muerte de Nell Percy, la joven esposa de Rob, acaecida en diciembre. Nell había tenido un doloroso parto de dos días antes de dar a luz a una hija muerta. Presa de la temible hipocalcemia, Nell murió antes del fin de esa semana.

Resueltamente, apartó a Nell de sus pensamientos, susurrando una plegaria por ella. De nuevo apoyó la pluma en el papel y escribió:

Me alegra mucho contarte que Ricardo intercedió ante el rey por la ciudad de York. No es preciso recordarte cuán furioso estaba Ned con el levantamiento que se produjo en Yorkshire esta primavera. Era tan grave que hubo que enviar a Ricardo y al conde de Northumberland a York con una fuerza de cinco mil hombres. No me sorprendió que Ned amenazara con despojar a la ciudad de su carta real; nunca sintió afecto por York. El alcalde y los regidores suplicaron a Ricardo que hablara en nombre de la ciudad, y él pudo persuadir a Ned de no cumplir su amenaza.

No hubo más disturbios, ni creo que los haya. Por mucho que la gente odie el tratado con Francia, no tiene más remedio que aceptarlo. Te confieso, Véronique, que lo que más me importaba era que regresaran sanos y salvos. Pero también me enorgullece que Ricardo haya obtenido tanta aclamación por su negativa a pactar con los franceses. Para Ricardo, que tanto ama los páramos del norte, significa mucho que las gentes de Yorkshire lo hayan aceptado de todo corazón como su señor, y que lo respeten tanto como otrora respetaban al conde de Northumberland.

Desde que te fuiste a Londres, Kathryn, la hijita de Ricardo, ha venido a quedarse varias semanas, quizá todo el verano. Ahora que está casada, la madre parece más dispuesta a confiarnos a Kathryn por periodos largos. Como te imaginarás, Ricardo está encantado de recibirla. Y yo no tengo reparos. Es una niña bonita y animosa, aunque un poco consentida. Confieso, sin embargo, que mi corazón siente más cariño por Kathryn ahora que su madre ha dado a otro el amor que antes daba a Ricardo.

Titubeó antes de concluir con la verdad.

No te demores demasiado en Londres, Véronique. Este embarazo me tiene a mal traer. Hace un par de semanas sufrí una hemorragia, y aunque no se ha repetido, no puedo olvidar que perdí a mis dos últimos hijos.

Esa mañana había llovido. El húmedo calor de agosto impregnaba el aire y el suelo rezumaba un lodo que ningún niño podía resistir largo tiempo. Alejando a Lucy, una de las hijas de Juan Neville, de un charco sumamente tentador, la señora Burgh no se percató de lo que tramaban los otros niños, y al volverse vio que Johnny y Kathryn montaban a su hermanito Ned en el lomo de un enorme lobero gris. La señora Burgh se fastidió pero no se alarmó; Gareth había demostrado tiempo atrás que su paciencia con los críos rayaba en la santidad.

Pero en ese momento los perros del establo se pusieron a ladrar y los hombres de las murallas a gritar.

– ¡Viene papá! -Soltando el collar de Gareth, Johnny corrió hacia la entrada.

Gareth había olido a su amo entre los jinetes que atravesaban la aldea. El enorme perro brincó ávidamente, y Ned cayó despatarrado en el lodo. El niño jadeó, pero su necesidad de ver al padre era tan apremiante que postergó la protesta hasta un momento más conveniente, se levantó sin quejas y corrió detrás de Johnny.

Al ver a sus hijos, Ricardo frenó abruptamente. Cuando se apeó de la silla, los tres reclamaban su atención a gritos. Kathryn y Johnny le prodigaron los abrazos y besos habituales, pero Ned se aferró como una garrapata, sepultó la cara en el cuello de Ricardo, procuró asirse de su pelo.

Ricardo no intentó deshacerse de él, sino que lo acomodó y se levantó con el niño en brazos. Ned parecía haberse aplacado un poco. Un mechón castaño, sedoso y desaliñado le cruzaba la frente; tenía una mancha de barro en una mejilla, otra en la nariz. Miraba a Ricardo con ojazos blandos, redondos y desconcertados.

– Mamá está enferma -dijo solemnemente.

La alcoba estaba cerrada, y no recibía luz ni alegría. Ricardo hizo una señal y encendieron una antorcha a sus espaldas. Ana no se movió cuando él se aproximó a la cama. Su cabello largo y desmelenado se derramaba sobre un hombro desnudo, reducido a un frágil y desleído color castaño. Ella tenía la cara fruncida y pálida, blanca como las sábanas en que yacía; tenía los ojos cerrados, pero los párpados parecían magullados, inflamados. Una mano sostenía un pañuelo arrugado, la otra aferraba la sábana con el puño. Parecía perdida en la vastedad de la cama, acurrucada bajo el peso de mantas estivales de seda.

Ricardo se sentó delicadamente en el borde de la cama. Ella alzó las pestañas.

– Amada, lo lamento -murmuró él. Se inclinó para rozarle la frente con los labios y se sorprendió cuando ella desvió la cara-. Ana, ¿estás enfadada? ¿Porque no estuve contigo? Amor, vine en cuanto recibí el mensaje de Nan…

Ella sacudió la cabeza con vehemencia. Apretaba la cara contra la almohada y su voz era tan ahogada y confusa que él tuvo que esforzarse para entender las palabras.

– ¿Perdonar? ¿Perdonar qué, Ana? No entiendo.

– Perdóname… -El modo en que arqueaba los hombros le indicó que ella sollozaba-. Te he fallado.

– Ana, no digas eso.

– Es deber de una esposa dar hijos al marido. Tienes derecho a esperar eso de mí. Pero no puedo, Ricardo… no puedo…

Ricardo abrió la boca para tranquilizarla, para decirle que habría otros niños, recordándole que ella sólo tenía veinte años y él no había cumplido veinticuatro, que muchas mujeres sufrían la interrupción de un embarazo, pero luego daban a luz hijos saludables.