– No soy Bella, Jorge. Soy Ana -dijo, y descubrió consternada que su voz no era tan firme como su resolución.
– Ana -dijo él, como si el nombre no significara nada. Pero le extendió la mano. Ella la miró con disgusto, sintiendo tanta aversión como si fuera una serpiente. Pero no quería que Jorge supiera que aún temía estar a solas con él, no quería darle esa satisfacción, así que se dejó coger la mano de mala gana, dejó que la ayudara a levantarse.
Parte del pánico amenazó con volver, pues él le estrujó la mano cuando ella intentó zafarse del apretón. Aunque estaba ebrio, era mucho más fuerte que ella, y la respiración de Ana se aceleró dolorosamente.
– No te vayas -pidió él-. Quédate… hasta que vengan los monjes. -Escrutó la cara de Ana-. No quiero abandonarla. Pero me siento tan solo aquí… tan solo…
Ana no estaba preparada para la piedad que ahora la acuchillaba. No le gustaba, se recordó tenazmente que ese hombre no merecía piedad ni conmiseración.
– Pensé que yo sería la última persona con quien querrías estar.
– ¿Por qué? -preguntó él, y Ana notó que en verdad no había comprendido quién era. Era una voz conocida, una mano para sostener en la oscuridad, y eso bastaba, era todo lo que necesitaba o quería saber.
Le había soltado la mano, apoyándose en el catafalco. No estaba destinado a soportar el peso de un hombre y la madera crujió ominosamente. Mientras Ana observaba preocupada, él rodeó el poste con el brazo, se deslizó lentamente al suelo junto al ataúd. Echó la cabeza hacia atrás y acercó peligrosamente el cabello a la llama de las velas.
– ¡Por Dios, Jorge, fíjate en lo que haces! -gritó Ana a su pesar.
– Ella sufrió tanto… -murmuró él, mirando a Ana con ojos ciegos y azules-. No podía respirar, y cuando tosía… cuando tosía, escupía sangre. -Tembló-. ¡Tanta sangre!
Ana soltó un sonido ahogado, se tapó la boca con el puño. Las velas empezaban a difuminarse, nadaban ante ella en un resplandor de lágrimas. Había retrocedido hasta la tribuna del púlpito cuando Jorge se arqueó hacia delante y rompió a llorar apoyando la cabeza en las manos.
Ana vaciló. No se atrevía a regresar para ofrecerle consuelo. Pero no soportaba los sonidos que él emitía, sollozos jadeantes y estrangulados que le sacudían todo el cuerpo. Permaneció indecisa, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, y entonces oyó su nombre, dio media vuelta y se arrojó a los brazos de Ricardo.
Tardó unos instantes en convencer a Ricardo de que estaba bien, de que sus lágrimas eran por Isabel. Sólo entonces él vio la silueta acurrucada ante el ataúd. Ana notó que su expresión era tan ambigua como la de ella, vio que era reacio a reconocer el dolor de Jorge, pero incapaz de alejarse de él. Imprecó entre dientes y, entregándole su farol, cruzó el coro.
Se inclinó sobre Jorge, le habló con murmullos que ella no entendió. Jorge dejó de sollozar y alzó hacia Ricardo un rostro arrebolado, empapado por las lágrimas, tumefacto.
– ¿Dickon? -Su voz era ronca, incierta, como si ya no osara confiar en sus sentidos.
– No puedes quedarte aquí toda la noche, Jorge. Te ayudaré a levantarte e iremos juntos a los aposentos del abad.
Ana se sorprendió cuando Jorge obedeció dócilmente, aceptó el brazo de Ricardo y se incorporó. Pero en cuanto ella suspiró de alivio, vio que el rostro de Jorge cambiaba, que entornaba los ojos, que los clavaba en Ricardo con súbita y escalofriante intensidad.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó-. ¿Ned te envió a espiarme? Es así, ¿verdad? ¡Tendría que haberlo sabido!
– ¡Por amor de Cristo, Jorge! Sabes que no es así.
– ¿Quieres que crea que te importa? -Jorge se liberó, se apoyó en el catafalco-. Pues no soy tan tonto, hermanito. Tú no eres amigo mío, Dickon, y lo sé muy bien. Por ebrio que esté, no me olvido de eso.
– Haz lo que te plazca -replicó Ricardo, y se alejó. Él no miró hacia atrás, pero Ana se demoró un instante antes de seguirlo. Desabrochándose la cadenilla del crucifijo, avanzó, pasó junto a Jorge y apoyó el crucifijo en el terciopelo que envolvía el ataúd de su hermana.
– Será mejor que te sientes, Dickon, dado lo que debo contarte. Parece que nuestra idiota de hermana cree tener la solución perfecta para el problema que nos plantea Borgoña. Su hijastra, María, necesita urgentemente un esposo, y como nuestro hermano Jorge es convenientemente viudo… Bien, ¿necesito decir más?
– ¿Quiere que Jorge se case con María? ¡Por Dios! -exclamó Ricardo con incrédula estupefacción-. ¿Ha perdido el juicio?
Eduardo lanzó un juramento particularmente profano.
– En lo concerniente a Jorge -dijo con repulsión-, ella pierde todo sentido común. ¿Te imaginas a Jorge como duque de Borgoña? ¡Que la Santa Virgen nos libre y guarde!
– Meg no le mencionó esto a Jorge, ¿verdad? -Pero era una esperanza falsa y Ricardo lo supo apenas lo preguntó.
– ¿Qué te parece? Y no es preciso que te diga cómo reaccionó él. Cualquiera diría que ya está ungido y coronado.
– Ned, no puedes permitir semejante matrimonio. Jorge es demasiado inestable. Sólo Dios sabe lo que haría si tuviera tanto poder.
– Sospecho que ambos sabemos lo que haría, Dickon; tú eres demasiado escrupuloso para decirlo con todas las letras, pero es muy probable que tratara de tomar la corona inglesa, esta vez respaldado por un ejército borgoñón. Bien, no te preocupes, hermanito. El día en que Jorge sea duque de Borgoña será el día en que la Santa Iglesia me considere digno de ser candidato a santo.
– ¿Le has dicho que prohíbes ese matrimonio?
– Aún no. -Eduardo arqueó la boca en una sonrisa irónica-. ¿Quieres estar presente cuando lo haga?
– No creo -se apresuró a responder Ricardo-. Más aún, ni siquiera quiero saber nada sobre ello después. -Aceptó la copa que le ofrecía un sirviente-. Ned, ¿existe una posibilidad de que María lo acepte? Pues si ella está dispuesta, tu negativa quizá no valga nada para Jorge. No sería la primera vez que se casa sin tu permiso.
– Buena observación, Dickon. Quizá deba encerrarlo en la Torre para retenerlo en Inglaterra. Pero mis informadores me dicen que es Meg y no María quien propicia este matrimonio. María parece reacia. Pero me propongo enviarle una carta hoy mismo, dejando bien claro que ese matrimonio es impensable. La muchacha no es tonta, y sabe que me necesita a mí para impedir que Luis la engulla de un bocado. -Llamó al sirviente antes de añadir con indolencia-: Pensé que también sugeriría un prometido en lugar de Jorge. Anthony, el hermano de Lisbet.
Ricardo se atragantó, aspiró el vino que se proponía tragar. Jadeando y tosiendo, recobró el aliento mientras los sirvientes se agolpaban alrededor de su silla y Eduardo le daba palmadas en la espalda. Cuando recobró la compostura, estaba tan conmocionado que sólo pudo barbotar exactamente lo que pensaba.
– ¡Anthony Woodville! ¡Válgame, Ned, no hablarás en serio!
Había roto el pacto tácito que hacía doce años existía entre ellos, que su desprecio por los parientes de la reina era comprendido e incluso aceptado siempre que no lo mencionara. Aun así, Eduardo no mostró resentimiento, sino que tenía un aire divertido.
– No seas ingenuo, Dickon. No pensarás que quiero que María acepte a Anthony, ¿verdad?
– ¿Entonces por qué…?
– Es sencillo. Lisbet querría que su hermano fuera un soberano. Al sugerir el nombre de Anthony, la complazco enormemente, pero sin grandes riesgos. No creerás que María pensaría siquiera en aceptarlo, ¿verdad? ¿Con el orgullo que siente por la Casa de Borgoña? -Rió, sacudió la cabeza-. Lisbet quedó encantada cuando le prometí que hablaría en nombre de Anthony, y rara vez puedo contentarla tan barato, hermanito.
Ricardo sintió alivio, pero no demasiado.
– ¿Pero no lo entiendes, Ned? Jorge enloquecerá cuando le prohíbas que se case con María. Se convencerá de que ella estaba dispuesta y tú saboteaste sus ambiciones. Rechazarlo a él y ofrecer a Woodville a cambio… es como echar sal sobre sus heridas, sin duda aumentará su resentimiento.