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Retorciéndose súbitamente, apartó la boca.

– ¡No, Ricardo, no! ¡Suéltame!

Ricardo la soltó enseguida, tan abruptamente que ella tuvo que apoyarse en una rama para conservar el equilibrio. Él estaba azorado por el rechazo, por la violencia de su negativa, pues aún estaba embelesado por ese sabor y ese contacto. Sus pasiones anteriores no lo habían preparado para esa necesidad intensa y embriagadora que le despertaba Ana. Nunca había deseado nada en la vida como deseaba a esa muchacha, quería adueñarse de su cuerpo suave y fragante, ver esa cascada de cabello castaño derramándose en su almohada, hallarla a su lado al despertar. Un hambre que sólo ella podía saciar. Un hambre que ella no compartía.

– Lo lamento -dijo envaradamente-. No era mi intención… aprovecharme de ti.

– ¡Ricardo, no digas eso! -respondió ella con voz trémula, al borde de las lágrimas-. No me debes ninguna disculpa. No hiciste nada malo. Y yo no quería rechazarte. No es eso. Es que… -Desvió la vista, se refugió en la sombra protectora de un fresno blanco-. Tenía miedo. Si quieres la verdad, ahí la tienes. Tenía miedo.

Le ardía la cara, y apoyó la mejilla en el musgo húmedo y espeso que cubría el flanco del árbol como una alfombra verdosa. Esa frescura no le ayudó; aún sentía un hervor en la sangre, quemándole la piel por dentro.

– Ana… -Ricardo se le acercó, pero no intentó tocarla, ni sabía qué decir. Sus emociones eran tan confusas que no atinaba a entenderlas. El alivio infinito y abrumador de saber que había interpretado mal su renuencia. Celos y una furia amarga y fútil, pues el objeto de su enfado estaba más allá de toda represalia, nunca podría rendir cuentas por la herida que le había infligido a Ana. Ante todo, un súbito caudal de ternura que nunca había sentido por nadie, ni siquiera por Kate-. Ana, lamento no haberlo entendido. Sé que no quieres hablar de Lancaster, y a decir verdad yo tampoco. Pero quiero que sepas que nunca te haría daño. Nunca, amor mío. -Le tocó la mejilla, en una caricia tan incierta como gentil, y se alivió cuando ella volvió la cabeza y le rozó los dedos con los labios.

– Lo sé, Ricardo -susurró-. De veras que lo sé.

– Ana, hay algo que debo decirte. Tenemos que ser sinceros, y quiero que sepas que entenderé si… si esto te contraría. -Ella abrió enormes ojos, súbitamente asustada, y él se apresuró a añadir-: Sabes que yo comandé la vanguardia de Ned en Tewkesbury, y él fue muy generoso después, y me invitó a pedir la recompensa que quisiera. Ana, le pedí Middleham.

– ¿Y creías que eso podía contrariarme? -Ana lo miraba con asombro-. Ricardo, ¿cómo se te ocurre? Sabía que Middleham sería confiscado. Eso nunca estuvo en cuestión. Y nadie me parece más indicado para ser el dueño. ¡Nadie! Sé que amas Middleham, pues fue tu hogar.

– Y el tuyo -murmuró Ricardo. Ansiaba besarla, pero no lo hizo. En cambio, le asió la mano-. Ven, te llevaré de regreso.

Una expresión extraña cruzó la cara de Ana, nostálgica y amarga a la vez.

– Ojalá pudieras -susurró.

Ricardo se había acostumbrado a que su hermano lo convocara sin previo aviso a cualquier hora del día o de la noche. Lo halagaba esa prueba tangible de la confianza que Ned depositaba en su discernimiento, pero no esa noche. Esa noche no quería estar en la estancia de Ned mientras su hermano hacía un prolongado relato de su reunión vespertina con el alcalde Bette.

Un sirviente de Eduardo se inclinó sobre Ricardo con una jarra de plata, y él asintió, y cogió la copa en cuanto la llenaron. Hasta ahora el vino no había ayudado demasiado, pero ayudaría si apuraba unos cuantos tragos. No recordaba la última vez en que se había sentido tan dolorido. Aunque se resistía, tendría que ver al médico de Ned, pues si no le daban algo para calmar el dolor permanecería en vela hasta el alba. Aun así, para ser franco consigo mismo, la mayor incomodidad no se originaba en el brazo. Hacía años que no sufría las incómodas secuelas del deseo frustrado; se había olvidado de ese espantoso malestar. Se preguntó si era demasiado tarde para remediarlo. Eran casi las diez; las posadas ya debían de estar cerradas. Una ciudad del tamaño de Coventry debía de tener unos cuantos burdeles. Pero no quería una prostituta. Quería a Ana.

Eduardo comentó que se proponía quitar a la ciudad su espada cívica, y Ricardo masculló su asentimiento. ¿Por qué cuando estaba con Ana ni siquiera recordaba que tenía brazo, y ahora tenía la impresión de que se lo estaban asando?

Encontró cierto alivio en maldecir en silencio a su hermano ausente, pero no demasiado. Jorge no era el único necio de la familia. ¿Cómo podía haber sido tan ciego? Ella tenía miedo… ¿Por qué no lo había previsto? Tendría que haberlo sabido, tendría que haber estado mejor preparado para eso. ¿Pero cómo un hombre podía haber maltratado a Ana, tan frágil e indefensa? Lastimar a Ana era como lanzar un gerifalte en pos de una mariposa. Bebió de nuevo, llamó al criado.

¿Y si él no podía vencer ese temor? Ella había dicho que sólo quería olvidar. ¿Y si no podía? Él nunca había tratado de llevarse a la cama a una mujer reacia. Estaba acostumbrado a amantes fogosas como Kate y Nan, y a prostitutas expertas. ¿Cómo lograría vencer los temores de una muchacha que sólo conocía lo peor que un hombre podía enseñar a una doncella? Paciencia. Tanta paciencia como le permitiera su necesidad. ¿Sería suficiente? Era una pena que no pudiera pedirle consejo a Ned sin preguntarle abiertamente. Por lo que había visto en el último año, su hermano no era dado a acostarse con una mujer que no estuviera tan excitada como él, pero debía de haber tenido alguna experiencia en superar las aprensiones de vírgenes tímidas. Ricardo sospechaba que Ned lo sabía todo en lo concerniente a los apetitos carnales, o por lo menos aquello que valía la pena saber. Pero no podía hacerle esa pregunta sin delatarse.

– Ahí tienes, Dickon. Si no pueden pagar los diez mil marcos el mediodía del lunes próximo, instalaremos una horca en Cross Cheaping y…

– ¡Diez mil! Horca… Ned, ¿de qué…? -Ricardo prestó atención, pero demasiado tarde. Esperó pacientemente a que Eduardo dejara de reírse de él-. Mea culpa. Confieso que no estaba escuchando. ¿Qué medidas decidiste tomar contra Coventry?

– Declaré nulas las libertades de la ciudad y accedí graciosamente a que se reivindicaran mediante el pago de quinientos marcos. Luego me dejaré persuadir de aceptar sólo trescientos, y se considerarán muy afortunados; mucho más que si yo no les impusiera ninguna pena. -Ricardo rió, pero calló abruptamente cuando Eduardo dijo-: Ahora, bien, ¿quieres escuchar un consejo?

– No -respondió Ricardo, y Eduardo sonrió, sin dejarse disuadir.

– Lo escucharás de todos modos. Es evidente que has tenido alguna diferencia con tu prima, pues de lo contrario no estarías cavilando como un hombre que espera la visita del ángel de la muerte. Mi consejo es el siguiente: dale tiempo a esa muchacha. Todo su mundo se ha desmoronado en poco menos de un año. Permite que se reconcilie con todo.

Ricardo se había preparado para lo peor, sabiendo que el humor de su hermano era imprevisible, y sabiendo que Eduardo solía mirar a las mujeres como un cazador avezado que busca una presa elusiva. Las palabras de Eduardo eran tan sensatas, y estaban tan lejos de la broma soez que había temido, que terminó por preguntarle:

– ¿Qué sugieres, entonces?

– Yo la enviaría a Londres, para que esté con Isabel. -Viendo que Ricardo se disponía a protestar, Eduardo se apresuró a añadir-: Estuve observando a tu Ana a la mesa. Cuando ella te mira, su corazón aflora en sus ojos, como si pudieras hacerte humo con sólo perderte de vista por un instante. Pero también revela que la han maltratado. Necesita tiempo para asimilar que está libre de Lancaster. También necesita tiempo para convencerse de que todavía la amas. Déjala al cuidado de su hermana por un tiempo, hermano. No será una separación muy prolongada. También nosotros estaremos en Londres dentro de un par de semanas.