— No mucho.
— ¿Le gustaría conocer mis razones?
— Podría ser interesante…
— Lo es, se lo aseguro. — Doña Cecilia Prados de Villanueva hizo un gesto al camarero, que se mantenía siempre a más que prudente distancia, para que les sirviera una nueva ronda, y tras tomarse unos segundos para medir bien sus palabras, añadió —: Yo era, no hace aún demasiados años, la mujer más hermosa y deseada de Ecuador. Alta, esbelta, inteligente, hija única del hombre más rico del país, y con una brillante carrera por delante. — Agitó la cabeza como si le costara trabajo aceptar sus propias palabras para exclamar casi irónicamente —: ¡La perfección entre las perfecciones…! Supongo que cuesta trabajo admitir que exista alguien así, pero existía, y ésa era yo, se lo aseguro.
— Le creo.
— Era perfecta, repito, y lo increíble es que para colmo de dichas encontré el marido perfecto, con el cual viví los tres años más maravillosos que ser humano pueda soñar. — Aguardó a que colocaran ante ella lo que había pedido, bebió despacio, y cuando el camarero se hubo alejado, continuó —: Por si todo ello no bastara, al cabo de ese tiempo di a luz a una niña preciosa, y lo único que le pedí a la Virgen fue que mi hija creciera sana y yo recuperara lo antes posible mi figura de antaño.
— Pero ¿no fue así?
— Usted lo ha dicho. Sin razón alguna y en contra de toda lógica, comencé a engordar y engordar y engordar, hasta convertirme en la sudorosa foca que tiene usted delante…
— ¡Por favor! — intentó protestar el cada vez más impresionado Cantaclaro—. No es…
— ¡Olvídelo…! No intente mostrarse cortés con quien hace tiempo que decidió dejar de serlo. Sin saber por qué razón, ni qué abominable pecado había cometido, la naturaleza que me lo había dado todo decidió quitármelo, convirtiéndome en una especie de monstruo de feria aquejado, para más inri, de incontinencia urinaria… El resultado lógico es que el hombre al que adoraba, me abandonó.
— Eso quiere decir que no estaba lo suficientemente enamorado.
— ¡Se equivoca! Lo estaba. Y aún lo está. Continúa loco por la mujer con la que se casó y me consta que aún la busca a todas horas aunque le resulte imposible encontrarla bajo esta espesa capa de grasa, sudor, amargura y desesperación… — Alzó su copa como si estuviera brindando al sol—. Si ni siquiera yo soy capaz de reconocerme a mí misma, ¿cómo pretende que me reconozca alguien más?
Tal como le venía sucediendo con cierta frecuencia durante los últimos tiempos, y tras tantos años de tener siempre la palabra fácil, el Cantaclaro no acertaba a expresar cuanto sentía, puesto que la desgarrada forma de decir las cosas de la desconcertante mujer que se sentaba frente a él, le había dejado de piedra.
— Llegó un momento… — continuó sin perder la calma la vicerrectora que hablaba del tema como si se refiriera a una desconocida — en que se me presentaron dos únicas opciones: o suicidarme, lo cual estaba en contra de mi conciencia y mi sentido de la moral, o encarar el problema sin tapujos y con el más absoluto desparpajo a base de ser la primera en aceptar mis defectos, aireándolos antes de que nadie pudiera echármelos en cara o susurrarlos a mis espaldas. Tan desorbitada soy en cuerpo como en alma. — Sonrió de un modo encantador al inquirir —: ¿Entiende a lo que me refiero?
— Lo entiendo.
— No voy a preguntarle si lo aprueba o lo rechaza puesto que a decir verdad me tiene sin cuidado.
— Lo supongo.
— Lo que ahora importa es que su pretendido viaje a la selva me sigue pareciendo una locura.
— A mí también, pero aun así, debo intentarlo.
— ¿Por qué…? — le apuntó acusadoramente con el dedo al puntualizar —: Y no me salga otra vez con eva-sivas.
Bruno Guinea se limitó a encogerse de hombros.
— ¿Qué quiere que le diga? — replicó—. Todo aquello que admite una explicación lógica deja de ser una locura, y si estuviera realmente cuerdo me limitaría a tomar un taxi que me llevara al aeropuerto y de regreso a casa… — Se inclinó hacia adelante y miró directamente a los hermosos ojos verdes de su oponente—. Una voz en mi interior me grita que ahí, en ese misterioso lugar, se oculta algo de la máxima importancia para la medicina, y estoy dispuesto a dejarme la piel en el intento.
— ¿«Algo de la máxima importancia para la medicina»?
— Eso he dicho.
— ¿Algo como qué?
— Aún no lo sé.
— Me está volviendo a poner nerviosa, y eso me obligará a correr nuevamente al baño… — Suspiró como si en ello le fuera la vida, se secó el sudor de la frente, y acabó por asentir como si estuviera admitiendo públicamente una derrota—. Creo que estoy cometiendo un error del que tendré que arrepentirme, pero también creo que nadie tiene derecho a despertar a los auténticos soñadores… — Lanzó un nuevo resoplido—. Conozco a una persona que tal vez quiera ayudarle.
— ¿Quién?
— Galo Zambrano. También está loco, pero a mi modo de ver es el hombre que mejor conoce la selva, aunque le advierto que es guaquero.
— Nunca he tenido problemas con las creencias religiosas de la gente.
La gorda no pudo evitar que se le escapara una sonora y rotunda carcajada que tuvo la virtud de hacer volver el rostro a cuantos tomaban el sol al borde de la piscina.
— ¡No sea estúpido! — exclamó al poco—. He dicho «guáquero» con «g», no «cuáquero» con «c».
— ¿Y cuál es la diferencia?
— Los «guáqueros» son saqueadores de tumbas. Pese a que la mayoría de la gente lo ignore, Ecuador es mucho más rico en ruinas incaicas inexploradas que el propio Perú, y casi todo el oro del imperio se extraía de ríos que corrían por nuestro territorio. Por ello abundan los tipos como Galo Zambrano, que viven de recorrer los más intrincados valles de esas montañas en busca de tumbas que con frecuencia contienen joyas, muy valiosas.
— No sé si me apetece mucho la idea de adentrarme en la Caída al Infierno en compañía de un profanador de tumbas, aunque se trate de tumbas prehispá-nicas.
— Mientras siga con vida no tiene nada que temer… — fue la no demasiado tranquilizadora respuesta—. Pero tenga por seguro de que en cuanto estire la pata le quitará las botas, aunque para entonces de nada le servirían.
— ¡Gran consuelo!
— Es todo lo que puedo ofrecerle… — le hizo notar doña Cecilia Prados de Víllanueva al tiempo que se pellizcaba la imponente papada—. Como comprenderá no existe demasiada gente dispuesta a adentrarse en unas montañas de las que casi nadie regresa, en busca de no se sabe qué, y en compañía de un inexperto ratón de biblioteca…
— De laboratorio, no de biblioteca… — puntualizó el otro en tono quisquilloso.
— Para el caso es lo mismo… — La gorda hizo un gesto hacia la escultural muchacha que cruzaba de nue-
vo ante ellos—. Yo tenía una figura como esa — dijo—. Incluso mejor, podría asegurar sin pecar de pedante, y lo cierto es que vendería mí alma al diablo con tal de recuperarla.
— ¿Cómo ha dicho?
— Que vendería mi alma al diablo a cambio de volver a tener aquel cuerpo y todo lo que ello traía aparejado.
— ¡No diga tonterías! Y no juegue con esas cosas… ¡Vender su alma al diablo! ¿A quién se le ocurre?
— Es sólo un decir… — puntualizó la buena mujer un ranto desconcertada por la seriedad que había adquirido de improviso el tono de voz de su acompañante—. Y puede jugarse el cuello a que daría cuanto tengo por volver a unos años en los que era tan feliz que ni siquiera me daba cuenta de lo feliz que era. Eso es, quizá, lo peor que tiene el ser dichoso; que no lo notas hasta que lo has perdido, porque enterrada bajo tanta grasa advierto que mi verdadero yo se asfixia como si hubiera caído en una oscura cuba de gelatina de la que no pudiera encontrar la salida.