— Ea verdadera belleza está en el interior… — masculló su interlocutor por decir algo que pudiera servir mínimamente de consuelo.
— ¡Bobadas! Interiormente yo era mucho más bella cuando lo era también exteriormente, puesto que ahora me invaden la ira, el rencor, la envidia, los celos y un ansia de morir que me amarga a todas horas… — Hizo un gesto hacia la estatua que se alzaba al final del jardín—. Y ahora he de irme, pero le aconsejo que vaya a saludar al busto de Orellana, eche un vistazo al valle por el que tendrá que descender hacia el Napo.
Bruno Guinea obedeció, atravesó sin prisas la amplia explanada, y fue a detenerse junto a la cabeza de bronce cubierta con un pesado yelmo que oteaba, con su único ojo, el lejano horizonte.
Al pie podía leerse una inscripción.
«Desde aquí partió Francisco de Orellana hacia el descubrimiento de nuestro gran río de las Amazonas.»
Siguió la dirección de su mirada y llegó a la conclusión de que el trujillano tuvo razones más que suficientes para justificar el inmenso error que cometiera tantos siglos atrás. El idílico valle que descendía suavemente, cubierto de flores y surcado por un minúsculo riachuelo cuyas aguas probablemente irían a parar al Napo, luego al Amazonas y por último a un océano que se abría a casi siete mil kilómetros de distancia, para nada permitía sospechar que constituía en realidad la antesala de la más intrincada y peligrosa región del mundo, pese a que el porcentaje de bajas entre quienes habían intentado conquistarla superaba en mucho al de cuantos hubieran intentado conquistar las más inaccesibles cumbres del Himalaya.
Galo Zambrano, el guaquero expoliador de tumbas, era un hombre pequeño, delgado, cetrino y endeble en apariencia, aunque en cuanto se le observaba con mayor atención se caía en la cuenta de que dicha impresión resultaba ficticia, puesto que todo él era puro músculo, enormes pulmones, y unos nervios que semejaban cuerdas de piano, por lo que su fuerza y resistencia superaba en mucho la de cualquier gigantón que le duplicara en peso y envergadura.
Su mirada era fría, como de muerto, o como si le hubieran colocado en las cuencas de los ojos dos negras bolas de cristal semejantes a la de las figuras de los museos de cera, y tenía la inquietante costumbre de hablar muy bajo y en tonos graves, argumentando que en las selvas por las que solía moverse una voz alta y aguda era perceptible a enorme distancia, y él era de esa clase de individuos que, por su profesión, prefieren pasar desapercibidos.
Tomó asiento en un amplio butacón del pequeño salón lateral del hotel, semivacío a aquellas horas, y permaneció largo rato en silencio estudiando con especial detenimiento a quien llevaba más de media hora esperándole, y que no pudo por menos que acabar por revolverse en su asiento un tanto molesto por tan descarada y escasamente correcta actitud.
— ¿Y bien?
— Se trata de su vida… — musitó al fin el recién llegado con su grave tono de ultratumba—. Y usted sabrá en cuánto la valora.
— Ya doña Cecilia me asustó lo suficiente… — replicó con impaciente irritación Bruno Guinea—. Estoy dispuesto a asumir todos los riesgos.
— Lo necesito por escrito… — advirtió el ecuatoriano en el tono de alguien que se está refiriendo a una simple transacción comercial—. Y debe quedar muy claro que si se queda en el camino, en el camino se queda. Si ya resulta difícil salir de allí por el propio pie, imposible lo veo cargando ochenta kilos a la espalda.
— Setenta…
— No es mucha la diferencia. ¿Qué es lo que busca?
— Aún no lo sé.
— ¿Momias?
— Ni por lo más remoto.
— ¿Tesoros?
La negativa no dejaba lugar a dudas.
— Tampoco.
— ¿Plantaciones de coca…? Le advierto que ésa es una región en la que ni el más desesperado cocalero pondría un pie, puesto que más amor que al dinero se le tiene a la vida. — Como por tercera vez su interlocutor agitara la cabeza de un lado a otro, el ecuatoriano inquirió arrugando la nariz —: ¿Entonces…? ¿Qué vaina se le ha perdido en semejante mierdero?
— Bichos.
— ¿Bichos…? — repitió el otro en el colmo de la incredulidad.
— Exactamente.
— Pues tendrán que ser bichos bien malignos, puesto que por aquella puta región nunca los he visto de otra clase.
— Ésos son los que me interesan.
— Hay gustos para todo… ¿Y cuándo quiere partir?
— En cuanto me haya acostumbrado a las alturas… — replicó el Cantaclaro con naturalidad—. Aún me cuesta respirar, y no creo que fuera capaz de caminar más de una hora seguida.
— Le advierto que cuando nos pongamos en marcha tendrá que patear de sol a sol, y como nos encontramos en el ecuador, eso significa que son doce horas justas.
— El guaquero meditó frunciendo el entrecejo como si con ello se concentrara mejor, y al fin señaló —: Mi consejo es que, para combatir el soroche, no se quede siempre aquí en los tres mil metros de Quito. Le conviene bajar cada día a unos mil, y subir luego, en coche, pero, eso sí, muy despacio. De tanto en tanto deténgase y dé un largo paseo. Con un poco de suerte, y dependiendo de su constitución, en una semana estará en condiciones de emprender la marcha.
— ¿Una semana? — se asombró el español—. Si voy a tardar una semana en ponerme en condiciones… ¿cuánto tardaremos en volver?
— Eso dependerá únicamente de usted y de esos bichos… — argumentó el otro con la más absoluta de las lógicas—. Como comprenderá, ni a mi gente ni a mí nos apetece estar allí ni un minuto más de lo necesario. Mil dólares no es una cifra como para tirar cohetes.
— ¿Mil dólares?
— Diarios… — fue la rápida aclaración—. Eso y los gastos, lo que vendrá a sumar unos cincuenta mil dólares en total, porque no creo que en ningún caso aguantemos más de un mes allá dentro.
— ¿Y de dónde saco yo cincuenta mil dólares?
— Usted sabrá, pero doña Cecilia me dio a entender que tenía una especie de patrocinadores…
— ¿Patrocinadores? — se sorprendió el otro—. ¿Qué clase de patrocinadores?
— Una institución científica panameña…. — Galo Zambrano le observó con especial interés para inquirir con aire de manifiesta sospecha —: ¿Es que acaso no sabe que existe esa institución?
El Cantaclaro se vio obligado a reconocer su absoluta ignorancia.
— Hasta que llegué a Quito jamás había oído hablar de ella — admitió.
— ¡La gran puta…! — explotó el ecuatoriano que a cada instante que pasaba se le advertía más perplejo—. Todo esto manda cojones… Alguien quiere ir a donde nadie quiere ir, a buscar no sabe qué, durante no sabe cuánto tiempo, y patrocinado por no sabe quién…
— Atrapó una mosca en el aire con una inquietante habilidad para aplastarla entre los dedos y depositar los restos sobre el brazo de la butaca—. ¡Suena a coña! — concluyó.
— Me temo que no me queda más remedio que darle la razón.
— ¡Gran consuelo! Pero a mi gente no va a gustarle.
— ¿Su gente son todos guaqueros?
— ¿Qué esperaba que fueran? ¿Boy scout? Están acostumbrados a ocultarse del ejército, y a descubrir una tumba donde nadie más la vería, pero no tengo muy claro sobre cómo reaccionarán cuando les diga que vamos a internarnos en la Caída al Infierno sin una razón muy sólida.
— Supongo que será capaz de convencerles de que mil dólares diarios son una razón bastante sólida — le hizo notar Bruno Guinea.
El otro asintió con un leve ademán de cabeza:
— Lo es, a condición de que me garantice que no anda buscando lugares en los que plantar coca… — Su tono cambió y se hizo claramente amenazante—. Si sospecho que se trata de un negocio relacionado con la droga no saldrá vivo de allí, no por una simple cuestión de ética, sino porque tenemos la triste experiencia de que cuando los narcos invaden un determinado territorio, la presión policial nos impide trabajar. Éste es un país muy pequeño, cada día quedan menos lugares auténticamente vírgenes, y lo que nos interesa es que continúen como están… ¿Me ha entendido?