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— Entiendo.

— Confío en que lo entienda en toda su amplitud y en todos sus matices para que tenga muy claro en qué se está metiendo y no me venga luego con beberías. Esto no es ningún juego de «guaguas».

— ¿Juego de qué?

— Juego de «guaguas».

— ¿Y eso qué significa?

— Juego de niños. Aquí un «guaguas» es un niño, ¿o es que aún no se había enterado?

— No — admitió su interlocutor un tanto confundido—. Tengo entendido que en Canarias una guagua es un autobús, pero nunca lo había oído refiriéndose a un niño.

— ¡Al fin y al cabo qué carajo importa! — exclamó impaciente el guaquero—. Lo que quiero es que tenga muy presente que éste no va a ser un paseo por el prado y que el peligro puede llegar de donde menos se espera.

— ¿Es que nunca se cansan de repetírmelo?

El otro se puso en pie dando por concluida la conversación al tiempo que exclamaba:

— Por lo que a mí respecta, punto en boca. Si me entrega veinte mil dólares de adelanto, pasado mañana al amanecer vendré a buscarle y que sea lo que Dios quiera. De lo contrario aquí se acaba la historia.

Partiendo desde la misma espalda del hotel Quito, una carretera asfaltada descendía serpenteando hasta el diminuto pueblo de Pifo, y luego, atravesando el hermosísimo valle, un viejo camino empedrado comenzaba a ascender muy suavemente hacia las altas cumbres andinas.

A la derecha, a lo lejos, el majestuoso Cotopaxi mostraba su inconfundible cono de volcán perfecto, y más distante, ahora a la izquierda el eternamente nevado Cayambe les recordaba que justo por su cima cruzaba la línea equinoccial.

Se vieron obligados a atravesar por un estrecho puente que salvaba un riachuelo encajonado y rugiente, río aún de la vertiente occidental de la cordillera, y que en su corto recorrido acabaría desembocando en el relativamente cercano océano Pacífico.

A partir de ese punto el sendero se volvía cada vez más empinado, por lo que Bruno Guinea empezó a advertir que allí, a más de tres mil metros de altitud, el oxígeno comenzaba a faltarle y cada vez se le hacía más difícil respirar.

Atravesaron pequeñas plantaciones saludando al pasar a silenciosos indígenas que se sentaban a las puertas de sus míseras cabanas, y que parecían sorprender se por la presencia en sus remotas soledades de un extranjero de piel clara, y dos horas más tarde alcanzaron los temidos páramos del Guamaní, tierras batidas por el viento, y en las que la expedición de Orellana perdió en su día a un centenar de nativos de las tierras costeñas, vencidos por el intenso frío.

Cercana ya la cota de los cuatro mil metros poco había que ver, más que la grandiosidad del paisaje, puesto que la vegetación era rala y escasa pese a que para los botánicos probablemente ofrecería elementos de interés poco comprensibles para un lego en la materia.

Le llamó, no obstante, la atención la presencia de un incontable número de diminutos colibríes, puesto que siempre había asociado su habitat a las selvas húmedas y cálidas y resultaba sorprendente su presencia en un lugar en el que helaba todas las noches.

De igual modo le desconcertó la presencia de miríadas de sapos que se cruzaban continuamente en su camino, saltando, no con la agilidad con que siempre les había visto hacer, sino más bien con gestos cansinos, como si transportaran un peso insoportable a sus espaldas, o una fuerza invencible les impidiera elevarse.

Aparte de ello tan sólo distinguió a lo lejos algún que otro tapir velludo, media docena de venados de color rojizo, y un curioso oso de anteojos, el escurridizo «cucumarí», tan escaso ya, que según Galo Zambrano se encontraba en trance de extinción.

Al caer la tarde, y tal como solía suceder casi a diario, comenzó a llover torrencialmente sobre el páramo por lo que se vieron obligados a buscar precario refugio en un desvencijado chamizo en el que el Cantacla-ro cayó al instante rendido por la fatiga mientras su acompañante se entretenía en encender un pequeño fuego utilizando para ello piedras de carbón que previsoramente había traído consigo.

Evidentemente aquélla era una difícil ruta alejada de todas las vigilancias policiales que el desconfiado guaquero acostumbraba a hacer con cierta frecuencia, por lo que sabía muy bien que sin ese carbón difícilmente conseguirían soportar las bajas temperaturas de tan inhóspita región.

A media mañana del día siguiente alcanzaron El Paso, en el que una virgen de piedra parecía pretender proteger a los escasos viajeros, y un desconchado mojón recordaba que allí, a cuatro mil cien metros de altitud, concluía la provincia de Pichincha y daba comienzo al desconocido Oriente Ecuatoriano de los profundos abismos y las impenetrables selvas.

Aquélla era sin duda la auténtica puerta de una Amazonia que se extendía por casi siete mil kilómetros de agua y jungla hasta las mismísimas playas del Atlántico.

Sobre sus cabezas, el Antisana, de más de cinco mil setecientos metros de altura impresionaba por su abrupta configuración, tan inaccesible que tan sólo una expedición había sido capaz de coronarlo, pese a que tanto el explorador francés La Condamine, como mucho más tarde el famoso Humboldt, lo intentaran a riesgo de perecer en el intento.

Cuando las nieves del Antisana quedaron al fin a sus espaldas, la tierra comenzó a descender abruptamente, y aunque Bruno Guinea viniera soñando ya con semejante descenso, no resultaba en absoluto cómodo pese a que el cambio de paisaje, vegetación e incluso temperatura le insuflaran nuevos ánimos.

Era largo y pesado el camino, advirtiendo cómo a cada paso el mundo parecía transformarse de tal modo que se podría pensar que los árboles acudían en su busca, pues cada metro que avanzaban era un metro que perdía el páramo y ganaba la selva.

A partir de allí se veían obligados a seguir los senderos del agua, y esa agua sería ya siempre su fiel compañera, la que les guiaba y les abría paso, puesto que de las eternas nieves del Antisana y mil picachos más nacía esa agua que se desgranaba, primero en diminutas cataratas y más tarde en bravias torrenteras que se desplomaban hasta la aún lejana cuenca amazónica por la que se desperezarían dulcemente hasta el mar.

Almorzaron frugalmente a orillas de la laguna de Papallacta, sin duda uno de los lugares más paradisíacos imaginables, a media distancia entre las frías cumbres y los calientes valles, rodeada de frondosos árboles, flores de mil colores y un silencio que obligaba a pensar que así debería haber sido el mundo en sus comienzos.

— ¿Cómo se encuentra? — quiso saber entonces Galo Zambrano, que hasta aquel momento apenas había abierto la boca consciente de que una sola palabra hubiera bastado para agotar definitivamente a su exhausto acompañante.

— Como si me hubiera pasado por encima una manada de búfalos.

— Pues lo peor aún está por llegar, aunque por suerte para usted vamos ya de cara a tierras bajas.

— Es la falta de oxígeno lo que me está matando.

— Lo sé. Son pocos los europeos capaces de cruzar esos páramos, y de lo que puede estar seguro, es de que tiene un corazón a prueba de bomba. Si no le reventó esta mañana dudo que lo haga nunca.

— Hubo un momento en que pensé que se me escaparía por la boca.

— Ya me di cuenta.

— ¿Y qué hubiera hecho?

El guaquero aventuró con un leve gesto la diminuta aldea que se distinguía al fondo del valle.

— Recoger a mi gente y aprovechar el viaje intentando localizar alguna tola en las laderas del Antisana. Años de experiencia, y el olfato me dicen que ahí arriba se oculta alguna de las tumbas de niños que los antiguos sacrificaban a los dioses. Ésas, y las de los curacas, suelen ser las más abundantes en joyas.