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— Visto así, sí… — admitió el viejo.

— Es que es la única forma de verlo. Estoy de acuerdo en que desde el momento en que localice a ese animal no podré volverme atrás, pero usted estará de acuerdo conmigo en que tendrá que esperar para cobrar su premio. Hasta que el cáncer haya desaparecido de la faz de la Tierra, mi alma seguirá siendo mía.

— Se está volviendo un astuto negociador.

— Tengo el más experimentado de los maestros.

— Eso es muy cierto. Tal vez resulte divertido mantener largas discusiones más adelante. Allá abajo están todos tan acojonados que no se puede ni hablar con ellos. Hombres muy inteligentes y que fueron realmente grandes en vida, se han convertido ahora en tristes guiñapos balbuceantes… — De improviso los ojos cobraron vida, como si se hubieran desprendido del glauco velo que los ocultaba, y su dueño añadió sonriente —: Creo que resultará una divertida experiencia contar con un huésped que no esté allí por méritos propios y cuya conciencia continúe intacta.

— Pues a mí maldita la gracia que me hará.

El viejo Huasi dejó escapar una nueva carcajada.

— ¡Lo supongo! — exclamó—. Pero lo cierto es que jamás me ha importado lo que piensen o sientan los demás… — Hizo un gesto hacia el extremo de una de las embarradas calles—. Y ahora es mejor que se vaya — dijo—. La gente del pueblo está volviendo.

Bruno Guinea se volvió hacia el punto indicado y advirtió cómo, efectivamente, al poco hacían su aparición una treinta de hombres y mujeres al frente de Jos cuales se encontraba Galo Zambrano.

Se dirigió hacia él.

— ¿Dónde estaban? — quiso saber…

El otro hizo un indeterminado gesto hacia una montaña cercana.

— Allá arriba… — dijo—. Los lugareños han encontrado unos restos muy prometedores y estábamos analizándolos… Tal vez, cuando todo esto acabe, volvamos a investigar a fondo.

— ¿«Investigar a fondo» significa «saquear»?

— ¿Y a quién le importa…? — fue la respuesta—. Puede tener por seguro que ningún científico se molestará nunca en rebuscar en ese lugar. Existen cientos de yacimientos semejantes a todo lo largo y ancho del país, y nadie les hace ni puñetero caso. Si nosotros no los sacamos a la luz, seguirán donde están durante mil años más.

— ¿Y qué tiene eso de malo?

— ¿Y qué tiene de bueno? — replicó el guaquero con sorprendente rapidez—. Un tesoro bajo tierra es como una vaca sagrada de la India: no beneficia a nadie. Si lo encuentro me beneficiará a mí, y a quien lo compre, que podrá disfrutar de un hermoso objeto del que ahora tan sólo disfrutan los gusanos.

El Cantaclaro llegó a la conclusión de que no merecía la pena empantanarse en una inútil discusión que no conduciría más que a provocar una situación incómoda, puesto que resultaba evidente que si había aceptado viajar en compañía de salteadores de tumbas, carecía de fuerza moral para criticar sus métodos.

— ¡De acuerdo! — dijo limitándose a encogerse de hombros—. ¿Cuándo nos vamos?

— ¡Ya!

Habían alcanzado la puerta del «hotel», y lo primero que hizo el ecuatoriano fue entregarle una especie de esterilla de poco más de metro y medio de ancho y dos de largo fuertemente enrollada y atada con una correa que permitía colgarla a la espalda.

— ¡Cuídela! — ordenó secamente—. Si la pierde es hombre muerto.

— ¿Y eso?

— Ahora no tengo tiempo de explicárselo, pero recuerde que compartiremos con usted el agua, la comida y todo cuanto haga falta… ¡Todo menos esto!

— ¡Pues sí que estamos buenos…! — exclamó el Cantaclaro visiblemente confuso—. ¿Desde cuándo un puñado de cañas puede ser más importante que el agua o la comida…?

Su interlocutor se limitó a hacer un gesto hacia el extremo del pueblo al tiempo que replicaba:

— Desde el mismo momento en que nos internemos en esa selva.

Avanzaron a buen ritmo durante unas cuatro horas, siempre precedidos por media docena de lugareños que transportaban pesados bultos sujetándoselos a la frente por medio de anchas cintas, y a Bruno Guinea le admiró la rapidez y agilidad con que se movían por entre la espesura, con un paso tan vivo y saltarín que incluso le costaba trabajo imitar pese a no cargar más que con su ligera esterilla.

A medida que el sendero descendía serpenteando sinuosamente, los árboles ganaban altura hasta que al fin llegó un momento en el que el azul del cielo desapareció vencido por el verde de las lianas y las hojas, y no volvieron a verle hasta que alcanzaron el borde de un angosto barranco que parecía cortar en dos la Tierra como si el afilado y gigantesco machete de un cíclope se hubiera entretenido en abrirla al igual que se pudiera abrir, de un solo tajo, una sandía.

El fondo de la recta cicatriz permanecía en sombras a más de mil metros bajo ellos, tan cerrado por la espesa vegetación que nacía a uno y otro lado que resultaba imposible determinar si algún cauce de agua corría allá abajo en una u otra dirección.

De tanto en tanto, ululaba el viento, jugando a imitar voces humanas al rozar con los salientes de las rocas, y cuando al poco distinguieron en la distancia un frágil puente de tablas y cuerdas que se balanceaba como un poseso, al Cantaclaro ni tan siquiera le cruzó por la mente la idea de que alguien tuviera la más remota intención de atravesarlo.

Pero, para su desgracia, aquél era, al parecer, su punto de destino.

— ¡Aquí está! — fue lo primero que exclamó Galo Zambrano al detenerse justo a la entrada, con el altivo tono de quien se siente orgulloso de algo propio — «el Puente de la Espada», el último vestigio de civilización a las mismísimas puertas de la Caída del Infierno.

— ¿«Civilización»? — Se asombró con apenas un hilo de voz el aterrorizado Bruno Guinea—. ¿Se atreve a considerar esto una muestra de «civilización»?

— ¡Por supuesto…! Este puente es una auténtica obra de arte, y una clara prueba de la capacidad de sacrificio y el valor de una raza. Seis obreros desaparecieron allá abajo mientras se construía, pero desde entonces, y de eso hace ya más de cien años, tan sólo cinco viajeros se han despeñado. — Se encogió de hombros como si pretendiera evitar responsabilidades al puntualizar —: ¡Bueno! Cinco… que se sepa.

— ¡Hermoso consuelo!

— Y aún más hermoso si tiene en cuenta que las crónicas de la época aseguran que por este mismo barranco se precipitaron más de cuarenta componentes de la expedición de Orellana…

— No puede ni imaginar cuánto me anima…

— ¿Quiere saber por qué le llaman «el Puente de la Espada»?

Sin aguardar respuesta extrajo de su mochila unos viejos prismáticos, los enfocó hacia un punto al lado opuesto del talud, y al poco se los tendió a su acompañante.

— ¡Fíjese en aquello! — dijo—. A unos treinta metros por debajo del enganche del puente, junto al salien-, te de roca… ¿Qué es lo que ve?

El español tomó los prismáticos, buscó el lugar indicado, y al poco alzó el rostro un tanto sorprendido.

— Parece la empuñadura de una espada — admitió.

— Es la empuñadura de una espada toledana perteneciente a uno de los capitanes de Orellana. El pobre hombre resbaló cayendo al abismo, y su espada se incrustó de tal forma en una hendidura del muro, que nadie ha sido capaz de extraerla pese a que muchos lo han intentado. Cuenta la leyenda que el cadáver de su dueño permaneció varios meses colgando de ella.

— ¡Qué historia tan macabra!

— La espada ha quedado ahí como clara advertencia de que por ningún concepto se debe pasar de este lugar.

— Pero por lo visto haremos caso omiso de tal advertencia…

— Usted paga por eso.

— ¡Debo estar loco!

— Nunca lo he dudado… — Galo Zambrano hizo un gesto hacia el barranco para inquirir con una leve sonrisa —: ¿Se decide? Le recuerdo, una vez más, que aquí se acaba lo bueno.