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— ¿«Bueno»? ¿Qué es lo que ha habido de bueno hasta el momento?

— Tampoco ha sido tan malo, digo yo. Apenas algo más que un pequeño paseo por la montaña — indicó con la barbilla hacia el otro lado—. Pero eso de ahí es muy distinto — añadió—. A partir del puente hay que echarle muchos cojones…

— ¿Y qué ocurrirá si no me atrevo a cruzar?

— Que habrá perdido su dinero. Uno de mis hombres le acompañará de regreso a Quito y yo me concentraré en averiguar qué ocultan las ruinas que me enseñaron esta mañana.

— Está deseando hacerlo, ¿no es cierto?

— Es posible…

— Para usted sería una jugada perfecta ya que habría organizado una expedición ilegal con el dinero de un gilipollas que se acojonó a las primeras de cambio.

— ¡Mejor aún! — le corrigió el otro evidentemente divertido—. Se trataría de una expedición ilegal financiada con el dinero de un casino, y eso siempre tiene algo de morboso, ¿no cree? — El ecuatoriano le golpeó afectuosamente en el hombro con un ademán impropio de un personaje por lo general tan respetuoso y circunspecto—. ¡Pero no se preocupe! — añadió—. Eso no va a ocurrir, porque estoy convencido de que atravesará ese puente.

— Yo no estoy tan seguro… — fue la respuesta—. ¡Observe cómo se balancea! ¿Quién coño puede soñar en pasar por ahí sin matarse?

— Eso ya se está solucionando… — replicó el guaquero al tiempo que señalaba hacia uno de los lugareños que había comenzado a adentrarse en el puente atado a la cintura por dos largos cabos de cuerda cuyos extremos sujetaban con fuerza sus compañeros—. En menos de media hora habrá dejado de balancearse.

El Cantaclaro prestó atención, impresionado por la desmesurada muestra de valor de que hacía gala el esquelético indígena que avanzaba muy despacio y aferrándose con tremenda fuerza a las barandillas de cuerda con el fin de evitar que el viento lo elevara como una pluma para acabar lanzándole al fondo del abismo.

Cuando hubo llegado, ¡casi milagrosamente! al centro mismo del puente, se sentó a horcajadas, se sujetó con las piernas como un jinete que estuviera tratando de domar a un caballo demasiado brioso, y comenzó a atar las cuerdas que le sujetaban por la cintura, a las argollas que colgaban de uno y otro lado de la más ancha de las tablas.

Cuando lo hubo conseguido alzó el brazo y sus compañeros tensaron desde la orilla las largas sogas sujetándolas a gruesos árboles que se encontraban a unos veinte metros de distancia.

De ese modo, bridado por la derecha y por la izquierda, el balanceo del puente disminuyó de forma notable, por lo que el resto de la expedición se dispuso a cruzarlo.

No obstante, cuando tan sólo dos de los porteadores se encontraban ya al otro lado, Galo Zambrano alzó la mano deteniendo al resto al tiempo que se volvía a Bruno Guinea.

— Ahora le toca a usted — dijo—. Resultaría estúpido que cruzáramos si el que les paga no se decide a hacerlo. Ahí enfrente no se nos ha perdido nada a nadie.

La respuesta sonó casi infantil.

— Es que tengo miedo.

— ¿Y quién no? — replicó el ecuatoriano con desconcertante naturalidad—. El hecho de vivir a estas altitudes puede que evite tener vértigo, pero no tener miedo. Más bien al contrario, puesto que has visto precipitarse a tantos compañeros al abismo que tienes plena conciencia de la magnitud del peligro. Pero le recordaré un viejo dicho locaclass="underline" «El miedo es el único enemigo que vence sin armas.»

El español le dirigió una acusadora mirada de reproche al replicar:

— En estos momentos tengo la mente tan en blanco que no me siento capaz de entender qué carajo quiere decir con eso.

— Quiero decir que un río ahoga, un jaguar devora, una serpiente envenena o un abismo engulle, pero el miedo es tan sólo una palabra que a la larga provoca más muertes que los ríos, los abismos, los jaguares o las serpientes… — Dirigió la mirada al frente—. Ese puente no parece demasiado seguro, lo admito, pero si se cae, le habrá matado el miedo, no el puente.

— ¿Y qué más da quién me mate si al fin y al cabo acabo en el fondo del precipicio? — quiso saber el Can-taclaro.

— A mí no me daría igual morir por cobardía o porque el destino me jugó una mala pasada… — replicó Galo Zambrano convencido de lo que decía—. Pero no es momento de chachara que a nada conduce, sino de tomar decisiones. ¿Cruza o no cruza?

Tenía razón el guaquero y el miedo puede llegar a convertirse en el más poderoso de los enemigos, puesto que paraliza de tal forma a su víctima, que su mente se siente incapaz de emitir los impulsos necesarios para que el cuerpo reaccione.

El terror colapsa el cerebro e incluso detiene de golpe los latidos del corazón, y bloqueado por el pánico en mitad del precipicio, azotado por el viento, ensordecido por sus aullidos, mareado por el balanceo e incapaz de abrir las manos que se aferraban como garfios a las viejas cuerdas deshilachadas, Bruno Guinea experimentó un irrefrenable deseo de lanzar un desesperado alarido y dejarse arrastrar sin oponer resistencia a un oscuro abismo que le atraía con la fuerza de un imán.

— ¡No mire hacia abajo! — oyó que le gritaban—. No mire hacia abajo. ¡Mire al frente! ¡Mire al frente!

¡Qué fácil resultaba decirlo desde la seguridad de la orilla!

Pero qué difícil obedecer desde donde se encontraba.

Transcurrió un minuto.

Pero no fue un minuto.

Fue toda una eternidad.

Otro minuto.

Y otra eternidad.

No acertaba a dar un solo paso hacia adelante.

Pero más incapaz se sentía de retroceder.

— ¡Mire al frente! ¡Mire al frente!

Alzó la vista. El corte que dividía en dos la Tierra se abría ante sus ojos, y muy a lo lejos, visible únicamente desde el punto en que se encontraba, distinguió la majestuosa silueta de un altísimo volcán que lanzaba al cielo un penacho de humo blanco.

Parecía surgir de la verde selva como un desafío a cualquier lógica, tal vez incongruente tan alejado de sus hermanos de las agrestes cumbres de la cordillera, pero infundía una especie de contagiosa serenidad que tuvo la virtud de conseguir lo que no conseguían los gritos de los guaqueros.

Ya en la orilla opuesta, y cuando a los pocos minutos Galo Zambrano se dejó caer a su lado, inquirió:

— ¿Cómo se llama ese volcán?

— Sangay.

— Tengo la impresión de que me ha salvado la vida.

— En ese caso no habrá hecho más que cumplir con su obligación.

— Expliqúese.

— Los indígenas aseguran que esta jungla es como un mar en el que los viajeros acostumbran a perderse… — continuó el ecuatoriano—. Pero cuando están a punto de desesperar sin conseguir orientarse, basta con subirse a un árbol y buscar al Sangay, que con su eterna columna de humo es como el mayor de los faros en mitad del océano. Cuenta la leyenda que Sangay Chimé era una hermosísima princesa cuzqueña que junto a su esposo, el valiente general Cayambe, desafió al todopoderoso inca por salvar a su pequeña hija, Tunguragua, que había sido elegida por los sumos sacerdotes para ser sacrificada a los dioses. En su memoria se dio nombre al volcán que salva a los viajeros… — Dirigió a su acompañante una severa mirada con la que al parecer pretendía fulminarle para añadir —: Pero no hemos llegado hasta aquí para hablar sobre mitología incaica, sino para buscar algo, y creo que ha llegado el momento de aclarar qué es lo que estamos buscando.

— ¿Por qué insiste? — replicó en tono impaciente su interlocutor—. Nunca he tratado de engañarle. Continúo sin saberlo.

— ¡Santo cielo!

— ¿Cree que le miento?