— ¡Ojalá me mintiera…! — La exclamación sonaba totalmente sincera—. Si lo estuviera haciendo significaría que al menos alguien tiene alguna idea sobre lo que hacemos aquí y no andaríamos todos a ciegas.
— ¡Pues lo lamento, pero así es!
— ¡Bien! — admitió el ecuatoriano—. Creo que por hoy ya hemos tenido suficientes emociones. Pasaremos la noche aquí, y que mañana sea lo que Dios quiera… Ordenó encender un fuego que era más el humo que el calor o la luz que proporcionaba, y en cuanto cerró la noche, a las seis en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, tal como correspondía durante todos los días del año a una región que aún cabalgaba sobre la línea equinoccial, cenaron frugalmente y se dispusieron a pasar su primera noche en pleno corazón de la Alta Amazonia.
— Aquí es donde entran en juego las esteras… — señaló al poco el guaquero—. Y tenga muy presente de que las use o no correctamente puede depender su vida… Envuélvase en ella como si se tratara de un rollito de primavera.
— ¿Un qué?
— Un «rollito de primavera». ¿Nunca ha comido en un restaurante chino? — Ante el mudo gesto de asentimiento añadió —: Pues eso es lo que tiene que hacer: envolverse dejando visibles únicamente las botas y el sombrero de tal forma que ni un solo centímetro de su piel quede a la vista.
— ¿Tantos mosquitos hay?
— ¿Mosquitos…? — Se sorprendió el otro—. Sí, claro que abundan los mosquitos. Y las serpientes, las arañas y los escorpiones… Pero ¿quién piensa en ellos? Es por los murciélagos.
— ¿Ha dicho murciélagos?
— ¡Exactamente!
— ¿Está tratando de tomarme el pelo?
— ¡Qué más quisiera yo! — exclamó su interlocutor con absoluta honestidad—. ¿Acaso no ha oído hablar nunca de los murciélagos vampiro?
— Siempre creí que se trataba de un cuento infantil.
— ¡Escuche, amigo mío…! — puntualizó el otro inclinándose levemente hacia adelante—. El «Desmodus Rotundus», que así es como doña Cecilia asegura que se llama, y jamás se me podrá olvidar ese enrevesado nombre, es un «murciélago hematófago», es decir, que únicamente se alimenta de sangre.
El Cantaclaro le observó estupefacto y no pudo por menos que exclamar alarmado.
— ¡No me joda!
— Nada más lejos de mi ánimo, y puede creerme si le juro que éste es el lugar del mundo en que más abunda, puesto que anida en las profundas cuevas de esos barrancos.
— ¿Y de la sangre de quién se alimentan, porque en todo el día no he visto un puñetero animal?
— En cuanto oscurece se dejan caer hasta la llanura amazónica donde atacan a cuanto bicho viviente se pone a su alcance. Luego, poco antes del amanecer permiten que las corrientes de aire que comienzan a ascender por las laderas de la cordillera les traigan de regreso a casa, donde se pasan el resto del día durmiendo.
— ¿Y pueden matar a una persona?
— De un solo ataque, no. Pero como van expulsando la sangre al tiempo que la tragan, extraen casi medio litro de un golpe, por lo que al día siguiente su víctima se encuentra muy debilitada.
— Pero bebiendo mucha agua esa sangre se repondrá fácilmente.
— No, si son varios los vampiros que han atacado al mismo tiempo. Y hay que ser muy fuerte para conseguir recuperar las fuerzas cuanto te han atacado varias noches seguidas.
— ¿Por qué no me había hablado de esto?
— Porque no me lo preguntó.
— ¿Y cómo iba a preguntarle sobre algo sobre cuya existencia no tenía la más remota idea?
— Lo ignoro, pero desde el primer momento le advertí que nos adentraríamos en la región más peligrosa del planeta, y al fin y al cabo los vampiros no constituyen más que uno de tantos peligros. — El guaquero se encogió de hombros como si cuanto decía careciera de importancia—. Y le garantizo que el hecho de que le chupen un par de litros de sangre no es lo más grave que puede ocurrirle, a no ser que al mismo tiempo le inyecten la rabia.
— ¿La rabia…? — repitió su abatido acompañante con apenas un suspiro—. ¿Se refiere a la rabia de los perros?
— De los perros, los gatos, las vacas, los caballos, los jaguares, y sobre todo, de los miles de monos que habitan a orillas del Napo, y que constituyen la principal fuente de alimentación del puñetero «Desmodus Rotundus» de los cojones.
— Me niego a creerlo.
— Como quiera, pero un hermano de mi madre dedicó media vida a desmontar la selva con el fin de levantar una explotación ganadera cerca de Puyo, se gastó una fortuna importando las mejores vacas desde Estados Unidos, pero a los tres años esas malditas ratas voladoras le habían contagiado la rabia a todos sus animales.
— ¿Y qué hizo?
— Pegarse un tiro.
— ¿Por qué aquí todo lo solucionan por la tremenda? — se lamentó el Cantaclaro—. En mi país su tío se habría limitado a empezar de nuevo en otra parte.
— Porque aquí todo es tremendo… — intervino uno de los hombres de Galo Zambrano, un cholo que respondía al nombre de Arcadio y que hasta ese momento se había limitado a escuchar en silencio al igual que el resto de sus compañeros—. Estamos en la mitad del mundo, en el mismísimo corazón de la Cordillera Real, y por lo tanto tenemos las montañas más altas, las selvas más espesas, los ríos más caudalosos, los abismos más profundos e incluso los viejos más viejos. Mi abuelo ha cumplido más de cien años y aún trabaja en el campo todos los días.
— ¿Y a qué atribuye tanta longevidad?
— A que nació en mil ochocientos noventa y ocho — replicó con sorna el otro, aunque de inmediato cambió el tono—. ¡No! La verdad es que en mi pueblo todo el que no muere de accidente suele pasar del siglo en perfecto estado de salud. Constantemente nos visitan científicos de todo el mundo, pero aún no han conseguido determinar por qué razón casi nunca enfermamos.
— ¿Ni siquiera de rabia?
— De rabia sí, naturalmente — admitió el cholo—. Pero en mi pueblo no se suelen dar casos de rabia porque está a la orilla de una laguna, y los murciélagos que han cogido la rabia huyen del agua.
— ¡Curioso! ¿Está muy lejos su pueblo?
— A un día de marcha hacia el sur.
— Me gustaría visitarlo.
— ¡Será en otra ocasión…! — intervino Galo Zambrano dando por concluida la charla—. Ahora es tarde y mañana nos espera una jornada muy dura…
Probablemente el guaquero tenía razón y el día siguiente sería muy duro, pero lo que resultó evidente, es que aquélla fue, sin duda alguna, la noche más dura que había pasado Bruno Guinea en toda su vida.
Convertido en un rollito de primavera, incapacitado para mover un solo músculo y con las cañas, del grueso de un dedo, clavándosele en la espalda, se sentía como un difunto encajonado en un ataúd demasiado estrecho; un auténtico muerto viviente que ni siquiera conseguía respirar a pleno pulmón.
Docenas de mosquitos zumbaban junto a sus oídos, algunos le picaban sin que tuviera otra posibilidad de defenderse que restregarse la cara contra la estera, los ronquidos de sus compañeros de viaje le desvelaban, y el ulular del viento en el acantilado tenía la virtud de ponerle los vellos de punta.
Evidentemente aquello era el infierno.
Ni fuego eterno, ni calderas de aceite hirviendo, ni hierros al rojo desgarrando la carne.
Bastaba con una simple estera y un millón de mosquitos sedientos de sangre.
A media noche abrigó el convencimiento de que acabaría por volverse loco.
Una hora después se encontraba al borde de un ataque de histeria.
Cuando llegó a la conclusión de que por más que lo intentara no lograría conciliar el sueño, giró sobre sí mismo en busca de la libertad.
Pocas cosas le habían hecho tan feliz en esta vida como sentarse junto al fuego pudiendo mover a su antojo los brazos y las piernas.