El cholo Arcadio hizo un gesto hacia lo alto, indicando al grupo de cóndores que trazaban amplios círculos a más de mil metros sobre sus cabezas.
— Japutas y cóndores son sus únicos enemigos, o sea que coma sin miedo.
La carne era algo dura pero muy sabrosa, y estaban a punto de concluir lo que constituía a todas luces un auténtico banquete, cuando la niebla les invadió una vez más, como un sudario, y verla avanzar entre unos árboles a los que iba haciendo desaparecer como por arte de
magia impresionaba incluso a unos hombres que estaban desde siempre habituados a convivir con ella, puesto que en semejantes soledades, aquella densa bruma parecía convertirse en la dueña del mundo.
Arrebujados en sus ponchos y con los sombreros calados hasta las cejas, los seis hombres se mantuvieron inmóviles y en silencio, conscientes de que se habían convertido en rehenes de unas nubes que habían decidido trepar por las laderas de la cordillera y allí permanecerían hasta que les apeteciera retirarse como la marea de un caprichoso océano que no se atuviera a ningún tipo de horario.
Intentar avanzar un solo metro en semejantes condiciones significaba arriesgarse a una muerte segura, puesto que era aquella región de barranqueras y precipicios que se abrían sin previo aviso bajo los pies, tragándose al viajero.
Se habían convertido en ciegos en el corazón del Mar Blanco, y en la mente de todos estaba el recuerdo de que por culpa de aquella niebla y aquellos abismos habían muerto cuatro mil de los hombres que acompañaban a Francisco de Orellana, ya que sabían por experiencia que espadas, lanzas, ballestas, cascos y corazas se oxidaban en el lecho de los riachuelos que corrían a cientos de metros más abajo como mudos testigos de que allí se había librado una de las más desconocidas y crueles batallas de la historia.
Recostado en el tronco de un árbol y tiritando de frío, Bruno Guinea entendió al fin, en toda su magnitud, la controvertida teoría de que la mayor hazaña que fueron capaces de realizar quinientos años atrás los conquistadores españoles, no se centró en el hecho de derrotar con mayor o menor grado de astucia a los ejér-
citos enemigos, por muy poderosos que éstos llegaran a ser, sino en domeñar a la más hostil de las naturalezas a que ningún ser humano se hubiera enfrentado con anterioridad.
Resultaba evidente que murieron más valientes abriendo caminos que abriendo cabezas.
Y que se derrochó más coraje avanzando paso a paso y en silencio, que lanzándose a la carga gritando a voz en cuello.
Debieron quedar muchos más cadáveres en el cauce de los oscuros ríos, que en los luminosos campos de batalla.
Durante aquellas largas horas de obligada inactividad, el Cantaclaro trató de imaginar qué clase de pensamientos cruzarían por la mente del tuerto Orellana cuando tanto tiempo atrás tuviera que permanecer de igual modo recostado contra un árbol, viendo morir a su gente y sin tener la más remota idea de dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía.
Trató de imaginar de igual modo lo que significaría para quienes habían cruzado el océano en busca de rápidas victorias tener que permanecer durante más de un año en semejantes soledades, hambrientos y cubiertos de andrajos, por lo que llegó a la dolorosa conclusión de que los auténticos héroes no suelen ser aquellos de los que nos habla la historia, sino aquellos otros a los que por lo general la historia olvida.
Orellana perduraría, en efecto, en la memoria de unos pocos, e incluso un busto en su honor se alzaba en los jardines de un hotel quiteño, pero de casi cuatro mil de sus acompañantes nada más supo nadie, ni a nadie le importó que se apagaran en silencio tragados por la niebla.
Toda la noche llovió torrencialmente.
Y todo el amanecer.
Y la mañana entera.
A la niebla le sucedió una cortina de agua impenetrable, y en cuanto ésta cesó llegó de nuevo la niebla.
De la tierra ascendía un vaho denso, en cierto modo semejante al que se apodera de una sauna en los peores momentos, y por más que aguzara la vista a Bruno Guinea le resultaba imposible distinguir ni tan siquiera la punta de sus botas.
Cabría asegurar que se había quedado solo en mitad del universo, y únicamente la áspera tos del negro Rosario que resonaba de tanto en tanto a su derecha le mantenía en contacto con lo poco que debía subsistir de la especie humana.
Nadie hablaba.
A lo más que se podía aspirar era a maldecir en voz baja, o a inquirir airadamente cuánto tiempo más tendrían que esperar allí sentados.
La respuesta de Galo Zambrano era siempre la misma:
— La puerta está abierta. Márchate cuando quieras.
Ni una palabra más.
Pero ¿hacia dónde podrían dirigirse en mitad de una jungla cruzada por incontables precipicios?
Incluso el más ciego de los ciegos contaría con la ventaja de su experiencia en semejantes circunstancias, puesto que un ciego de nacimiento solía tener un oído y un sentido de la orientación que ninguno de aquellos seis desgraciados había conseguido desarrollar en tan corto espacio de tiempo.
El Cantaclaro evocó una vez más la extraña pesadilla en la que se veía inmerso en una montaña de algodón empapado del que surgían extrañas bestias que pretendían devorarle.
En cuestión de días había pasado a convertirse en dolorosa realidad.
Únicamente faltaban las bestias, aunque era más que probable que también se encontraran allí, aguardando el momento propicio.
Tal vez se tratara de una serpiente venenosa.
Tal vez de una anaconda que le devoraría en silencio.
Tal vez de un jaguar que le arrancaría el corazón de un certero zarpazo.
Tal vez de un murciélago vampiro que le inocularía la rabia.
Siendo aún un niño había visto a un perro morir de rabia, y se esforzó por regresar a sus tiempos de estudiante e intentar recordar cuánto sabía sobre los primeros síntomas de tan cruel enfermedad.
Resultó inútil puesto que tenía el cerebro tan reblandecido, húmedo y en blanco como el espeso manto de nubes que les envolvía por completo.
Agradeció la llegada de la lluvia, puesto que cuando no llovía el silencio se transformaba en un amenazante compañero.
Transcurrió un nuevo día.
Y una noche.
— ¡Volvamos! — dijo alguien.
— ¿Cómo?
— Volviendo.
— ¿Cruzando por la región de las japutas?
— Tal vez allí no haya niebla.
— Si ha llegado hasta aquí, también habrá llegado hasta allí.
— ¿Cómo podríamos saberlo?
— Avanzando a ciegas hasta que una de ellas nos muerda los cojones, aunque por lo general las serpientes no acostumbran a asomar la cabeza fuera de sus nidos cuando hay niebla.
— ¿Y eso por qué?
— Porque al parecer son bichos de sangre fría que necesitan calentarse al sol, pero yo no tengo la menor intención de ser el primero en ir a comprobarlo jugándome los huevos… — Se hizo una larga pausa y al final se escuchó irónica una pregunta —: ¿A quién le apetece ir por delante?
— ¡Dios misericordioso!
Bruno Guinea estuvo tentado de confesar a los allí presentes que no era cosa de Dios sino de un diabólico ser que se complacía en mantenerle muy quieto y con tiempo más que sobrado para reflexionar sobre lo que estaba sucediendo, y sobre lo cerca que se encontraba de dar el definitivo paso hacia una eterna condenación, pero se abstuvo de hacerlo.
Habían llegado al lugar indicado, la auténtica Caída al Infierno por no decir el infierno mismo, y quizá aquella desesperante inmovilidad, aquella desolación, y aquellos larguísimos períodos de dolorosos silencios, constituían la esencia del castigo que habría de sufrir durante los próximos mil años.