— Cinco machos y cinco hembras serían perfectos.
— ¡De acuerdo! Sólo existe un problema.
— ¿Y es?
— Usted… — El guaquero sonrió maliciosamente al puntualizar —: Nosotros estamos acostumbrados a movernos por estas selvas, y sabemos cómo subir y bajar por los acantilados sin rompernos la crisma, pero si tenemos que cargar con un señorito de ciudad que además tiene vértigo, y perdone el atrevimiento, andaremos bastante jodidos…
— En eso estoy totalmente de acuerdo… — admitió de inmediato el Cantaclaro—. Ya me he dado cuenta de que aquí no soy más que un estorbo. ¿Qué es lo que propone?
— Que nos espere junto al puente, allí donde dejamos el grueso de las provisiones. Le arreglaremos una chabolita para que se sienta a salvo de los murciélagos, y se quedará tranquilito, leyendo un libro, hasta que regresemos con esos diez asquerosos chupasangre.
— No he traído ningún libro.
— Le puedo prestar «Yo, Claudio». ¿Lo ha leído?
— No.
— Es bueno. ¡Muy bueno! Yo diría que incluso apasionante.
«Yo, Claudio» era en verdad un libro muy bueno, «incluso apasionante», pese a lo cual Bruno Guinea raramente consiguió sumergirse por completo en su compleja trama, teniendo como tenía la mente puesta en otra parte.
Sentado durante largas horas a la puerta de un improvisado chamizo construido a base de ramas y cañas fuertemente entrelazadas, intentaba una y otra vez concentrarse en las intrigas palaciegas del astuto emperador y su promiscua esposa, pero una y otra vez su imaginación volaba lejos del libro e incluso del paisaje circundante, agobiado por la evidencia de que ya había dado el paso definitivo, y había caído por tanto en manos del Demonio.
Conocía el secreto.
Abrigaba la casi absoluta seguridad de que aquel diminuto y escurridizo Señor de las Tinieblas, era la bestia que venía buscando, y que probablemente analizando las misteriosas sustancias que componían su sangre, y que sin duda había ido desarrollando a través de miles de años de evolución, conseguiría aislar y sinterizar elementos que tuviesen las mismas características de curación, casi milagrosa, que contenía la cápsula que le salvara la vida a Leonor Acevedo un mes atrás.
¡Un mes!
Tan sólo había transcurrido un mes, y sin embargo en ocasiones le asaltaba la sensación de que toda su existencia anterior carecía de importancia frente al indescriptible cúmulo de acontecimientos que se habían precipitado a lo largo de treinta días, y que hubieran colmado de emociones la vida de cualquier ser humano.
Ningún teólogo que hubiera pasado cien años buscando la verdadera esencia del mal, habría conseguido llegar tan lejos como él había llegado, ni a conocer tan profundamente a Lucifer como él lo conocía.
Pero ¿en verdad lo conocía, o lo suyo no era más que mera presunción?
No era más que presunción sin duda alguna.
Cuatro charlas bajo otras tantas diferentes apariencias no bastaban — ni a él, ni a nadie — para averiguar qué era lo que en verdad se ocultaba bajo aquel ligero barniz de inofensivo aburrimiento.
Malvado y astuto, como sin duda tenía que ser el Ángel Negro que un aciago día se atrevió a enfrentarse al Supremo Creador, la imagen de sí mismo que había venido ofreciendo probablemente nada tenía que ver con su auténtica forma de ser.
En aquellos momentos Bruno Guinea lamentaba profundamente que su escasa o casi nula preparación religiosa, fruto de lo que siempre considero puro agnosticismo, aunque ahora se veía obligado a admitir que se aproximaba más bien al ateísmo, le impidiera enfrentarse a su enemigo con argumentos teológicos más sólidos de los que había ofrecido hasta el presente, lo que ciertamente le hubiera ayudado a desenmascarar sus verdaderas intenciones.
Cuando más meditaba sobre el Ángel Caído, más se convencía de que algo terrible maquinaba, pero, al fin y al cabo nada podía existir más terrible de lo que personalmente le sucedería a partir del momento en que diera al mundo la noticia de que había encontrado la fórmula de acabar con el peor de sus males.
Su único futuro sería ya la eterna condenación.
Durante aquellos días de obligada reflexión, se preguntó a menudo cuál sería la reacción de la comunidad científica internacional a partir del momento en que un desconocido saltara a la palestra asegurando que en la sangre de un murciélago hematófogo de las altas selvas ecuatorianas se ocultaba la solución a la más devastadora de las enfermedades.
Resultaba difícil de imaginar.
A la incredulidad sucedería el asombro en cuanto medio centenar de enfermos terminales reaccionaran tal como había reaccionado Leonor Acevedo, y docenas de auténticos muertos vivientes que agonizaban sin la más mínima esperanza de curación sacaran el pie que ya tenían en la tumba arrojando muy lejos sus blancos sudarios.
El deprimente y tétrico Corredor de las Lágrimas pasaría a convertirse en el Pasillo de las Risas, y la espeluznante mujer de la guadaña no volvería a pasearse a sus anchas por unas oscuras salas en las que no solía aspirarse más que dolor y desesperación.
No más noches de bajar las escaleras a sabiendas de que iba a enfrentarse a la ansiosa mirada de unos infelices moribundos que solicitaban su ayuda sin pronunciar palabra, y no más noches de rabia e impotencia al comprender que un pobre niño se marchaba sin tiempo de aprender a vivir, puesto que no estaba en su mano conseguir que sonriera por última vez.
No más hijos llorando su orfandad; no más padres con la mirada clavada en un muro preguntándose la sinrazón de tan amarga tragedia; no más hermanos agobiados por el peso de la culpa al plantearse si habían hecho cuanto estaba en su mano por salvar al ser querido.
¿Y todo eso a cambio de qué?
A cambio de la condenación eterna de un personaje anónimo que había pasado la mayor parte de su vidas encerrado en un cuartucho repleto de viejos legajos y desconchados microscopios.
Había algo que no encajaba, de eso estaba cada vez más seguro.
Faltaba alguna pieza, ciertamente importante, pero por más que la buscaba no alcanzaba ni siquiera a sospechar de qué pieza del rompecabezas se trataba.
Aquél era, evidentemente, el gran secreto que el Maligno ocultaba, pero empezaba a sospechar que ni siquiera pasándose media vida meditando sobre ello al borde de un abismo y a las puertas de un mísero chamizo en mitad de la jungla, encontraría las respuestas que buscaba.
A ratos llovía.
A ratos un sol de fuego abrasaba la tierra.
A ratos la más espesa de las nieblas acudía a visitarle.
En un par de ocasiones distinguió a un gigantesco y solitario cóndor girando sobre su cabeza probablemente observándole con mirada golosa.
Una mañana incluso consiguió atrapar a una imprudente vizcacha que parecía no haber encontrado mejor refugio que un rincón de la improvisada choza.
Pasó a convertirse en una especie de «paella con conejo al estilo andino» que le supo a gloria pese a que echara de menos el azafrán.
Luego, al tercer día, escuchó pasos en la espesura y al poco hizo su aparición el cholo Ollanta, el cuarto de los hombres de Galo Zambrano, y al que hasta el momentó Bruno Guinea no había oído pronunciar más de media docena de palabras.
Llegó, hizo un mudo gesto de salutación con la cabeza, tomó asiento junto al fuego y extendió las manos buscando calentarse, aunque casi de inmediato se concentró en observar una profunda herida que le sangraba en el antebrazo.
— ¿Qué le ha ocurrido? — quiso saber el Cantaclaro.
— Me mordió una japuta.
— ¡Santo cielo! ¿Y está tranquilo?
La respuesta tardó en llegar, y cuando lo hizo resultó sorprendente: