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Le vino a la mente una inscripción que leyera durante su viaje de novios sobre la puerta de la Prisión de los Plomos en Venecia: CONCLUYE AQUÍ TODA ESPERANZA.

Si por aquel entonces se le antojó lo más terrible que nadie había escrito nunca, ahora cabía considerarlo casi como una broma, puesto resultaba evidente que a cuantos reos encerraron durante siglos en aquel temible presidio les quedaba una remota posibilidad de sobrevivir, o en el peor de los casos la posibilidad de alcanzar el perdón en la otra vida, mientras que a él, ni ésta, ni la otra vida, le ofrecían ya esperanza alguna.

Por si tamaño pesar interior no bastara para amargarle por completo la existencia, unas incontenibles y dolorosas diarreas le estaban colocando al límite de sus escasas fuerzas.

El Cantaclaro había sido siempre un hombre de ciudad, incapaz incluso de beber el agua que salía directamente del grifo, y abandonado a su suerte como le habían dejado en un remoto rincón de la Alta Amazonia, se sentía tan vulnerable como un perro perdido en mitad de una autopista.

Los mosquitos le asediaban, los murciélagos le aterrorizaban, y a cada instante temía que una de aquellas letales japutas surgiera de entre la espesura y le enviara, en cuestión de minutos, a hacer compañía al infeliz Ollanta.

¿Valía la pena sacrificarse de aquel modo?

Una y otra vez rechazó hacerse a sí mismo semejante demanda, no porque se sintiera incapaz de encontrar respuesta, sino porque abrigaba la absoluta convicción de que se trataba ya de una pregunta inútil.

La suerte estaba echada.

Había cruzado el Rubicón.

La batalla estaba ganada y perdida al propio tiempo.

Ganada por todos; perdida por él.

Se encerró en la choza para sumirse una vez más en un profundo sopor del que tan sólo le sacó al fin la suave voz del guaquero:

— ¡Aquí los tiene!

Los observó encerrados en toscas jaulas de caña y se dijo a sí mismo que jamás había contemplado tan de cerca bestias tan repugnantes.

— Ponen los pelos de punta — musitó apenas.

— ¡Pues imagíneselos chillando y revoloteando en el interior de una cueva, y rodeados por miles de congéneres de los que sí transmiten la rabia y que no paraban de jodernos…! — Galo Zambrano lanzó un sonoro gruñido—. Le garantizo que jamás las he pasado más putas y que nos hemos ganado a peso hasta el último centavo.

— Le creo.

— Y lo peor es que el pobre Ollanta ha muerto. Encontramos su cuerpo entre unas matas. Le mordió una japuta.

— ¡Lo lamento! Lo lamento en el alma.

— Era un buen hombre, y aún no entiendo cómo diablos se dejó sorprender.

— ¿Dónde está?

— Donde murió.

— ¿Lo enterraron?

— Es lo menos que podíamos hacer por él, y supongo que le dará igual descansar aquí que en su pueblo.

— ¿Tenía familia?:

— Mujer y cuatro mocosos, pero no se preocupe, les haré llegar la parte del dinero que le corresponde, y con eso podrán sobrevivir una temporada.

— Facilíteme su dirección y me ocuparé de que nunca les falte de nada — señaló Bruno Guinea—. Aún no puedo explicárselo, pero estoy convencido de que ha dado la vida por algo de suma importancia. Estos bichos pueden significar mucho para la ciencia.

— ¿Los necesita vivos?

— ¡Naturalmente!

— Pues usted verá cómo se las arregla… — le hizo notar el guaquero en tono pesimista—. Mi impresión es de que no soportan el cautiverio, y que desde luego no sobrevivirán al frío de los páramos. Aparte de que necesitan su diaria dosis de sangre fresca.

— ¡No me joda!

— Nada más lejos de mi ánimo, pero apenas llevan dos días encerrados y ya los noto chuchurríos y como deslavazados.

— ¿Qué me propone?

— Regresar cuanto antes al pueblo, encerrarlos en una cueva y proporcionarles perros, cerdos o cabras con los que alimentarse, porque puede jurar por sus muertos que no volveremos a cazarlos por ningún dinero del mundo.

— Y que lo digas… — intervino en tono de profundo malhumor el negro Rosario que parecía haber adelgazado diez kilos en tan pocos días—. Es el trabajo más repugnante a que me he enfrentado nunca, y eso que llevo desenterradas más de cuarenta putas momias…

Emplearon el tiempo justo en comer frugalmente guardar en la destartalada choza todo cuanto no valía la pena llevarse pero que podría servirle para algo a «algún loco que algún día se le ocurriera pasar por allí», y apeñas una hora más tarde se encontraban cruzando el puente con el consiguiente pánico por parte del Cantaclaro.

De nuevo en la diminuta aldea, y a falta de una cueva apropiada decidieron soltar a los murciélagos en la vieja iglesia abandonada no sin antes haber sellado bien todos aquellos resquicios por los que pudieran escapar, proporcionándoles como alimento un rollizo cerdo y dos perros vagabundos que se pasaron gran parte de la noche aullando.

Resultaba difícil conciliar el sueño a sabiendas de que en cuanto dejaran de ladrar y se durmieran caerían en manos de las repelentes bestezuelas, pero era tanto el cansancio y la tensión acumulada, que ni siquiera tan lúgubres lamentos consiguieron mantener despierto al agotado Bruno Guinea.

A la mañana siguiente en el sucio suelo de la vieja iglesia se distinguían varias manchas de sangre, y el más flaco de los perros parecía incapaz de mantenerse en pie.

— Este infeliz no aguanta otro asalto… — sentenció convencido el cholo Arcadio, pero tras observar con detenimiento al gorrino, añadió convencido —: Sin embargo al jodio marrano ni siquiera lo han tocado.

— ¿Y a qué lo atribuye?

— A que se olió la tostada y no llegó a dormirse, o a que tiene la piel demasiado gruesa… — Rió divertido al añadir —: O tal vez se deba al hecho de que esos asquerosos bicharracos son musulmanes y tienen prohibido comer cerdo.

— ¿Qué piensa hacer ahora? — quiso saber Galo Zambrano cuando se encontraron de nuevo en la gran plaza exterior por la que corría un viento frío.

— Volver a Quito y regresar el material que necesito para trabajar aquí, ya que al parecer no puedo sacar de su habitat a los murciélagos.

— Vivos, no, desde luego… — insistió una vez más el ecuatoriano—. No me considero en absoluto un experto en fauna salvaje, pero ese «Señor de las Tinieblas» da la impresión de ser un animalejo extremadamente delicado… — Chasqueó la lengua como si con ello reafirmase su aserto al concluir —: Si tan sólo sobrevive en esta región del planeta por algo será, digo yo.

— Suena bastante lógico.

— ¿Realmente cree que es el bicho que andaba buscando?

— Estoy convencido.

— ¿Y para qué sirve?

— Lo verá en su momento… — fue la evasiva respuesta—. Ahora lo que importa es que sus hombres se queden aquí, cuidándolos, y usted me acompañe a Quito. Les seguiré pagando el precio convenido: mil dólares diarios.

— ¿Sin tener que volver a la selva? — se asombró el otro—. Se van a poner muy contentos…

— Me alegro por ellos, pero el trato únicamente es válido si los bichos siguen vivos.

— Le garantizo que lo estarán aun a costa de su propia sangre… ¿Cuándo quiere partir?

— Ya.

El viaje de regreso fue tan duro y fatigoso como el de ida, pero en esta ocasión Bruno Guinea parecía espoleado por una prisa que parecía a punto de obligarle a expulsar el corazón por la boca a cada paso, por lo que el guaquero se vio en la obligación de aplacar sus ímpetus haciéndole comprender que de nada serviría que se quedase «tieso como un ajo» en mitad del páramo.

— Quito lleva miles de años en el mismo lugar… — dijo—. No va a moverse. Ni esos sucios bicharracos tampoco…