— Supongo que únicamente unas cuantas horas.
— ¡Bien! En ese caso mi secretario le extenderá un cheque por un millón de dólares, y mañana al mediodía le quiero aquí, listo para volar.
— Pero un millón de dólares es demasiado.
— Para alimentar una esperanza, por remota que sea, nada es demasiado.
Galo Zambrano no había volado nunca y en un principio se mostró bastante reacio a la idea de que su bautizo en el aire fuera en un extraño aparato que no le merecía la más mínima confianza.
Bruno Guinea tampoco había volado nunca en helicóptero y tampoco le apetecía en lo más mínimo aventurarse a bordo de uno de ellos por entre los picachos de una peligrosa Cordillera Real siempre agitada por mil vientos contrarios, pero no tardó en llegar a la conclusión de que más valía arriesgarse a un corto mal trago en el aire que a atravesar de nuevo los helados páramos y el agobiante paso del Antisana.
Dedicaron por tanto la mañana a adquirir el material y los víveres que necesitaban, de tal modo que poco antes del mediodía se encontraban de nuevo ante la puerta del prodigioso palacio, en cuyo prado posterior. se distinguía ya la silueta, roja, verde y blanca, de una inquietante máquina voladora.
Horacio Guayas surgió de la casa a los pocos minutos, y parecía incluso más pequeño y frágil que el día anterior, hasta el punto de que cabía sospechar que exhalaría el postrer suspiro antes incluso de que consiguiera volver a poner el pie en tierra firme.
No dijo una sola palabra, como si se esforzara por conservar las escasas fuerzas que le quedaban, y apenas se hubo acomodado en una improvisada camilla, cerró los ojos y se quedó traspuesto, sin prestar la menor atención al fastuoso paisaje que se abría ante él.
El perfecto cono del Cotopaxi constituía, visto desde el aire, un espectáculo ciertamente impactante, y distinguir a lo lejos la silueta de seis volcanes, la cima del Chimborazo y más tarde la altiva silueta del Sangay era algo que sin duda quedaría grabado en la retina del más indiferente de los viajeros por mil años que pasaran.
El pesado y estruendoso aparato se convirtió muy pronto en poco más que una hoja seca entre los dedos del viento; una libélula perdida en la Caída del Infierno, y en determinadas ocasiones en una especie de minúsculo alevín que nadara a ciegas en la inmensidad del Mar Blanco, pero su piloto demostró ser un experto navegante capaz de abrirse paso por entre los picachos y los desfiladeros para ir a posarse al fin, no sin lanzar previamente un largo suspiro de alivio, ante la mismísima puerta de la vieja iglesia abandonada.
Tan sólo entonces Horacio Guayas abrió los ojos para musitar con evidente amargura:
— ¡Fin del trayecto! Y nunca mejor dicho.
Penetró luego con paso vacilante en el cochambroso edificio, para aguzar la vista intentando distinguir a las oscuras bestezuelas que colgaban de las vigas del techo.
Tardó en volver a hablar, pero cuando lo hizo su voz sonaba extrañamente firme:
— Cualquier lugar es malo para exhalar el último suspiro, pero la verdad es que éste parece el peor imaginable.
— Si quiere, podemos…
— ¡Olvídelo! Coloquen una cama aquí justo en el centro y acabemos de una vez.
— Primero tenemos que separar y enjaular a ocho de ellos… — le hizo notar Bruno Guinea—. Con dos que le ataquen será suficiente. Así no correrá peligro de que le desangren y yo sabré cuáles le han mordido exactamente.
— De acuerdo, pero que sea cuanto antes porque me encuentro muy fatigado.
Una hora más tarde, con la noche aproximándose ya con la rapidez que tenía por costumbre desde la infinita llanura amazónica, todo estaba preparado, y resultaba en verdad un espectáculo en cierto modo inquietante y casi cabría asegurar que sobrecogedor, contemplar a la luz de las velas una ancha cama de inmaculadas sábanas blancas destacando justo en el centro de la tétrica nave de paredes mohosas.
Cuando Horacio Guayas se tumbó, recostando con sumo cuidado la cabeza en la almohada, todos los presentes tuvieron la curiosa sensación de que se trataba de la sufrida víctima de un rito satánico que se ofrecía para ser inmolada a las fuerzas del mal, por lo que el Cantaclaro tuvo que rogar a los presentes que les dejaran a solas al tiempo que tomaba asiento en el borde del lecho.
— ¿Cómo se encuentra? — quiso saber.
— Preferiría estar jugando en un casino de Las Vegas… — fue la irónica respuesta—. Pero no puedo quejarme.
— ¿Tiene miedo?
— ¿A esas bestias? — se sorprendió el enfermo—. En absoluto. Mi miedo llega muchísimo más lejos, pero hace tiempo que lo tengo asumido.
Su interlocutor le observó como si estuviera tratando de leer en el fondo de sus ojos, y por último inquirió:
— ¿Está seguro de que quiere continuar?
— ¡Naturalmente! — fue la firme respuesta en la que no se advertía la menor sombra de duda—. Usted tenía razón; esta maldita enfermedad nos vuelve mucho más humanos, pero también algo más divinos… — Tosió repetidas veces, hizo un terrible esfuerzo por serenarse, y por último musitó —: Cuando se han pasado tantas noches de terror como yo he pasado, ¿qué importa una más si confías en que con ello conseguirás que otros no pasen por lo mismo…? Tan sólo quisiera pedirle una cosa…
— Lo que usted diga.
— Si todo esto condujera a alguna parte, y algún día sus teorías tuvieran éxito, intente que mi nombre se recuerde; que el mundo sepa que un pobre cholito ecuatoriano le echó tantos cojones a la muerte como le había echado a la vida, y a buen seguro que constituiría una magnífica carta de presentación a la hora de enfrentarse a un juicio en el que todo cuanto has hecho en esta vida será tenido en cuenta… Y ahora déjeme a solas con ese par de hijos de puta — esbozó una leve sonrisa—. A lo peor les gano la partida y son ellos los que amanecen tiesos.
El Cantaclaro le acarició la frente, le subió el embozo de la sábana, y salió cerrando a sus espaldas para ir a tomar asiento sobre un pequeño muro, al otro lado de la plaza, observando meditabundo la amazacotada silueta de la vetusta iglesia.
A los pocos minutos Galo Zambrano acudió a tomar asiento a su lado.
— ¿En qué piensa? — quiso saber al tiempo que le entregaba un tazón de café hirviendo, puesto que desde las cumbres del Antisana había comenzado a descender un viento inclemente.
— En lo que ese pobre hombre debe estar pensado a sabiendas de que en cuanto se duerma las más repugnantes de las bestias le arrebatarán la escasa vida que le queda.
— Al menos no sufrirá.
— ¿Cómo puede estar tan seguro?
— Porque el anestésico que esos cabrones inyectan le relajará, sumiéndole en un agradable sopor. Sé por experiencia que el Señor de las Tinieblas es de los que esperan durante horas, y resulta inútil que te hagas el dormido. No hay forma de engañarle, y cuando al fin se acerca y te muerde te deja fuera de juego porque al ser tan pequeño necesita alimentarse sin sobresaltos. Cuando al fin te despiertas tienes la impresión de que has estado flotando entre dos aguas.
— ¿Le han atacado muchas veces?
— Más de las que yo quisiera.
— ¿Y cómo lo soporta?
— Haciéndome a la idea de que se trata de un mosquito demasiado grande, pero menos ruidoso, menos molesto y menos feo… ¿Se imagina un mosquito de casi diez centímetros de longitud? Ése sí que sería un bicharraco espeluznante.
— Nunca deja de asombrarme la naturalidad con que se toma estas cosas. A veces creo que incluso le divierten.
El guaquero sorbió sonoramente parte de su café antes de replicar sin dar mayor importancia a sus palabras:
— Las tomo con naturalidad porque son naturales, y forman parte del mundo en que nací. A mí, lo que en verdad me asombra, es el modo en que viven ustedes, en ciudades superpobladas, con vacas locas, fiebre aftosa, Chernobil, síndrome de los Balcanes, mareas negras, hamburguesas, drogas, y no sé qué cuántas cosas más que acaban matando a traición. Leyendo la prensa, escuchando la radio y viendo la televisión, se llega a la conclusión de que la Alta Amazonia, con sus innegables peligros, es casi un jardín de infancia comparado con cualquiera de esas ciudades a las que ustedes consideran «civilizadas». ¡En ellas sí que me sentiría perdido y acojonado!