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— Razón tiene… — se vio obligado a admitir Bruno Guinea—. Su aire es una mierda, su agua está contaminada y su comida envenenada. Los cánceres de todo tipo proliferan como las setas tras la lluvia, y de tanto en tanto oleadas de terror nos obligan a plantearnos qué podemos hacer para escapar a tanta hediondez y podredumbre, pero por lo visto ése es el precio que tenemos que pagar por progresar cada vez más aprisa.

— Pero aun sabiéndolo nunca se detienen.

— ¡No! Lo cierto es que nunca nos detenemos.

— Pues están locos, y le garantizo que prefiero mil veces enfrentarme a los murciélagos vampiros e incluso a las japutas, porque al menos sé cómo carajo hacerles frente.

Durante un largo rato permanecieron en silencio, bebiendo café con la vista clavada en la puerta de la iglesia, hasta que por último el Cantaclaro inquirió:

— ¿Es usted creyente?

— Soy pobre… — fue la curiosa respuesta—. Y a los pobres no nos queda más remedio que ser creyentes. La inmensa mayoría de los ecuatorianos somos tan religiosos porque somos terriblemente pobres.

— ¿Y cómo se explica que considerándose a sí mismo un auténtico creyente se dedique a profanar tumbas?

— Porque, que yo sepa, desde que Cristo resucitó, no ha vuelto a visitar ninguna tumba. Dios está en las almas, no en los cuerpos, y yo lo único que hago es despojar a esos cuerpos de algo que no les sirve para nada, pero que ayuda a mitigar mi hambre.

El viento aulló, tal vez de frío, pero ni Bruno Guinea ni el guaquero se inmutaron porque al fin y al cabo aquel frío no podía ni compararse al que habían sufrido al atravesar los páramos y podría creerse que incluso le agradaba sentir cómo cortaba la cara obligándoles a entrecerrar los ojos.

La luna asomó por encima de la iglesia y se entretuvo en iluminar al único ser viviente que se distinguía en el centro de la plaza: un perro sarnoso que la noche antes había servido de cena a los murciélagos, y que se alejó a toda prisa como si temiese que aquel par de desaprensivos pudieran abrigar la intención de encerrarle de nuevo con tan desagradable compañía.

Cuando el viento amainaba se escuchaba, lejana, la insistente llamada de un mochuelo que no obtenía respuesta a sus demandas amorosas, y cada diez minutos la inconfundible silueta de un enorme murciélago insectívoro surcaba la noche persiguiendo a sus presas.

Pese a estar acostumbrado desde un mes atrás a los días extraños y las noches igualmente extrañas, para Bruno Guinea aquella fría noche andina se estaba convirtiendo en la más inquietante de todas ellas, puesto que aún no había conseguido apartar de su mente el aceitunado rostro de Horacio Guayas destacando sobre la blanca almohada como un condenado a muerte esperando la fatal inyección que habría de sumirle en poco tiempo en el más irrecuperable de los sueños.

Había asistido en infinidad de ocasiones a las últimas horas de un moribundo, hasta el punto de perder la cuenta de a cuántos agonizantes, a menudo demasiado jóvenes, había visto exhalar el postrer suspiro, pero tenía conciencia de que todas las defunciones de las que había sido testigo, ninguna resultaba, ni por lo más remoto, tan impactante como aquella.

Era duro morir, y más aún morir de un mal que va devorando interiormente, pero más terrible resultaba sin duda que la encargada de rematar al condenado fuera una hedionda rata voladora.

Tras un largo silencio, en el que ambos hombres parecían estar rumiando idénticos pensamientos, el ecuatoriano inquirió en su monocorde tono acostumbrado:

— ¿Es cierto que anda buscando una solución al cáncer?

— ¿Quién se lo ha dicho?

— Hablo mal, pero escucho bien… — fue la tranquila respuesta—. Y si ese desgraciado está ahí, dejándose chupar la sangre, debe ser por algo que considere muy importante.

— Ciertamente lo es.

— ¿Acaso espera que contagie la leucemia a los murciélagos?

— La leucemia no es contagiosa.

— Eso tenía oído… — admitió el guaquero—. Y de ahí mi sorpresa. En ese caso, ¿qué espera sacar en limpio de todo esto?

— Determinar en qué condiciones devuelve la sangre el Señor de las Tinieblas, o cómo la metaboliza. Si se alimenta de la sangre de Horacio Guayas y la transforma en una sangre nueva, significa que el jodido «Desmodus Rotundus» es una especie de laboratorio viviente del que podemos aprender muchas cosas.

— ¿Como qué?

— El tipo de defensa que desarrolla y que impide que determinadas células decidan de pronto desquiciarse reproduciéndose de un modo incontrolado hasta el punto de acabar por formar un tumor maligno.

— ¿Lo cree posible?

— Por eso estamos aquí.

Galo Zambrano meditó largamente, encendió una colilla de habano que siempre llevaba en el bolsillo superior de la camisa sin que nadie le hubiera visto nunca estrenar un habano nuevo, con lo que podía llegar a suponer que se aprovisionaba únicamente de colillas, y al poco comentó con aire de suprema satisfacción:

— O sea que si resulta que usted no está más loco que una vaca inglesa, estaré siendo partícipe de una de las más grandes aventuras científicas de todos los tiempos…

— Más o menos.

— ¡Quién me lo iba a decir…! — El ecuatoriano meditó de nuevo y al poco insistió —: Pero lo que no consigo entender es por qué razón se desquician esas malditas células.

— Si lo supiéramos, hace años que habríamos conseguido acabar con el problema — le hizo notar el Cantaclaro—. Precisamente en ese estúpido comportamiento, que a la larga suele acabar con su propia autodestrucción, reside el misterio.

— ¿Quiere decir que de alguna manera las células se suicidan?

— Sería una forma de expresarlo, puesto que para una determinada célula que está «programada» para desarrollar una función muy específica, salirse de la norma establecida constituye ciertamente una forma de suicidio.

— Tal vez se daba a que no se siente capaz de soportar algún tipo de presión exterior…

Bruno Guinea se volvió a observar con cierta sorpresa a su interlocutor para inquirir evidentemente interesado:

— ¿Qué ha querido decir con eso?

— Que es posible que esas células, programadas como usted dice para realizar una función muy específica, se encuentren sometidas de improviso a la acción de elementos extraños a los que no sepan cómo enfrentarse, con lo que acaban por intentar defenderse aumentando de número de forma desordenada sin ser conscientes de que de ese modo rompen el equilibrio del conjunto.

— Es una interesante forma de enfocarlo… — admitió su interlocutor—. Toda enfermedad no es más que una ruptura del equilibrio orgánico, pero en lo que se refiere al cáncer lo difícil es averiguar la raíz de dicha ruptura.

— ¿Si la descubriera encontraría el remedio?

— Sin duda resultaría mucho más sencillo conseguir que las aguas volvieran a su cauce.

— Pues como profano en la materia, lo único que se me ocurre es que cuantos más elementos extraños se presenten, más riesgo de presión existe, y resulta evidente que en el mundo moderno proliferan los elementos extraños.

— Eso es muy cierto, aunque tengo la impresión de que al referirnos a elementos extraños no debemos limitarnos a la agresión de agentes físicos. También influye, y mucho, una prolongada tensión psicológica.