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— Me gustaría poder seguirle en sus razonamientos, pero me temo que hasta aquí llegó mi capacidad de asimilación… — admitió el guaquero con sincera naturalidad—. Jamás pase de la escuela primaria, lo que sé lo sé de oídas, y aunque me considero un tipo curioso, admito que con la curiosidad no basta. — Lanzó lejos lo poquísimo que quedaba de su miserable colilla y se puso en pie desperezándose ruidosamente al añadir —: Y ahora creo que lo mejor será intentar dormir un rato porque tengo la extraña impresión de que nos espera un día muy duro.

El día, más que duro, resultó impactante.

Con la primera claridad del alba, convencido de que los murciélagos habrían regresado ya al más oscuro rincón de la techumbre, Bruno Guinea se decidió a penetrar en la mohosa y maloliente iglesia temiendo enfrentarse al cuerpo sin vida de Horacio Guayas.

Pero contra todo pronóstico aún respiraba.

Poco, pero respiraba.

Su rostro aparecía casi tan blanco como las sábanas, pero mucho más que la almohada que no era en verdad más que una mancha de sangre que aún escurría muy lentamente hasta el punto de que de tanto en tanto una solitaria gota se precipitaba hacia el suelo.

Era una sangre demasiado roja y demasiado líquida.

En buena lógica debería haberse coagulado pero aún continuaba deslizándose por la curva de la almohada, y el Cantaclaro, que tanta sangre había visto a lo largo de su vida, permaneció absorto, como hipnotizado por su brillante color y su textura.

Recogió varias muestras, se cercioró una vez más de que el enfermo continuaba respirando, introdujo su preciado tesoro en un pequeño maletín y se encaminó a la desvencijada habitación del «hotel» que había convertido en improvisado laboratorio.

Dos horas más tarde, Galo Zambrano se lo encontro sentado en una tosca silla, con la vista fija en un punto de la pared y aspecto de encontrarse en otro mundo o en otra dimensión.

— ¿Qué le ocurre? — quiso saber.

— Que continúo sin entender nada… — fue la casi inaudible respuesta.

— ¿Nada de qué?

— Nada de nada… — El español hizo un significativo gesto hacia la colección de tubos de ensayo y cristales enrojecidos que se alineaban junto al microscopio al puntualizar—. Es la sangre más increíble que haya analizado nunca. Contiene la cantidad exacta de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas que hipotéticamente debería contener la sangre de un hombre joven, fuerte y con una salud a prueba de bomba… Más fluida, eso sí, pero absolutamente perfecta.

— ¿Y eso qué significa?

— Que al pasar por el tubo digestivo de ese bicho ha experimentado una inexplicable transformación, puesto que, dado el tamaño del charco resulta evidente que se trata de la sangre de Horacio Guayas.

— ¿Y eso es bueno o es malo?

— Bueno… — fue la respuesta—. Evidentemente muy bueno, ya que me reafirma en la idea de que el Señor de las Tinieblas es en realidad una máquina de purificar sangre a una velocidad inconcebible… — Alzó el rostro hacia su interlocutor—. Necesito que atrape a esos dos… — dijo—. Quiero estudiarlos a fondo.

— Eso está hecho… ¿Qué va a pasar con Guayas?

— No tengo ni idea.

— ¿Cuánto tiempo cree que sobrevivirá? — quiso saber el ecuatoriano.

Su interlocutor optó por encogerse de hombros al replicar:

— ¿Y qué quiere que le diga…? En su estado, y a la vista de la sangre que ha perdido, ya debería estar muerto, pero empiezo a llegar a la amarga conclusión de que todo cuanto he estudiado durante todos estos años ha sido una pérdida de tiempo, puesto que la naturaleza continúa ocultando secretos que van mucho más allá de lo que somos capaces de imaginar… — Se volvió hacia la ventana y señaló con el dedo al exterior—. Hace un rato observaba cómo un colibrí libaba de esa flor y no podía por menos que preguntarme de dónde sacaba la energía suficiente como para mantenerse suspendido en el aire agitando las alas millones de veces al día… — Chasqueó la lengua como si él mismo se admirase de la magnitud de su ignorancia—. En este viaje he visto tantas cosas que empiezo a creer que hasta ahora no había aprendido a mirar.

— Confío en haber contribuido en algo a que entienda nuestro pequeño mundo andino desde otra perspectiva.

— Todo y todos han contribuido… — admitió Bruno Guinea—. Y a menudo me asalta la impresión de que me han colocado ante los ojos un enorme diamante de muchas caras a través del cual veo las cosas de cien modos distintos. La imagen se distorsiona pero de alguna forma esa misma distorsión permite que mi cerebro se haga una idea mucho más clara de cuál es la auténtica realidad.

— ¡Vaina…! — se lamentó el guaquero—. Cada vez que habla usted con tanta sanguaraña me deja alelado.

— ¿Y eso qué es?

— ¿«Sanguaraña»? — repitió el otro—. Es una forma de decir las cosas con tal cantidad de adornos y circunloquios que al final te quedas sin saber si te están preguntando la hora o mentando a la madre.

— Le juro que no le he mentado a la madre… — puntualizó muy serio Bruno Guinea.

— Pero tampoco me ha preguntado la hora… — replicó humorísticamente Galo Zambrano—. Aunque la culpa es mía por meterme en camisas de once varas y preguntar sobre cosas que están fuera de mis entendederas. La gente se muere cuando suena la corneta que le llama a morir, y ésa ha sido siempre una corneta desmadrada. El pobre Ollanta era uno de los tipos más fuertes y saludables que he conocido pero ya está bajo tierra, mientras que Horacio Guayas siempre fue un cholito esmirriado por el que nadie daba un chavo, pero lleva meses aferrado a un hilo de vida como a un clavo ardiendo.

— Pues tengo la amarga impresión que lo que quedaba de ese hilo, se quebró.

Al poco regresaron juntos a la iglesia donde permanecieron un largo rato a los pies de la cama observando, en silencio, cómo el «esmirriado cholito» boqueaba angustiosamente como un pez que llevara excesivo tiempo fuera del agua.

Era una muerte más; una de los cientos de muertes semejantes a las que el Cantaclaro se había visto obligado a asistir día tras día a lo largo de su dilatada carrera profesional, pero a las que jamás conseguiría acostumbrarse.

El rico platanero se apagaba como se apaga el eco de una voz lejana que ha rebotado ya contra demasiadas montañas, y lo único que quedaba por hacer era rogar a Dios para que su angustioso final fuera lo más dulce posible.

Muy arriba, apenas visibles en un inaccesible rincón de la techumbre, dos diminutos bultos oscuros colgaban cabeza abajo.

Una rata cruzó sin prisas por lo que en otro tiempo debió ser la base del altar.

Tal como el propio Horacio Guayas afirmara, cualquier lugar era malo para morir, pero aquel seguía siendo el peor imaginable.

Especialmente cuando la muerte tardaba tanto en llegar.

Al cabo de un par de minutos cesaron los estertores.

Se hizo el silencio.

Fuera ladró un perro.

Bruno Guinea y Galo Zambrano observaron la cama con la máxima atención y al poco intercambiaron una mirada que parecía más bien una muda pregunta.

Al fin el primero se decidió, avanzó un par de metros, se inclinó sobre el paciente y le colocó el dorso de la mano sobre la yugular.

Casi al instante Horacio Guayas abrió los ojos, observó al hombre que se inclinaba sobre él, alzó la vista al techo y muy suavemente musitó:

— Tengo hambre.

Un gran tazón de caldo fue todo lo que se sintió capaz de ingerir, pero lo hizo con ansia, y ello constituía al parecer un triunfo y un placer en la amarga existencia de alguien que llevaba meses sin disfrutar ni de triunfos, ni de placeres.

Al concluir, se recostó en la cama, observó con inquietante fijeza a Bruno Guinea que se había acomodado en un destartalado banco de madera, e inquirió secamente: