Выбрать главу

— ¿Qué significa esto?

El interrogado se limitó a encogerse de hombros al tiempo que replicaba con absoluta naturalidad:

— Sinceramente no lo sé.

— ¿Me queda alguna esperanza de vida, o se trata únicamente de esa corta mejoría que según dicen precede al momento final?

— Admito que he asistido a muchas de esas digamos «mejorías terminales» — fue la desganada respuesta—. Pero he de reconocer que las circunstancias eran muy diferentes. — El tono de voz del español evidenciaba que trataba de evitar comprometerse en exceso cuando aventuró —: Lo que en realidad importa, es que resulta indiscutible que en este caso han intervenido elementos externos.

— ¿Los murciélagos? — ante el mudo gesto de asentimiento Horacio Guayas insistió —: ¿Cree que les debo a ellos esta sensación de mejoría?

— ¿A quién si no?

— ¿Y por qué razón?

— Aún no lo sé.

— ¿Y cuánto tiempo tardará en averiguarlo?

— Constituiría una irresponsabilidad por mi parte responder sin tener ni la más remota idea de cuánto tiempo puede llevarme descubrir cuál es el elemento que permite que el metabolismo de ese animal se comporte tal como parece ser que se comporta — admitió el Cantacla-ro al tiempo que alzaba el rostro hacia las manchas oscuras que permanecían completamente inmóviles en el techo. Al poco, y tras chasquear la lengua en lo que constituía casi un gesto de incredulidad, insistió —: No cabe duda de que esas bestias guardan un valioso secreto, pero me siento como si tras haber descubierto el arcón del tesoro, no encontrara la llave del candado.

— ¡Pues búsquela!

— Hago cuanto está en mi mano.

— Eso no basta — le hizo notar el enfermo recuperando en parte el tono del autoritario hombre de empresa que fuera tiempo atrás—. En un caso como éste, y no me estoy refiriendo concretamente a mi propia vida, aunque en el fondo sea la que más me importa, no es suficiente con hacer lo imposible. — Se irguió apenas para mirarle directamente a los ojos e insistir —: Es necesario ir muchísimo más allá para conseguir arrancarle el secreto a esos animalejos. Desde este mismo momento dispone de diez millones de dólares.

— ¡Diez millones de dólares! — no pudo por menos que repetir su asombrado interlocutor—. ¿Y para qué quiero yo tanto dinero?

— ¿Y para qué lo quiero yo? — fue la en cierto modo desconcertante respuesta—. Lo único que ahora necesito es que esos benditos Señores de las Tinieblas me vuelvan a morder esta noche para que mañana me encuentre tan relajado como me encuentro en estos momentos.

— ¿Es que se ha vuelto loco? — protestó Bruno Guinea—. No existe la más mínima posibilidad de que soporte un nuevo ataque. Lo milagroso es que aún siga con vida tras semejante sangría.

— Quien hace un milagro, hace ciento — replicó con innegable ironía Horacio Guayas alzando el dedo pulgar en dirección al techo—. Si el precio que esos me piden a cambio del bienestar que siento en estos momentos es mi sangre, le puedo jurar que les pagaré con sangre.

— ¿Acaso pretende…?

— Lo que está pensando. Métame en el cuerpo todo el plasma y la sangre que encuentre, de tal modo que esta noche nuestros cariñosos amigos cenen a gusto. Y mientras tanto pida que le traigan todo cuanto crea que le pueda hacer falta para sus investigaciones.

— Me preocupa que se esté haciendo falsas ilusiones — le hizo notar el español.

— Nadie puede evitar que un moribundo se haga ilusiones, sean o no falsas — replicó con desconcertante naturalidad el aludido—. Y puedo asegurarle que hacía meses que no me tomaba un tazón de caldo sin vomitar. Ese maldito Interferón me estaba destrozando.

Bruno Guinea meditó unos instantes, alzó una vez más la vista al rincón del techo y acabó por encogerse de hombros con gesto de absoluta resignación al comentar:

— Imagino que desde un punto de vista deontológico aceptar lo que me pide constituye una auténtica aberración, pero admito que hace un rato lo consideraba prácticamente un hombre derrotado, mientras que ahora lucha por su vida, y esa fe es lo que en verdad cura a la gente. — Emitió lo que parecía ser un inconcreto quejido al señalar —: Le haré esa transfusión, dejaremos que le muerdan de nuevo, y esperemos a ver lo que ocurre.

— En ese caso haga venir a mi piloto.

El Cantaclaro salió al exterior, y tras hacer un mudo gesto al hombre que aguardaba junto al helicóptero para que entrara a entrevistarse con su jefe, experimentó un leve escalofrío al advertir que el viejo mendigo se encontraba de nuevo acuclillado junto al muro de la iglesia.

Casi con disimulo tomó asiento a su lado para musitar muy quedamente:

— Me alegra que esté aquí. Necesito su ayuda.

El oscuro y sarmentado rostro se volvió apenas, y los glaucos ojos parecieron querer observarle con atención:

— ¿En qué podría yo ayudarle, señor? — quiso saber al cabo de un rato el mísero pedigьeño—. No tengo más ropa que la que llevo puesta, duermo a la intemperie, y más de la mitad de los días no consigo ni un triste mendrugo con el que saciar un hambre que arrastro desde que nací. Siempre me he considerado el hombre más pobre del mundo y me admira descubrir que existe alguien más necesitado que yo.

Durante varios minutos su interlocutor no supo qué decir.

Observó largamente al harapiento hombrecillo, se cercioró de que no se advertía nada en él que recordara a quien días atrás se había apoderado de su cuerpo, y tras meditar largo rato sacó del bolsillo un grueso fajo de billetes y se los colocó en la palma de la mano.

— Con esto puede comprarse ropa, conseguir un lugar decente en el que vivir, y si lo administra bien, le alcanzará para comer durante una larga temporada — dijo—. Perdone mi error, pero es que le confundí con alguien que podría saber más que yo sobre este rincón del planeta y los murciélagos que lo habitan.

El mendigo palpó los billetes y pareció no dar crédito a su repentina buena suerte, pero al advertir que su acompañante se ponía en pie dispuesto a abandonarle, le detuvo alargando la mano.

— ¡Espere! — suplicó—. Casi nadie suele perder su tiempo en charlar conmigo, pero si lo que pretende es que le hablen sobre murciélagos, algo sé sobre ellos.

Bruno Guinea volvió a acomodarse a su lado al tiempo que inquiría:

— ¿Y es?

— Que la mayor parte de la gente los odia, pero mi abuelo aseguraba que para nuestros antepasados constituían el símbolo de la eternidad. Los adoraban hasta el punto de que en cada tumba solían enterrar uno de ellos.

— ¿Qué antepasados? ¿Los incas?

— No. Los incas no. Los antiguos que poblaban estas tierras mucho antes de que los incas llegaran.

— No tengo ni la menor idea de quiénes pudieron ser, pero resulta evidente que alguien poblaba esta región antes de la invasión incaica — reconoció su interlocutor—. Aunque me sorprende que adoraran a un bicho tan repugnante y que acarrea tantas enfermedades.

— Yo no puedo saber si es repugnante o no — sentenció el invidente—. Cierto es que algunos transmiten enfermedades, y cierto también que si te atacan varias noches seguidas acaban matándote, pero de igual modo es cierto que la mordedura de algunos de ellos alivia los dolores y prolonga la vida.

— ¿Está seguro?

— Es lo que mi abuelo decía — se limitó a replicar el arrugado lugareño sin darle excesivo énfasis a sus palabras—. También contaba que hace muchos años, antes incluso de que él naciera, lo que ya es decir, hubo un gran terremoto, y que por su causa los murciélagos abandonaron sus cuevas y durante mucho tiempo no supieron volver a ellas ya que todo el paisaje había cambiado. Eso hizo que durante meses volaran de aquí para allá, desconcertados y aterrorizados, atacando a la gente de un modo enloquecido. — Hizo una larga pausa para acabar por concluir —: Pero curiosamente, todos los habitantes de la región que sobrevivieron a aquella catástrofe llegaron a centenarios, y mi abuelo lo atribuía a que las mordeduras de los murciélagos habían acabado por licuarles la sangre.