— ¿Licuarles la sangre? — no pudo por menos que sorprenderse el español—. ¿Está seguro de lo que dice?
— No del todo — fue la honrada respuesta—. Pero mi abuelo era de la opinión que cuando la gente envejece su sangre se espesa, circula con dificultad y acaba matándole. Sin embargo, decía, si los murciélagos contribuyen a que la sangre sea muy fluida, de lo único que hay que preocuparse es de no herirse de gravedad porque esas heridas tardan mucho en cicatrizar. — El invidente hizo una nueva pausa para concluir como si se tratara de una sentencia incuestionable —: Cuanto más corra la sangre por las venas más lejos se llega en esta vida.
— Interesante teoría — sentenció Bruno Guinea—. Resulta evidente que una sangre ligera y sin grasa no obstruye las arterias ni obliga a trabajar en exceso al corazón, y eso siempre es bueno. — Hizo una corta pausa para inquirir —: Lo que no entiendo es qué clase de mecanismo utilizan esos murciélagos para licuar la sangre.
— ¿Y qué puedo yo decirle respecto a eso, señor? — argumentó el viejo—. Jamás he visto un murciélago.
— Sonrió apenas, tal vez por primera vez en toda su vida—. Y tampoco he visto sangre.
El Cantaclaro dio por concluida la charla golpeándole con afecto en el hombro para encaminarse sin prisas a la mugrienta habitación del cochambroso «hotel» que utilizaba como laboratorio, y aún se encontraba meditando sobre cuanto acaba de escuchar cuando hizo acto de presencia el piloto del helicóptero que se apoyó en el quicio de la puerta a la par que comentaba con cierta aspereza:
— Don Horacio me ha pedido que me ponga a su disposición.
El español hizo un gesto hacia la única silla disponible al tiempo que señalaba:
— Si espera unos minutos le prepararé una lista de lo que voy a necesitar.
— ¿Es mucho?
— Bastante.
— ¿Y cuánto va a costar?
El tono de voz, casi agresivo, obligó a Bruno Guinea a alzar los ojos para observarle con extraña fijeza:
— ¿Le preocupa? — quiso saber.
— En cierto modo.
— ¿Y eso?
— Se trata de mi jefe.
— Pero no es su dinero.
— Lo sé — admitió el otro, un hombretón de aspecto rudo que no se esforzaba en lo más mínimo por disimular su mal carácter—. Pero don Horacio ha sido siempre un magnífico patrón, y me jodería mucho descubrir que alguien intenta aprovecharse de su estado.
— Acláreme eso, por favor.
— Creo que sobran las aclaraciones — sentenció sin cambiar de tono el piloto, al que se le notaba un leve acento extranjero aunque resultaba casi imposible determinar su país de origen—. He recorrido mucho mundo, he visto muchas cosas, he pasado infinitas calamidades y he tratado con todo tipo de gentuza hasta encontrar a alguien como don Horacio, estricto y exigente, pero justo y honrado a carta cabal. Me ayudó cuando más lo necesitaba, y ahora creo que mi deber es protegerle.
— ¿Protegerle de quién? — quiso saber su interlocutor—. ¿De mí?
— De cualquiera que intente aprovecharse de su vulnerabilidad actual incitándole a concebir absurdas esperanzas. — Hizo un despectivo gesto a su alrededor para concluir secamente —: A mí toda esta parafernalia se me antoja un sucio montaje.
— ¿Al decir montaje está pretendiendo insinuar estafa?
— Es usted quien ha pronunciado esa palabra, no yo.
— Lo sé, y no me asusta ni preocupa. Está en su derecho de pensar lo que quiera, e incluso considero encomiable que se preocupe de ese modo por alguien por el que siente afecto.
— Me alegra que entienda mi posición. Y le conviene saber que en este país somos muchos los que trabajamos para don Horacio, y por lo tanto somos muchos los que no estamos dispuestos a que un puñado de desaprensivos se beneficien de lo que ha conseguido con increíbles esfuerzos.
Bruno Guinea estuvo a punto de replicar airadamente invitándole a abandonar de inmediato la estancia, pero tras meditar unos instantes decidió armarse de paciencia, colocó tranquilamente los pies sobre la mesa, e inquirió con voz pausada:
— ¿Cómo se llama?
— Nika Poliakov.
— De acuerdo señor Poliakov… No le niego que me encantaría mandarle al carajo pidiéndole que se limite a cumplir con lo que su jefe le ha ordenado. Cada minuto que se pierde es un minuto que cuenta a la hora de salvarle la vida y no creo que deba ser usted quien decida, ni mucho menos quien esté dispuesto a aceptar tamaña responsabilidad. — Hizo una larga pausa, como si tomara aliento o se esforzara por continuar conservando el dominio de sus nervios, y por último se decidió a continuar—. Sin embargo — dijo —, no puedo por menos de aceptar que para alguien, incluido yo mismo hace apenas una semana, la absurda idea de que unos diminutos y casi desconocidos murciélagos pudieran salvar vidas, resulta de todo punto inconcebible e incluso altamente sospechoso, sobre todo cuando se está hablando de muchísimo dinero.
— ¡Vaya al grano!
— Eso intento — con el mentón el Cantaclaro indicó hacia el exterior—. ¡Mire por esa ventana! — pidió—. ¿Qué es lo que ve?
— Arboles.
— Árboles, no — le contradijo su oponente—. Lo que está viendo no son simples árboles. Es la selva amazónica; una fabulosa región en gran parte inexplorada que se extiende desde los Andes al Atlántico.
— Eso ya lo sabía.
— Pero ¿sabe lo que significa realmente esa selva?
— No tengo la menor idea de adonde quiere ir a parar.
— Se lo aclararé. Esa selva significa el mayor laboratorio del mundo y el lugar de donde se extraen casi el setenta por ciento de los fármacos que contribuyen a aliviar toda clase de enfermedades. Un solo kilómetro cuadrado de esa jungla contiene más especies de plantas diferentes que toda Europa, y estudiando esas plantas, sus flores, sus raíces, sus hongos, sus lianas y su infinita cantidad de especies animales que ni tan siquiera han sido clasificadas aún, es como investigadores de todo el mundo obtienen insospechadas materias primas que en ocasiones actúan de forma casi milagrosa, porque nada, escúcheme bien, ¡nada! proviene de nada. La ciencia tiene que limitarse a un detallado análisis y una metódica aplicación de los elementos que tiene a su alcance a la hora de determinar cómo pueden actuar cada uno de ellos sobre cada enfermedad. Pero si esa ciencia no tuviera un punto de partida, que en su mayor parte se encuentra en estas selvas, jamás tendría un punto de llegada… ¿Entiende de lo que le hablo?
— Procuro entenderlo.
— Me alegra oírlo, porque conviene que se meta en la cabeza la certeza de que si de pronto, y no voy a detenerme a explicarle los motivos por los que he llegado a semejante conclusión, abrigo la sospecha de que una prehistórica bestia de la jungla amazónica ha desarrollado a lo largo de milenios de evolución un sistema inmunológico que ofrece una esperanza de curación para la más abominable de las plagas que afectan al hombre moderno, seguiré por ese camino cueste lo que cueste y me importan un carajo sus recelos e incluso sus amenazas. ¿Continúa entendiendo de lo que le hablo?
— Sí, en lo que se refiere a las plantas. No tanto, en lo que se refiere a los animales.
— Viene a ser lo mismo, porque al igual que las plantas han creado sus propios mecanismos de defensa, los animales han evolucionado de formas muy diferentes según las circunstancias. Las tortugas desarrollan un caparazón, los puercoespines púas, los osos hormigueros la capacidad de no envenenarse con el ácido fórmico, los camaleones el arte de confundirse con el entorno, y ciertas ranas una piel venenosa. Observando dichos comportamientos hemos logrado vencer al frío, al hambre o a nuestros depredadores externos — hizo una pausa para inquirir con manifiesta intención — ¿Por qué no podemos aprender ahora de un pequeño murciélago la forma de derrotar a los tumores internos?