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Pero la fabulosa tumba repleta de misteriosos y maravillosos objetos de oro y diamantes no acababa de hacer su aparición.

Presentía que la tenía muy cerca, casi al alcance de la mano, pero una y otra vez se le escurría como la arena entre los dedos, dado que, pese a lo que en un principio había supuesto, la ansiada respuesta a todas sus preguntas no parecía esconderse en la sangre del Señor de las Tinieblas.

Cierto que dicha sangre era perfecta, y cierto también que regeneraba la de Horacio Guayas o la de cualquier otro ser humano o animal al que atacase, pero por más que la hubiese analizado de todas las formas y maneras conocidas y por conocer no advertía en ella elemento diferenciador alguno que le permitiera asegurar, sin miedo a equivocarse, que aquélla era la fórmula mágica que con tanto empeño andaban buscando.

Noches en claro y días en oscuro.

Desconcierto.

Esperanzas y desesperanzas consciente de la importancia del tema, por lo que hubo momentos en los que estuvo a punto de invocar al mismísimo Satanás suplicándole que acudiera en su ayuda, plenamente consciente de que cada día que pasaba era un día en el que cientos de personas fallecían víctimas de una dolorosa enfermedad que supuestamente estaba a punto de ser abolida.

¿A qué se debe tan cruel capricho si resulta evidente que ya me he dado por vencido? — se preguntaba—. ¿Qué necesidad existe de regodearse hasta tal punto en la victoria, cuando hace ya tiempo que he admitido mi derrota?

Con demasiada frecuencia suele ocurrir que un corredor de maratón desfallece en el instante de penetrar en el estadio, derrumbándose durante la última vuelta del recorrido tras haber soportado cuarenta kilómetros de dura lucha, y existe la creencia de que el simple hecho de vislumbrar la meta bloquea la mente impidiendo que se envíen nuevas órdenes a las piernas.

De igual modo, el Cantaclaro se sentía cada noche a punto de desfallecer tras haberse destrozado los ojos espiando a través del microscopio, siempre a la caza y captura de una proteína o una enzima que no hubiera visto nunca con anterioridad.

— ¡Paciencia! — le repetía una y otra vez el animoso Horacio Guayas que cada mañana amanecía más fuerte y más animoso—. Tenga paciencia porque resulta evidente que ya ha ganado esta batalla.

— Es posible que la haya ganado, pero aún no he ganado la guerra — le respondía el español—. Y lo peor del caso es que ni siquiera sé cómo he ganado esta batalla. Tengo la extraña impresión de estar dando la respuesta correcta a un problema del que ni tan siquiera conozco el enunciado.

— Acertada comparación — no pudo por menos que reconocer su interlocutor—. Pero a mi modo de ver resulta preferible resolver un problema sin saber cómo se ha hecho, que saber cómo se hace pero no ser capaz de dar nunca con la respuesta exacta.

— Eso estaría muy bien si el día de mañana no tuviera que dar explicaciones de cómo lo he conseguido — fue la rápida contestación—. Pero me gustaría saber con qué cara me presento ante la comunidad científica internacional argumentando que he encontrado un remedio contra el cáncer, pero que no tengo ni la más pajolera idea de en qué consiste el susodicho remedio.

— Creí que estaba convencido de que se encontraba en la sangre de esos murciélagos.

— Y lo estaba — admitió Bruno Guinea con desconcertante naturalidad—. Pero por más que busco no lo encuentro. Y sin esclarecer sin el menor lugar a dudas cuál es el «elemento diferenciador» mis teorías no resistirían un análisis serio. Y sin un análisis serio nadie admitirá que estoy en lo cierto.

— Yo soy la mejor demostración.

— ¿De qué? — quiso saber el Cantaclaro—. Usted quizá sirva para demostrar que cuando un enfermo terminal permite que cierto tipo de murciélago vampiro le ataque, experimenta una notable mejoría, pero dudo que podamos sacar de aquí a esos bichos para invitar a millones de pacientes a que se dejen morder.

— En eso le doy la razón.

— Lo que necesitamos es una fórmula química de indiscutible eficacia. Y hasta que no consiga aislar y sintetizar ese elemento diferenciador nada de cuanto exponga me será reconocido oficialmente.

— Me niego a aceptar que una simple fórmula pueda llegar a ser más creíble que la propia evidencia — sentenció el ecuatoriano.

— Olvida en qué mundo nos ha tocado vivir — le hizo notar Bruno Guinea—. Recuerdo que hace un par de años ingresó en el hospital un pobre hombre que debido a algún absurdo error burocrático había quedado registrado como fallecido en un accidente de tráfico. Para la Seguridad Social legalmente no existía, y por lo tanto resultó imposible darle nuevamente de alta con la suficiente rapidez como para que se autorizara la costosa operación a la que tenía que someterse. En definitiva, «murió por estar muerto», sin que sirviera de nada la evidencia de que se había estado paseando durante semanas por los pasillos del tercer piso.

— ¿Y qué podemos hacer?

— Seguir buscando — señaló el español—. No es algo que me moleste ni me inquiete en exceso, puesto que estoy convencido de que pronto o tarde llegaré al fondo de la cuestión. Lo que en realidad me duele, es saber que un tres por ciento de los seres humanos padecen actualmente algún tipo de cáncer, lo que significa que cada quince segundos alguien muere por su causa. Eso quiere decir que durante el tiempo de esta simple charla han desaparecido docenas de personas y muchas otras lloran a sus seres queridos. — Lanzó un sonoro reniego con el que pretendía dar suelta a su impotencia—. Y mientras eso ocurre yo continúo aquí, acariciando con la punta de los dedos la solución a tantos padecimientos, pero incapaz de materializarla pese a que la tengo delante de las narices.

— ¿Se siente culpable por esas muertes?

— En cierto modo.

— Pues no debería puesto que trabaja a todas horas y no creo que haya habido nunca nadie que se haya esforzado tanto por los demás. — Le observó con intención al inquirir —: ¿Por qué no le pide a su mujer que venga? Tal vez le ayude a relajarse.

— ¡Imposible! Ya la han operado una vez del corazón y no soportaría este clima, ni mucho menos esta altura. Y si de algo estoy seguro, es de que si algún día me falta, mi vida se habrá acabado.

Horacio Guayas guardó silencio unos instantes, sonrió apenas, y por último señaló:

— Hubiera dado cualquier cosa por experimentar algo así por alguna mujer, pero he de reconocer que únicamente me interesaban las que sabían abrir la boca para darme una buena mamada, y las que sabían abrirla para decir algo inteligente. Por desgracia tan sólo en una ocasión conocí a una capaz de hacer bien ambas cosas.

— ¿Y por qué no intentó conservarla?

— ¡Lo intenté! Vive Dios que lo intenté con todas mis fuerzas, pero resultó evidente que o mi inteligencia o mi polla se le quedaban pequeñas.

— Suele ocurrir que o la una o la otra no estén a la altura de las circunstancias — reconoció el español guiñándole un ojo—. Aunque me niego a admitir que fuera ese su caso. — Se puso en pie encaminándose a la puerta—. Y ahora siento tener que dejarle, pero me espera una larga jornada de trabajo.

La jornada resultó en efecto larga, dura e infructuosa, pero acabó de complicarse de forma harto notable en el momento mismo en que la ascética figura de Galo Zambrano se recortó en el quicio de la ventana del cuartucho para comentar con su profunda voz de siempre:

— Dos de los bichos han muerto.

— ¿Cómo dice? — se horrorizó Bruno Guinea.

— He dicho que dos de nuestros muy amados Señores de las Tinieblas acaban de sumergirse definitivamente en las tinieblas. — El guaquero hizo un inconfundible gesto con las manos indicando cómo un objeto se precipitaba con violencia al vacío—. Se desprendieron del techo y cayeron a plomo con un intervalo de no más de diez minutos.