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— Pero ¿eso significa una catástrofe?

— Sobre todo para ellos. — El ecuatoriano cambió de tono para añadir con evidente preocupación —: Y lo peor del caso es que a mi modo de ver los que quedan no tardarán en seguir su ejemplo.

— ¿Y a qué lo atribuye?

— ¡Cualquiera sabe!

— Estaba convencido de que esos animales eran muy longevos.

— ¿Muy qué…?

— Longevos. Que viven mucho tiempo.

— Y normalmente lo son, pero ya le advertí que tenían todo el aspecto de no soportar el cautiverio. También entra dentro de lo posible que al morir la hembra el macho decidiera suicidarse, puesto que está claro que formaban pareja.

— ¡«Suicidio por amor entre vampiros»! — no pudo por menos que exclamar con evidente ironía Bruno Guinea—. Suena a título de película de terror.

— No me siento capaz de decir a lo que suena, puesto que hasta el día en que usted hizo su aparición por estas tierras a nadie le habían preocupado en absoluto esos sucios bichos. ¡Es más! no conozco una sola persona que le hubiera echado la vista encima a ninguno, ni puñetera falta que hacía. Pero ahora me temo que si pretendemos seguir adelante tendremos que volver a aquellas sucias cuevas, a cazar a unos cuantos.

— A veces creo que me adivina el pensamiento.

— No hace falta ser muy listo en este caso.

El español le guiñó un ojo al inquirir:

— ¿Animaría a su gente subir el precio hasta los diez mil dólares por cabeza?

— Animaría a un muerto — fue la honrada respuesta—. Me apuesto una bola a que ni un solo habitante de este pueblo ha conseguido reunir una suma semejante a todo lo largo de una vida de trabajo, lo cual significa que si capturan un par de murciélagos, aunque sea arriesgando el pellejo por los acantilados de la Caída del Infierno, podrán retirarse por el resto de sus días.

— ¿A qué esperamos entonces? — quiso saber su interlocutor al tiempo que alzaba el dedo como si se tratara de un toque de atención—. Y no olvide traerme los cadáveres de esos dos para diseccionarlos. Tal vez, con un poco de suerte, nos cuenten cómo se las arreglan para hacer lo que hacen.

— Muy pequeños se me antojan.

— Probablemente lo que andamos buscando es un millón de veces más pequeño.

— ¡Buen ojo va a necesitar en ese caso! — sentenció Galo Zambrano—. Pero aunque no le niego que cuando le conocí tuve la impresión de que no era más que un pobre chiflado que no tenía ni idea de lo que se traía entre manos, con el tiempo me he convencido de que sabe muy bien lo que se hace.

— Le agradezco el cumplido, aunque no lo comparta. Me juego la cabeza a que el ciego que se sienta a la puerta de la iglesia da los palos con más tino de lo que los estoy dando yo en estos momentos.

— Pues afine la puntería porque son muchos los que se lo agradecerán — sentenció el ecuatoriano a modo de despedida.

Poco más tarde, y a la vista de los diminutos, fríos y rígidos cadáveres, Bruno Guinea se vio obligado a reconocer que ciertamente el «Desmodus rotundus» en su versión enana, era sin lugar a dudas el bicho más repulsivo que se hubiera echado nunca a la cara. A pesar de estar usando guantes de goma, el simple hecho de tocarlos le provocaba escalofríos, como si sospechara que, pese a estar indiscutiblemente muertos, fueran muy capaces de abrir de improviso los ojos, desnudar sus afilados colmillos y clavárselos en el cuello con el fin de robarle en un segundo hasta la última gota de sangre.

Y al observarlos ahora tan de cerca, incluso a él mismo, que tantas pruebas a favor había recibido, le costaba un gran esfuerzo aceptar que tal vez aquellos frágiles y hediondos cuerpecillos que comenzaban a descomponerse a marchas forzadas ocultaban un secreto por el que la inmensa mayoría de los seres humanos venían suspirando desde la noche de los tiempos, por lo que al decidirse a tomar el bisturí con el fin de realizar la primera incisión, advirtió que el pulso le temblaba.

«Un pequeño paso para el hombre, pero un gigantesco paso para la humanidad.»

Si la memoria no le fallaba, algo parecido dijo el primer astronauta que puso un pie sobre la Luna, y sin pretender hacer historia ni ponerse melodramático, aquel minúsculo corte que abría en dos a una sucia rata voladora, podía convertirse tal vez, en uno de los pasos más importantes que hubiera dado el ser humano, no en su eterna «búsqueda de la felicidad», sino en su eterna huida de la infelicidad.

Porque, curiosamente, se filosofaba mucho sobre el derecho a ser feliz, pero solía hablarse muy poco del derecho a limitarse a no ser desgraciado, cosa que, visto como andaba el mundo, constituía una humilde aspiración pero más que suficiente.

La mesa se cubrió muy pronto de sangre y le sorprendió constatar que, pese al tiempo que el animal llevaba muerto, aún continuaba pareciéndole una sangre excesivamente fluida.

Se esforzó por recordar sus tiempos de estudiante, cuando asistía a las detestables clases impartidas por un impasible catedrático que rajaba jóvenes cuerpos sin despegarse jamás un apagado cigarrillo de los labios, pero se vio obligado a reconocer que las interioridades de vampiro hematófago que tenía delante poco o nada tenían que ver con cuanto estudió su día sobre los órganos vitales de un ser humano.

— ¡La madre que lo parió! — no pudo por menos que exclamar en un determinado momento—. ¡Qué bicho tan raro!

Evidentemente, y tal como él mismo había asegurado, todos sus esfuerzos se centraban en dar palos de ciego buscando, con ayuda de una potente lupa y un microscopio, en qué rincón de aquel pútrido montón de carne y finísimos huesos residía el más ansiado de los secretos.

Pasaron tres días y tres noches.

En ese tiempo debieron de morir cientos de personas.

Cada vez que cerraba los ojos se sentía culpable.

Culpable de impotencia.

Otro minuto y quizá otro cadáver.

Alguien sufría en el tétrico Corredor de las Lágrimas.

Y en los mil corredores semejantes que por desgracia existían en mil hospitales diferentes.

Pero él continuaba allí, inclinado sobre los ya putrefactos despojos de aquellas recalcitrantes criaturas que se negaban una y otra vez a revelar en qué recóndito lugar de su absurda anatomía residía el misterio de su magia.

Por fin, durante la más calurosa hora del cuarto día, se encaminó al punto en el que Horacio Guayas leía a la sombra de un copudo samán, para entregarle un vaso de plástico en cuyo fondo se distinguía poco más de un centímetro de un líquido incoloro, inodoro e insípido.

— ¡Bébase esto! — pidió.

— ¿Qué es?

— Si se lo digo, tal vez no lo beba — fue la inquietante respuesta—. Pero si lo hace y no estoy en un error, entra dentro de lo posible que en un par de horas se encuentre definitivamente curado.

El ecuatoriano dudó tan sólo unos segundos, y tras sonreír apenas, comentó:

— Si está en un error, y no me cura, sino que por el contrario me mata, tenga presente que no le guardo rencor, y que no me arrepiento de haber confiado en usted, y haber hecho todo lo que he hecho. Mi vida ha cobrado un significado muy distinto desde que le conozco.

Bruno Guinea aguardó hasta cerciorarse de que no había dejado ni una sola gota del transparente líquido y tras lanzar un hondo suspiro con el que pretendía demostrar la magnitud de su agotamiento, hizo un leve gesto hacia el camino que nacía al otro lado del villorrio.

— Voy a la cascada, a darme un buen baño, porque necesito quitarme de encima este hedor a muerto y relajarme. Cuanto pueda ocurrir de aquí en adelante queda ya en manos del destino.

Se alejó muy despacio, casi incapaz de dar un solo paso, llegó al punto indicado, se despojó de toda la ropa, incluidos los zapatos, y se metió en la pequeña laguna, permitiendo que durante largo rato un chorro de frías aguas que descendían directamente de las nieves del Antisana cayera sobre su nuca y su espalda.