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— ¿Y Bruno?

— ¿Y yo qué coño sé? — fue la agria respuesta.

El recién llegado sonrió entre sorprendido e irónico.

— ¡Usted perdone! — dijo—. ¿Quién te ha pisado el rabo esta mañana…?

— ¡Me han pisado un huevo! — replicó la otra en idéntico tono furibundo antes de añadir —: ¿Tú crees que se puede hacer lo que está haciendo?

— Sus razones tendrá…

— No creo que exista razón alguna para comportarse como se comporta… — sentenció la enfermera—. Lo de anoche clama al cielo.

— ¡A mí me encantó! — admitió con la mejor de sus sonrisas el Canaima—. ¡Genio y figura hasta la sepultura…!

— ¡Sí…! Tú continúa aplaudiéndole cada vez que se comporta como un loco. Y es que en el fondo sois iguales.

— Agradezco el cumplido, pero no puedo aceptarlo — le hizo notar su interlocutor al tiempo que acudía a servirse una taza de café—. Te garantizo que yo hubiera actuado de muy distinta forma.

Claudia Fonseca le observó de reojo al inquirir:

— En ese caso ¿por qué le defiendes?

— Porque es mi amigo, le quiero y le admiro. La vida nos ofrece muy pocas posibilidades de tratar con alguien realmente excepcional, y cuando eso ocurre, lo único que debemos hacer es aceptarlo tal como es.

— ¡Se está pasando!

— ¿Y quiénes somos nosotros para opinar, querida? — quiso saber Alejandro de León Medina sin perder ni un ápice de calma—. No estamos en su lugar, nunca lo estaremos, y por lo tanto carecemos de elementos de juicio para determinar cuál es la actitud correcta.

— La suya no, desde luego… ¡Ese modo de despreciarlo todo!

— Bruno es incapaz de despreciar nada ni a nadie…

— Es lo que está haciendo.

— ¡Te equivocas…! — intentó hacerle reflexionar su interlocutor armándose de paciencia—. Imagínate que viene un tipo que pretende que te acuestes con él, pero a ti no te apetece y te limitas a indicarle amablemente que no estás por la labor… No creo que por eso le estés «despreciando».

— No me sirve el ejemplo…

— A las mujeres, con los ejemplos, os ocurre como con los vestidos… — pontificó con evidente sorna el Canaima—. Sólo os sirven aquellos que habéis decidido de antemano que os sirvan. Mi hermana siempre me pregunta qué vestido me gusta. Si le digo que el blanco, automáticamente replica que le sienta mejor el rojo, y si le respondo que el rojo, se inclina por el blanco. — Lanzó un resoplido con el que pretendía evidenciar su desconcierto—. ¡No sé para qué coño lo pregunta…!

— Quizá para corroborar que tienes un gusto pésimo…

— ¿Y te atreves a decírmelo a mí, que si a los veinte años hubiera decidido aceptar mis inclinaciones sentimentales, ahora sería un nuevo Balenciaga o un Yves Saint-Lauren?

— ¿Y por qué no Coco Chanel…?

— Porque a ésa le gustaban las mujeres…

Repicó de nuevo el teléfono y Claudia se apoderó de él para replicar tan ásperamente como tenía por costumbre:

— ¡No! Aún no ha venido… ¡Espere un momento…!

La puerta se había abierto para dar paso a Bruno Guinea, por lo que le hizo un gesto indicando el auricular, pero el recién llegado lo rechazó con la mano al tiempo que musitaba quedamente:

— No estoy para nadie…

— ¡Perdone…! — señaló la enfermera por el auricular—. Creí que era él, pero me he equivocado…

Colgó, permaneció unos instantes observando casi retadoramente a su «jefe», y por último masculló:

— Te creerás que has hecho una gracia…

— ¿A qué te refieres? — quiso saber el aludido.

— A tus declaraciones de anoche.

— ¿Y qué querías que hiciese?

— Lo que todo el mundo: aceptar.

— Todo el mundo, no… — intervino Alejandro de León Medina—. Sartre tampoco aceptó.

— ¡Tú calla que nadie te ha dado vela en este entierro! — le espetó Claudia Fonseca a la que se advertía cada vez más excitada—. Sartre podría hacer lo que le viniera en gana, pero Bruno, no…

— ¡Anda, carajo! ¿Y cuál es la diferencia?

— Que Sartre no era más que un escritorzuelo comunistoide que se ha quedado trasnochado, mientras que Bruno es el científico más grande de todos los tiempos…

El Cantaclaro, que acababa de colgar su chaqueta en el perchero y se estaba enfundando en el viejo jersey que en invierno acostumbraba a utilizar en el laboratorio, se volvió a observarla con una leve sonrisa:

— Ni Jean-Paul Sartre era un «escritorzuelo comunistoide que se ha quedado trasnochado», ni mucho menos yo el «científico más grande de todos los tiempos» — le reconvino—. Sartre fue un auténtico genio del pensamiento humano, mientras que yo no soy más que alguien que descubrió algo por pura casualidad.

— Pero ¿qué tonterías dices?

— Ninguna tontería… — fue la tranquila respuesta—. Y ya advertí muy claramente desde el primer momento, que no aceptaría ningún tipo de reconocimientos…

— ¡Pero es que el Nobel es el Nobel…!

— No es más que un premio instituido por alguien, personalmente bastante desagradable, y que se hizo muy rico inventando un explosivo que ha acabado con la vida de millones de seres humanos — le hizo notar Bruno Guinea sin inmutarse—. Y si hubiera aceptado el Nobel estaría menospreciando los premios que he rechazado hasta el presente, y que en su mayor parte han sido instituidos por gente mucho más digna de consideración.

— ¿Y por qué has despreciado esos otros, si como aseguras te lo han ofrecido gentes «dignas de consideración»?

— Porque cuando empiezas a aceptar premios o esos dichosos doctorados honoris causa no acabas nunca, puesto que existen cientos de rectores de universidad que perderían el culo por organizar una insoportable ceremonia de largas togas y sombreros ridículos con canto gregoriano incluido. — El Cantaclaro le guiñó un ojo con evidente picardía—. Si alguien quiere ofrecerme un homenaje que realmente agradezca, le basta con enviar el dinero que pensaba gastarse a la Fundación Horacio Guayas.

— ¿Por qué siempre Horacio Guayas? — quiso saber Alejandro de León Medina—. Él reconoce que te debe la vida, pero nunca has aclarado qué es lo que le debes tú.

— Lo que importa no es lo que le debo yo, sino lo que le debe la humanidad por haberse prestado a lo que se prestó y por haber invertido el dinero que invirtió. Fue el perfecto conejillo de indias y no debemos olvidar que en su valor, y en su dinero, está el comienzo de todo. ¿Quién más que él hubiera aceptado semejante sacrificio?

— Cualquier que tuviera la más remota esperanza de salvarse.

— Horacio no la tenía. Encerrado allí, a sabiendas que le iban a robar la poca sangre que le quedaba, no tenía posibilidad de abrigar ya esperanza alguna, pero le echó un par de cojones…

— Acabarás por hacer creer al mundo que quien encontró la solución fue él y no tú… — sentenció la enfermera—. Y lo único que conseguirás con eso, es que la gente acabe por olvidarse de ti.

— Que es lo que busca, querida mía… — le hizo notar Alejandro de León Medina en tono abiertamente burlón—. ¿O es que aún no te habías dado cuenta?

— Pero ¿por qué? — quiso saber ella—. ¿Por qué maldita razón alguien pretende hundirse en el anonimato tras haber alcanzado la cima del mundo.

Bruno que había comenzado a servirse un café, replicó con absoluta naturalidad:

— Porque «la cima del mundo» es un lugar inhóspito, en el que todos te observan. ¿Crees que aspiro a pasar el resto de mi vida bajo el objetivo de una cámara o respondiendo a preguntas idiotas?

— No tienen por qué ser idiotas.