Выбрать главу

— La mayoría lo son, y si yo no respeto mi intimidad, ¿quién más va a respetarla? — quiso saber el Cantaclaro—. Es como ser puta o no serlo. No puedes pretender ser únicamente «un poco puta» cuando a ti te convenga.

Repicó el teléfono, lo observó un instante y se limitó a descolgarlo para depositarlo sobre la mesa al tiempo que lo señalaba con gesto despectivo:

— ¿Me imaginas todo el día con el auricular pegado a la oreja escuchando alabanzas y palabras de agradecimiento? — dijo—. Lo que hice, hecho está, y me alegra por todos aquellos a los que les he ahorrado infinidad de sufrimientos, pero mi vida es mía, y pretendo vivirla a mi manera. — Con la mano hizo un gesto hacia cuanto le rodeaba al concluir —: ¡Y mi manera es esta!

— ¿Y Alicia qué opina?

— Que continúa casada con el hombre con el que se casó, y con el que ha sido razonablemente feliz durante más de veinte años…

— ¿Y no crees que le debes algo? — quiso saber Claudia Fonseca—. ¿Que merece compartir tu triunfo?

— Siempre lo hemos compartido todo, lo bueno y lo malo — fue la respuesta.

— De eso doy fe — puntualizó el Canaima alzando la mano—. Y también doy fe de que Doña Bárbara prefiere vivir tranquila con el sencillo hombre de siempre, que con un genio al que se le hubieran subido los humos a la cabeza. Aparte de que, probablemente, su corazón no lo resistiría.

— ¿Estás seguro?

— Completamente. Hay a quien le gusta viajar con seis baúles, y quien prefiere hacerlo con un simple maletín. Bruno y Alicia son de estos últimos, porque lo que en verdad importa es el paisaje, no el equipaje.

Su compañero de universidad lo observó de arriba abajo para acabar por agitar la cabeza sonriendo burlonamente como si le costara trabajo aceptar lo que acababa de escuchar.

— Muy poético y muy inspirado te veo últimamente — dijo—. Pero… ¿y si nos dejáramos de chorradas y nos dedicáramos a trabajar?

— ¿Trabajar en qué?

— En intentar curar a la gente — fue la tranquila respuesta—. Que el cáncer haya sido vencido no significa que no existan otras enfermedades contra las que hay que continuar luchando aun a sabiendas de que no vamos a tener éxito. Continúo pensando que lo único que importa es andar caminos pese a que creamos que no nos llevan a ninguna parte…

— ¿Y por qué no te mudas de una puñetera vez al piso alto? — quiso saber Claudia Fonseca—. El gerente te ha ofrecido un nuevo laboratorio con los equipos más modernos, pero tú prefieres continuar trabajando en este cuchitril de mala muerte y con material antediluviano… ¿Por qué?

— Porque me gusta…

— Hace tres días llamó el director general de los Laboratorios Raiza asegurando que…

Bruno se apresuró a interrumpirle con un gesto.

— Lo que importa no es el material, sino las ideas — dijo—. «Loro viejo no aprende idiomas», y a veces ocurre que te conviertes en esclavo de un equipo demasiado sofisticado, lo cual te impide pensar…

— Eso es muy cierto — puntualizó un sonriente y siempre irónico Alejandro de León Medina—. Tal vez si Cervantes hubiera contado con un ordenador nunca hubiera escrito «El Quijote».

— Está claro que no sois más que un par de viejos chochos de los que conviene mantenerse lo más lejos posible… — sentenció convencida de lo que decía la enfermera—. ¡Anda y que os zurzan…!

Salió bruscamente cerrando de un portazo, y sus dos interlocutores permanecieron unos instantes en silencio hasta que al fin el Canaima señaló muy a su pesar:

— ¡Algo de razón tiene! Le sobra mal carácter y con demasiada frecuencia se pasa de rosca, pero te conozco hace mucho e incluso a mí me desconciertas… — Lanzó un silbido de admiración al exclamar —: ¡Eso de renunciar al Nobel manda cojones!

— ¿Y qué otra cosa podía hacer? — quiso saber su amigo—. ¿Aceptar un premio que no me merezco…?

— ¿Cómo que no te mereces? — protestó el otro—. Eres la persona de este mundo que más se lo merece. No sólo el Nobel de medicina, sino incluso los de la paz, y hasta te diría que el de economía…

— ¿El de economía…? — repitió Bruno Guinea a todas luces perplejo—. ¿De qué coño estás hablando?

— De auténtica economía. ¿Tienes una idea de los miles de millones que has hecho ahorrar a las seguridades sociales de todo el mundo con tu descubrimiento…?

— Muchos, en efecto, casi los mismos que les he hecho perder a las empresas farmacéuticas, pero sabes bien que el mérito no es mío.

— ¿De quién entonces?

— Eso no puedo decírtelo.

— ¿Por qué?

— Es un secreto que prometí no revelar.

— ¿Ni a tu mejor amigo?

— Ni aun a mi mujer… — insistió Bruno Guinea—. Tú eres de los pocos que saben que la idea de todo esto no partió de mí, y que el camino me había sido indicado, pero esto es todo lo que puedo decirte.

— ¿Acaso se trata de una revelación divina…?

— ¡En absoluto! Siempre estuvimos de acuerdo en que a Dios, si es que existe, no le preocupa en lo más mínimo que la gente se muera de cáncer, de hambre, en una cámara de gas o masacrada en cualquier guerra…

— Eso suena a blasfemia.

— Únicamente puede blasfemar quien cree en Dios, y tú y yo habíamos decidido que no creíamos en él.

— Pero tú has cambiado de opinión — le hizo notar sin sombra de acritud su interlocutor—. Recuerdo muy bien que lo dijiste hace tiempo, antes de viajar a Ecuador.

— Probablemente ahora acepto la existencia de un ser supremo que nos creó, pero que decepcionado por nuestras imperfecciones, decidió olvidarnos para irse muy lejos, a crear nuevas criaturas más de su agrado.

— ¡Tonterías!

— Tal vez no sean más que tonterías — aceptó su opositor—. Pero ¿qué otra explicación puedes darle al desamparo en que se encuentra la mayor parte de la humanidad? La miseria, la corrupción y la injusticia agobian a nueve décimas partes de los hombres, mujeres y niños de este mundo, y tan sólo un puñado de individuos de buena voluntad lucha contra ello.

— Siempre ha sido así.

— Y de ello me quejo — fue la respuesta seguida de una rápida pregunta—. ¿Si algún día fueras un ser dotado de poder absoluto permitirías el padecimiento del noventa por ciento de tus hijos sin intentar poner remedio?

— No puedo saberlo. No tengo hijos.

— Pero tienes un perro, y no permitirías que ni siquiera tu perro pasara hambre, o que el vecino le apaleara.

— ¿Adonde quieres ir a parar?

— A ninguna parte, pero si quieres que te confiese algo sorprendente, te diré que me sentía mucho más feliz cuando nadie me conocía y ni siquiera creía en Dios, que ahora que soy famoso, pero estoy convencido de la existencia de un ser supremo que me decepciona a cada instante.

— ¿Y eso lo dice aquel a quien se le ha concedido el increíble don de acabar con una de las peores lacras de la humanidad? — protestó ruidosamente Alejandro de León Medina—. ¿Alguien que si no está en la cima del mundo es porque no quiere, y que además tiene una esposa y unos hijos que le adoran?

— Exactamente.

— ¿Qué dejas entonces para los viejos homosexuales, pobres, anónimos y solitarios?

— La esperanza.

— ¿Qué esperanza?

— La de que algún día Dios regrese desde los confines del universo con la firme intención de redimirse.

— ¿Redimirse o redimirnos?

— «Redimirse», porque los seres humanos ya estamos más que hartos de que nos rediman — sentenció Bruno Guinea convencido de lo que decía—. Cada vez que alguien lo intenta salimos malparados. Es Dios quien tiene que pedir perdón por su olvido y hacer propósito de enmienda, no nosotros.

— ¡Curiosa teoría que tiempo atrás te hubiera llevado a las hogueras de la Santa Inquisición!