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— Pero lógica — le hizo notar su interlocutor—. Cuando las ovejas se descarrían, tanta culpa tienen ellas por abandonar el redil, como el pastor por no haber sabido cuidarlas.

— Eso es muy cierto.

— ¡Naturalmente! Y creo que va siendo hora de que dejemos de adorar al pastor pidiéndole perdón a todas horas, para empezar a exigirle responsabilidades por no hacer bien su trabajo.

— ¡Éste es mi Bruno! — exclamó alborozado el Canaima al tiempo que lanzaba al aire un fajo de papeles—. Has llegado muy alto, tanto como no había llegado nadie nunca, pero continúas siendo el mismo muchacho descarado, lenguaraz, combativo e inconformista que conocí en la facultad…

— ¿Y por qué tendría que haber cambiado?

— Porque el triunfo cambia a la gente, y son pocos los que tienen las agallas suficientes como para asimilarlo sin inmutarse.

— Asimilar el fracaso te enseña a asimilar el triunfo, y yo fracasé durante muchos años… — le hizo notar su compañero de universidad—. Y ahora dejemos ese tema, y cuéntame qué has averiguado sobre esas mutaciones…

— ¡Poca cosa…! — fue la sincera respuesta—. Ese jodido virus se mantiene estable durante semanas, pero de pronto, y sin razón que lo justifique, cambia. No intervienen factores externos, como pudieran ser la luz, la temperatura o la humedad, pero tengo la impresión de que posee un cierto tipo de inteligencia que le advierte que si continúa demasiado tiempo inmutable encontraríamos la forma de destruirle…

— ¿Una especie de mecanismo que le da la voz de alarma? — quiso saber Bruno Guinea.

— ¡Más o menos! — admitió su interlocutor—. A veces da la impresión de que se trata de una fiera que sabe que tiene que moverse continuamente si no quiere que la atrapen, pero como carece del espacio físico necesario, opta por camuflarse cambiando de aspecto e incluso de características.

— Muy curioso…

— E increíblemente escurridizo el muy cabrón, pero quiero suponer que con tu experiencia y un poco de…

Su amigo se apresuró a interrumpirle con un brusco gesto de la mano que colocó ante él como si se tratara de un policía.

— ¡Alto ahí! — ordenó—. ¡Olvídate de la experiencia…! La experiencia no siempre es útil.

— Pero ¿qué burradas estás diciendo ahora? — protestó el otro—. ¿Qué sería de nosotros sin la experiencia? La experiencia es el resultado lógico de todos nuestros conocimientos.

— ¡De acuerdo…! — admitió el Cantaclaro que había ido a tomar asiento en su lugar predilecto, el alféizar de la ventana—. Desde el día en que nacemos vamos llenando nuestras maletas de «experiencia», y cuando nos enfrentamos a un problema que se nos ha presentado anteriormente, aplicamos nuestra famosa experiencia y lo resolvemos… ¿Es así o no es así?

— Así es.

— Pero se da la circunstancia de que ahora nos estamos enfrentando a un puñetero virus que nos presenta problemas que desconocíamos, y frente a los cuales esa experiencia se convierte en un pesado lastre.

— ¿Por qué?

— Porque nos empuja a buscar en la memoria soluciones que no están allí, y que por lo tanto nunca encontraremos.

— Creo que empiezo a entender lo que quieres decir… — se vio obligado a reconocer Alejandro de León Medina.

— Me alegra, porque, a mi modo de ver, pretender basarlo todo en el estudio, el conocimiento y la experiencia, viene a ser algo así como intentar atravesar la jungla con un baúl de libros a la espalda. El peso de los libros nos hundirá en el fango.

— Muy gráfico. Y muy convincente. Tan Cantaclaro como en tus mejores tiempos.

— Es bueno no perder facultades.

— ¿Qué propones entonces?

— Intentar avanzar por esa selva sin cargar con baúles y teniendo siempre la mente abierta a ideas nuevas que nos permitan encarar cada problema sin prejuicios de ningún tipo.

— ¿Y eso cómo se consigue?

— Echando mano de la imaginación e incluso de la pura intuición — fue la respuesta—. Sentándonos a meditar sobre cómo evitar que ese jodido virus sufra de pronto una nueva mutación que nos deje otra vez en blanco, y demostrando que somos más astutos que él y sabremos adelantarnos a su jugada.

— Pero esto no es una partida de póquer… — argumentó su oponente.

— Tal vez sí, o tal vez no. Pero lo único que he aprendido en toda esta historia es a ver las cosas desde el ángulo opuesto a como solía verlas.

— ¿Y cuál sería, en este caso particular, el ángulo opuesto?

— No estoy muy seguro, pero quizá no deberíamos obsesionarnos preguntándonos qué es lo que hace que el virus sufra una mutación, sino plantearnos las razones por las que durante un cierto tiempo opta por no cambiar.

— ¿Y eso adonde nos llevaría…?

— Probablemente a ninguna parte, pero a menudo me planteo que uno de los grandes problemas de la humanidad es que siempre pretende llegar a alguna parte.

— Lógico, digo yo.

— No tanto, porque cuando un camino lleva a «alguna parte» te encuentras con que alguien ha estado allí con anterioridad. Pero si decides ir «a campo traviesa» puede que te pierdas, pero también puede que llegues a donde nadie ha llegado nunca.

— ¿Fue así como encontraste la solución a los tumores malignos?

— Fue así como me indicaron que buscara y dio resultado.

— ¿Quién?

— Alguien que me hizo ver que las soluciones más sencillas suelen ser las más difíciles de encontrar porque demasiado a menudo el ser humano se empeña en complicarse la existencia. Es el fruto de siglos de oscurantismo en el que mentes retorcidas basaron su poder en hacernos creer que todo era demasiado confuso y misterioso.

— Tú ahora estás intentando hacerme creer que todo es confuso y misterioso… — le hizo notar el Canaima sin el menor deje de acritud en la voz—. Te refieres a «alguien» que al parecer te dijo lo que tenías que hacer para librar a la humanidad de la más terrible de sus lacras, pero admites que no puedes confesarle quién es ni tan siquiera a Doña Bárbara, con la que compartes tres hijos, la cama y todos los secretos… ¿Qué puede existir más confuso y misterioso que un secreto que ni siquiera puedes rebelar a la mujer que lleva años demostrando que te ama y que puedes confiar en ella?

— Nada.

— ¿Entonces…?

Su interlocutor se limitó a encogerse de hombros evidenciando la magnitud de su impotencia.

— ¿Entonces…? Admito que es un secreto que tendré que llevarme a la tumba.

— ¿Sabes que malas lenguas empiezan a asegurar que en realidad la idea del murciélago se la robaste a uno de tus pacientes?

— ¿Y por qué no la había expuesto él?

— Porque estaba en fase terminal y murió al poco tiempo?

— ¡Ojalá hubiera sido así…! ¡Dios! ¡Cómo lo facilitaría todo!

— ¿Tan difícil es?

Bruno Guinea descendió del alféizar de la ventana, acudió a tomar asiento en su viejo butacón, colocó el auricular del teléfono en su sitio y asintió con un escueto ademán de cabeza.

— Mucho más de lo que puedas imaginar, y tal vez la solución a una parte de mis problemas estribe en aceptar que, en efecto, la idea me la dio un moribundo.

— Pero tú y yo sabemos que no es así.

— ¡No! Desde luego que no es así.

— Eso quiere decir que te verías obligado a mentir.

— Probablemente.

— ¿Y qué dirían Doña Bárbara y los chicos si aquel de quien se sienten tan orgullosos mintiera y además dicha mentira le hiciera quedar ante los ojos del mundo como un canalla capaz de robarle a un moribundo algo tan valioso como la idea que ha permitido acabar con el cáncer?

— Aprietas demasiado.