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— No me gusta oírte hablar así…

— ¿Y de qué otra forma puedo hablar…? Si no fuera porque de ese modo adelantaría mi suplicio, hace tiempo que me habría suicidado…

— ¡Por los clavos de Cristo! ¡No digas tonterías!

— ¿Tonterías? Por desgracia, incluso ese postrer recurso al que los más desesperados acaban aferrándose como remedio a todos sus males, me está vedado.

— No te entiendo.

— Pues no resulta difícil de entender, porque tienes ante ti al hombre más desgraciado que haya existido nunca. El más glorioso de los desdichados, ya que para él ni tan siquiera la muerte significa el descanso.

La voz de la buena mujer sonaba conmovida al señalar:

— ¡Algún camino habrá…!

— Todos los caminos nos aproximan a la tumba, y en mi caso la tumba no es por desgracia el fin, sino el principio de mis males.

— ¿Y qué puedo hacer por ti más que implorarle al Señor para que interceda y acepte que la magnitud de tu sacrificio merece no un terrible castigo, sino una maravillosa recompensa?

— Nada, puesto que ni siquiera él, si es que se aviniera a escucharte, sería capaz de romper la reglas del juego. Yo sabía bien lo que hacía, lo hice a conciencia, y no quiero volver atrás ni que otros lo hagan por mí, si con ello se corre el riesgo de que la enfermedad vuelva a establecerse entre nosotros.

— ¿Luego no está definitivamente erradicada? — quiso saber Leonor Acevedo en un tono que mostraba a las claras su temor.

— Lo estará mientras yo cumpla con mi parte del trato. Y pienso hacerlo.

— ¿Aun a sabiendas de que ese terror es incluso peor que un cáncer, puesto que te está matando en vida?

— Aun así. Nadie me puso una pistola en el pecho a la hora de tomar mi decisión. Tuve mucho tiempo, todo el que pasé en aquella maldita selva, para reflexionar, y por lo tanto fue una opción libre, serena y meditada. Negarlo significaría engañarme a mí mismo.

— Lo que nunca he entendido, es por qué razón tuviste que ir a la selva. ¿Acaso «él» no te había dado la solución?

— Me había indicado las pautas a seguir, pero siendo como es, le gusta complicar las cosas. Sabía muy bien que cuantos más esfuerzos hiciera y más calamidades pasara buscando a aquel asqueroso bicharraco, más me aproximaba a mi propia perdición, y eso le divertía. Cada noche me preguntaba, ¿por qué hago esto si me estoy destruyendo? Pero cada mañana volvía a intentarlo, y supongo que él disfrutaría viéndolo… Maquiavélico, ¿verdad?

— Demoníaco sería la palabra exacta, pero si las cosas son como dices mereces no sólo el Nobel sino un millón de premios más.

— Eso no es cierto y lo sabes… En el fondo no soy más que el portavoz del Maligno, que por alguna extraña razón que aún no he conseguido descifrar, me eligió para sus fines.

— ¿Fines…? ¿A qué clase de fines te refieres?

— No tengo la más mínima idea, pero de lo único que estoy convencido es de que mi alma no vale el increíble precio que se ha pagado por ella.

— Tienes el alma más noble que conozco… — sentenció Leonor Acevedo segura de lo que decía.

— ¡Bobadas! — fue la respuesta—. Cierto que me considero una buena persona, pero no un ser tan excepcional como para que el mismísimo Satanás se haya molestado en tentarme. He tenido mucho tiempo para pensar y cuanto más vueltas le doy, más me convenzo de que algo oculta.

— ¿Como qué?

— ¡Te repito que no lo sé! He intentado estudiar todo lo que se ha escrito sobre Lucifer, y estoy convencido de que el personaje que vino a verme nada tiene que ver con el repelente y ridículo macho cabrío de los aquelarres. Incluso le ofende que los retraten de una forma tan populachera y burda. Si Lucifer es un auténtico «ángel», hecho a imagen y semejanza del Creador, que se rebeló en defensa de la autodeterminación de los seres humanos, tiene que estar por encima de tan estúpida parafernalia, y tiene que ser por lo tanto mucho más inteligente de lo que ha demostrado en su relación conmigo.

Doña Leonor Acevedo que se había puesto en pie aproximándose peligrosamente al borde del acantilado, para observar ahora cómo el pescador trepaba cargado con su caña y su cesto, se volvió a mirarle de frente al inquirir:

— ¿Pretendes decir que todo ha sido un engaño?

Él hizo un gesto con la mano que pretendía ser tranquilizador:

— ¡En absoluto! Te repito que estoy convencido de que mientras yo cumpla mi parte del trato, él cumplirá la suya.

— ¿Entonces…?

— He llegado a la conclusión de que persigue algo más importante que mi alma, y que está fuera de mi comprensión.

— Me asustas…

— ¿A ti? — se sorprendió Bruno Guinea—. ¿Qué puede asustarte tras haber estado con un pie en la tumba, y haber hablado cara a cara con el mismísimo Demonio?

— ¡Muchas cosas…! Entre ellas estos años de gracia que me han sido concedidos… O los que aún están por venir.

— ¿A qué te refieres?

— A que yo era una enferma terminal que agonizaba rodeada por el amor de una familia unida, compacta y embargada por el dolor, mientras que ahora soy una mujer sana que advierte cómo esa familia se rompe en pedazos sin poder hacer nada. A veces creo que aquél era el momento perfecto para morir en paz, pero que a estas alturas «se me pasó el arroz».

— ¡Qué insensatez…! Lo que importa es vivir.

— ¿A sabiendas de que tu marido se ha convertido en un político corrupto, y tu hijo mayor anda metido en drogas? Ésta ya no es mi familia, Bruno. No la familia que formé, y que reunía, llorando, en torno a mi lecho de muerte. ¡Había sufrido tanto y me faltaba ya tan poco, que fue una pena no haberme ido para siempre aquel día, convencida de que dejaba atrás una obra bien hecha, con lo que mi paso por este mundo tenía una justificación! — Volvió a tomar asiento para colocar su mano sobre la pierna de su interlocutor e inquirir ansiosa —: ¿Cómo puedo justificar ahora no haber sabido evitar que mi marido acepte sobornos multimillonarios por autorizar que se construyan pantanos inútiles?

— No lo sabía. Y lo lamento.

— ¡Pues imagínate cómo lo lamento yo al advertir cómo se desmorona el edificio que tanto me costó levantar! Mucha gente se pregunta qué siente un político cuando se deja corromper, pero muy poca se pregunta qué siente quien descubre que el hombre con quien duerme, y al que ha dado tres hijos, se ha convertido en un canalla que se deja comprar. ¡Duele! ¡Te juro que duele más que el cáncer más doloroso! — Lanzó un hondo suspiro—. Yo soy casi la única que puede asegurarlo.

— ¿Por qué me lo habías ocultado?

— ¿Y qué iba a hacer? Cuando me enteré el mal estaba hecho y el dinero en Suiza… ¿De qué me servía involucrarte en algo que ya no tiene solución?

— Tengo amigos…

— Pero se trata de un grupo de presión muy poderoso que no dudaría en destruirte si sospecharan que podrías constituir una amenaza para sus intereses, y yo te estoy demasiado agradecida como para ponerte en peligro. — Negó una y otra vez—. ¡No vale la pena! El mundo está lleno de cerdos semejantes…

— Con los que por lo visto tendré que compartir el resto de la eternidad.

— Con la diferencia que ellos tendrán que convivir con sus remordimientos y tú no.

— ¿Y quién crees que se siente más desgraciado…? — quiso saber Bruno Guinea—. ¿El condenado que sube al cadalso sabiendo que es culpable, o el que sube sabiendo que es inocente?

— No lo sé, pero recuerdo que hace años un reo norteamericano asesinó a cuatro reclusos de la cárcel en que se encontraba, y cuando le preguntaron por qué lo había hecho se limitó a replicar que odiaba la idea de que le ejecutaran sin motivo.

— También yo opino que es peor que a la crueldad del castigo se sume la crueldad de la injusticia, pero insisto en que no me quejo. Sabía lo que hacía y acepto mi destino, pero no puedo evitar que sienta curiosidad por averiguar qué era lo que en verdad pretendía el Demonio.