El pescador, un pelirrojo de espesa barba que aparecía sudoroso y empapado, hizo al fin su aparición como si su cabeza emergiera del azul del cielo, lanzó un resoplido, dejó la caña y el cesto sobre una piedra y tras sonarse los mocos sonoramente inquirió sonriente:
— ¿O sea que nunca ha confiado en mis buenas intenciones?
— En lo más mínimo — replicó el Cantaclaro con absoluta naturalidad.
— ¿Sabía que era yo? — pareció sorprenderse el recién llegado.
— Desde que lo vi sobre aquella roca. Nadie que aprecie en algo su vida se arriesgaría de ese modo… — Se volvió a Leonor Acevedo para aclararle —: Es Lucifer, que se divierte a su modo cambiando de aspecto.
— Ya me había dado cuenta.
— Pues no parece asustada… — señaló el pescador que había ido a tomar asiento sobre una roca para encender un cigarrillo y comentar como si estuviera hablando del estado del mar—. Resulta evidente que pierdo facultades a marchas forzadas.
— ¿Por qué habría de asustarme, si usted mismo me aseguró que no tenía nada que temer mientras mantuviera la boca cerrada?
— Porque soy el Maligno. ¿Le parece poco?
— Resulta evidente que usted no ha estado meses agonizando de resultas de un cáncer terminal — fue la tranquila respuesta—. Si hubiera pasado por esa experiencia y supiera que ya no puede volver, ni el peor de los demonios le asustaría, sobre todo sabiendo como sé que tengo la conciencia tranquila. Estoy a bien con Dios, y eso me libera de cualquier temor.
— Admito que le asiste toda la razón. La mayoría de la gente se asusta imaginando que trato de perderles, cuando la experiencia demuestra que se bastan y sobran para perderse solos. En el árbol de la vida son más los frutos que caen por su propio peso que los que arranca el dueño. En el caso de su marido, por ejemplo, yo no he tenido nada que ver, aunque admito que en la actualidad la mayor parte de las compañías petroleras, eléctricas y cementeras trabajan para mí.
— ¿Qué pretende decir con eso de que trabajan para usted?
— Que dada su fabulosa capacidad de corromper, constituyen una especie de ente autónomo dentro de mi organización. Me ahorran mucho trabajo, aunque admito que desprecio sus métodos. Se me antojan demasiado rastreros.
— ¿Me está tomando el pelo?
— Sólo un poco — fue la humorística respuesta del pelirrojo que exhibía una sonrisa realmente encantadora—. Les he estado escuchando, y entiendo sus dudas, al tiempo que agradezco que no me consideren vulgar y chapucero. No estoy acostumbrado a las alabanzas, en especial cuando lo que se ensalza no es mi poder, sino mi inteligencia.
— ¿Luego yo tengo razón y pretendía algo más que mi alma? — intervino Bruno Guinea.
— ¡Naturalmente…! Está en lo cierto al asegurar que su alma no vale el escandaloso precio que he pagado por ella. Ninguna lo vale.
— ¿Y por qué se complace en hacerle sufrir de esta manera? — quiso saber Leonor Acevedo.
El aludido la observó sorprendido y casi de inmediato replicó:
— ¿Yo? ¿Qué interés tendría en hacerle sufrir? ¿Qué me importa lo que sufra nadie en vida?
— ¿Ah, no?
— ¿Acaso le importa a usted que una hormiga esté sufriendo en este momento entre esa hierba? ¿O que un canguro muera en Australia? Ni tan siquiera piensa en ello, de la misma manera que yo no pienso en ningún ser humano en particular. Ni al bien ni al mal nos preocupa el presente, téngalo por seguro.
— ¿A qué viene entonces todo esto? — quiso saber Bruno Guinea.
— A que con vistas al futuro, las cosas cambian. Recuerde la célebre frase: «La mies es mucha, y los operarios pocos.» Desde que esa frase se pronunció la humanidad se ha centuplicado, mientras que yo continúo con el mismo número de «operarios».
— ¿Pretenderá hacerme creer que le faltan demonios?
— ¿Acaso imagina que nos reproducimos como los seres humanos? — respondió con una pregunta el interrogado—. Cierto que somos inmortales, pero cierto también que somos asexuados, por lo que no ha nacido ni un solo demonio desde el malhadado día en que nos expulsaron del Paraíso.
— ¡Esto es increíble…! — no pudo evitar exclamar el Cantaclaro—. Debo estar soñando.
— ¡Y yo…! — admitió doña Leonor Acevedo—. Jamás se me habría ocurrido pensar que los demonios fueran asexuados.
— Los teólogos se pasaron siglos discutiendo sobre el sexo de los ángeles — sentenció el pescador—. Pero que yo sepa ninguno de ellos se pronunció nunca sobre el sexo de los ángeles caídos.
— Eso es muy cierto.
— ¡Y tanto que lo es! Siempre se habla de una «legión de demonios», pero ¿de qué sirve una legión frente a los seis mil millones de habitantes que pululan en la actualidad por el planeta? En el rato que llevamos hablando se han cometido más de trescientos asesinatos, docenas de violaciones, incontables actos de pederastia y millones de pecados de toda índole… El trigo de la maldad nace, crece y madura, pero a la hora de recogerlo faltan brazos y por ello tengo que mostrarme imaginativo a la hora de apoderarme de la mayor parte de la cosecha…
— ¿Perdiendo tanto tiempo con una sola espiga como ha perdido conmigo? — inquirió un desconcertado Cantaclaro.
— No se trata de una sola espiga, ya que esa única espiga me va a permitir recolectar millones de otras espigas.
— ¿Cómo…?
— ¿De verdad quiere saberlo…?
— ¡Naturalmente!
— Le advierto que le va a doler.
— Hace tiempo que por su causa crucé las últimas fronteras del dolor.
El extraño pescador les observó con detenimiento, pareció dudar, pero al fin optó por lanzar al abismo la colilla de su cigarrillo al tiempo que con un gesto de la cabeza indicaba a Leonor.
— ¡De acuerdo! — dijo—. Pregúntele a ella.
— ¿A mí? — Se sorprendió la pobre mujer—. ¿Qué tengo yo que ver con todo esto?
— Lo suficiente, puesto que conoce mejor que nadie las respuestas.
— No le comprendo.
— Es muy sencillo… ¿Qué pasó el día que le diagnosticaron que tenía un cáncer terminal?
— Que me invadió una profunda desesperación.
— ¿Y luego?
— ¿Luego? ¿A qué se refiere?
— ¿Qué fue lo primero que hizo en cuanto se serenó…?
— No lo recuerdo.
— Le refrescaré la memoria. Lo primero que hizo fue correr a la iglesia. Volvió a una iglesia en la que no había puesto los pies desde que bautizó a su último hijo, y le pidió ayuda a alguien a quien había olvidado hacia demasiados años.
— Eso es cierto.
— ¡Y tan cierto! Mientras fue feliz se mantuvo alejada de Dios, pero en cuanto le vio las orejas al lobo corrió de nuevo al redil. Buscó consuelo y protección, y si entonces hubiera muerto lo habría hecho en paz consigo misma y con su creador… ¿Me equivoco?
— Me temo que no.
— Pues lo mismo ocurre con millones de personas.
— ¿Qué es lo que ocurre con millones de personas? — quiso saber Bruno Guinea que parecía no entender nada de cuanto se estaba diciendo.
— Que cuando mueren de improviso, y por lo tanto cruzan la línea divisoria con la conciencia cargada de pecados de los que no han tenido tiempo de arrepentirse descienden directamente a los infiernos. Ésa es mi cosecha, gloriosa y abundante. Pero en los últimos años, y debido a que han convertido este precioso mundo en un basurero, el cáncer constituía una de las principales causas de mortandad, hasta el punto de que pasó a convertirse en mi peor enemigo, ya que dejaba a sus víctimas demasiado tiempo para pensar.