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De improviso Bruno Guinea tuvo la abrumadora y desagradable sensación de que había perdido cualquier tipo de control sobre su propia mente. Por último, casi con un susurro inquirió:

— ¿Qué has querido decir con eso?

La fascinante desconocida le observó de medio lado y de nuevo apareció en sus labios la cautivadora sonrisa en el momento de inquirir con absoluta naturalidad:

— Tantos años como hace que nos conocemos y aún no eres capaz de reconocerme.

— ¿El Maligno? — Ante el mudo gesto de asentimiento, el desconcertado Bruno Guinea añadió perplejo —: ¿El Maligno en pantalón corto y bicicleta?

— Yo siempre me adapto al ritmo de los tiempos y cualquier medio de transporte es bueno para llegar en el momento justo. — Sonrió una vez más—. Y rara vez me retraso a la hora de cobrar mi premio.

— ¿Significa eso que vienes a llevarme contigo?

— Sí y no.

— ¿Sí y no?

— Eso he dicho.

— ¿Y a qué juegas? — fue la agresiva pregunta—. O me muero y me llevas contigo, o no me muero y me quedo aquí sentado. Nunca he sabido de nadie que esté «sí muerto» y «no muerto». O ni tan siquiera «levemente muerto».

— Te equivocas. Cuando me llevo a alguien siempre está «sí muerto» en lo que se refiere al cuerpo, y «no muerto» en lo que se refiere al alma, porque es ése el momento justo en el que los seres humanos se dividen en sus dos auténticas esencias: la corporal y la espiritual.

— Siempre me negué a aceptarlo.

— Pues así es como ocurre. Dentro de unos minutos estarás físicamente muerto pero nadie podrá evitar que tu alma continúe más viva que nunca.

— ¡Para lo que me va a servir!

— ¡Cualquiera sabe! ¿Para qué crees que estoy aquí?

— Para llevarme contigo, tú misma lo has dicho.

— Cierto. Pero para conseguirlo no era necesario sudar tanto pedaleando por esa dichosa carretera. Estoy aquí por algo más.

— ¿Y es?

— Que me irrita sobremanera que la muerte sea siempre quien decida cuándo he de cargar con un alma. — Agitó graciosamente su fastuosa cabellera para inquirir en tono agrio —: Mi intención era que continuaras sufriendo en vida unos cuantos años más, pero como de costumbre esa bruja histérica me ha arruinado los planes.

— ¿Realmente te molesta que te haya entregado mi alma para siempre?

— Naturalmente que me molesta. Y mucho.

— ¿Por qué, si al fin y al cabo eso es lo que siempre has querido?

— ¿Y cómo puedes saber tú, o ella, qué es lo que siempre he querido? — inquirió la soberbia criatura con un mohín casi infantil—. ¿Desde cuándo puede nadie presumir de conocer mis intenciones? Ya te lo dije en una ocasión: «Si los caminos del Señor son inescrutables, los míos lo son mucho más.»

— ¿Y a qué viene ahora eso? — protestó el herido—. Dentro de unos instantes te vas a apoderar de mí por el resto de la eternidad, y lo menos que podrías hacer es permitir que muera en paz dedicando el escaso tiempo que me queda a recordar por última vez a los seres que amo.

— Recuerda que continúo siendo el Maligno.

— ¿Y no te apetece dejar de hacer la puñeta aunque sea unos minutos? Empiezo a creer que no te echaron del Paraíso por rebelde; debieron echarte por plasta.

— ¡Me encanta!

— ¿Te encanta ser un plasta?

— ¡No! Me encanta que con un pie ya en la tumba, sigas siendo el Cantaclaro. — La muchacha lanzó un sonoro resoplido, aventuró una especie de amargo gesto de resignación y concluyó con un cierto deje de tristeza —: Echaré de menos estas charlas. Ha sido lo más estimulante que me ha sucedido durante el último siglo.

— ¿Es que a donde voy no podremos hablar?

— Desgraciadamente no.

— ¡Pues sí que estamos buenos! ¿Y a qué se debe esa absurda ley del silencio?

— No existe ninguna absurda «ley del silencio» — fue la amarga respuesta—. Lo que ocurre es que a donde tú vas, a mí no me dejan entrar porque cuando me expulsaron fue para siempre.

— No acabo de entenderte.

— Empiezas a parecerme más tonto de lo que yo creía. — La muchacha extendió la mano y le acarició suavemente la mejilla al añadir —: No voy a llevarte conmigo; no sería justo, puesto que en un momento dado me hiciste un gran favor, y está claro que soy mala, pero no injusta ni desagradecida. — Su espectacular sonrisa se extendió de oreja a oreja—. Además — dijo —, me consta que pronto o tarde acudirían a exigirme que devolviera un alma que nunca me ha pertenecido, ni nunca me pertenecerá, y prefiero no tener que pasar por la humillación de tener que devolverla. — Se puso lentamente en pie y se encaminó sin prisas hacia el punto en que había dejado la bicicleta, pero en el momento de subir a ella se volvió para guiñarle un ojo y comentar —: Ha sido una lástima porque creo que en el fondo esto podría haber constituido el nacimiento de una larga y hermosa amistad…

Madrid-Lanzarote

Abril de 2001