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Samantha intentó ver la carretera y no los postes de la luz y los árboles con los que podía chocar. Se imaginó conduciendo con naturalidad, cambiándose de carril e incluso adelantando a alguien.

– Ahora, imagínate saliendo de la autopista. Al hacerlo, vas a parar en un restaurante. Estás encantada. Conduces con facilidad.

Samantha tomó aire y abrió los ojos.

– Está bien, estoy preparada.

– Bien. Ya te he explicado lo básico. Dime lo que recuerdas.

Samantha le dijo que sabía que tenía que colocar los retrovisores, poner el motor en marcha y meter primera y, antes de lo que a ella le hubiera gustado, Jack le dijo que había llegado el momento de pasar de la visualización a la práctica.

Así que Samantha puso el motor en marcha, metió primera después de haber colocado los retrovisores, y comprobó que, gracias a Dios, estaban solos en el aparcamiento.

– Allá voy -murmuró levantando el pie del freno y deslizándolo suavemente sobre el acelerador.

El coche se movió. No fue para tanto. Había conducido un par de veces en la universidad y parecía que lo estaba recordando.

– Pon el intermitente y gira a la derecha -le indicó Jack.

Samantha así lo hizo, pero la falta de práctica hizo que girara el volante demasiado rápido y el coche giró sobre sí mismo bruscamente, obligándola a frenar con fuerza.

– Perdón.

– No pasa nada. No te preocupes. Hemos venido a practicar. Si ya supieras conducir, no haría falta que te enseñara.

Desde luego, estaba siendo amable y paciente y Samantha se lo agradecía sobremanera porque era consciente de que en aquella situación Vance ya llevaría un buen rato gritándole.

– Vamos a intentarlo de nuevo.

– Muy bien -contestó Samantha poniendo el intermitente y girando el coche con más suavidad-. Vaya, me ha salido bien.

– ¿Lo ves? -sonrió Jack-. Vamos a dar un par de vueltas más por el aparcamiento y, luego, salimos a la calle.

– ¿A la calle? -gritó Samantha.

– No te puedes quedar en el aparcamiento para siempre -contestó Jack.

– ¿Cómo que no? Es un aparcamiento precioso, me encanta, podría quedarme a vivir en él.

– Tranquila, no pasa nada. Venga, conduce. Por ahí.

Samantha estuvo conduciendo por el aparcamiento durante otros cinco minutos, girando, poniendo los intermitentes, parando y, al final, a pesar de sus protestas, Jack consiguió convencerla para salir a la calle.

– Estamos en un polígono industrial y es sábado, así que no va a haber casi coches. Venga, toma aire varias veces y a la calle.

Samantha dio un pequeño gritito y se lanzó, pero, al llegar a la salida de la autopista, decidió tomar la vía de servicio, seguridad en lugar de libertad, diciéndose que la autopista seguiría estando allí al día siguiente.

– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó Jack a Samantha al entrar en el supermercado.

– Ha estado fenomenal -contestó Samantha-. Has estado muy bien. Paciente, sereno y dispuesto a explicarme las cosas cincuenta veces.

– Gracias por los cumplidos, pero no preguntaba por eso. Admite que no ha sido tan difícil.

Lo cierto era que había sido más fácil de lo que Samantha creía. Después de una hora dando vueltas por el polígono industrial, se había atrevido a llevar el coche de vuelta a la ciudad.

– Eres un buen profesor.

– Y tú, una buena conductora.

– ¿De verdad?

Jack asintió y Samantha sonrió encantada.

– En nada, te sacarás el carné y te comprarás un coche.

– Sí, creo que me compraré uno de esos híbridos nuevos, ésos que no contaminan tanto.

– ¿Te apetecen fresas? -le preguntó Jack al llegar a la fruta.

– Sí, me encantan las fresas -contestó Samantha.

– ¿Sabes que esta tienda te lleva la compra a casa?

– Sí, pero me gusta venir a hacer yo la compra para ver el género -contestó Samantha.

Tras pagar, fueron hacia el coche, cargaron las bolsas y Jack le indicó que condujera ella hasta casa. Mientras lo hacía, le entraron dudas. Le había dicho a Jack que lo invitaba a cenar por haberla enseñado a conducir, pero ahora se preguntaba si a él le apetecería.

– Oye, si no te apetece venir a cenar a casa, no te sientas obligado, ¿eh? -le dijo con confianza.

– Somos amigos, ¿no?

Samantha asintió.

– Entonces, cuenta conmigo.

Amigos.

Samantha no sabía si lo había dicho para recordárselo a sí mismo o para dejárselo claro a ella. A lo mejor, le estaba dando a entender que no estaba dispuesto a intentar nada más.

Jack llegó a casa de Samantha a las siete en punto. Se llevó a Charlie porque, aunque el perro estaba cansado y sólo quería dormir, pensó que, si la conversación se hacía difícil, siempre podían hablar de él.

«Patético» se dijo.

Quería hacer lo correcto con Samantha, es decir, ser su amigo y su jefe y nada más, pero, por mucho que se lo repetía y por muchas veces que ella le decía que no, la seguía deseando.

Llamó a la puerta prometiéndose que, cuando volviera a casa, dilucidaría la manera de olvidarse de ella, pero mientras tanto… no había nada de malo en soñar un rato.

– Veo que has venido -lo saludó Samantha al abrir la puerta.

– ¿Dudabas de que viniera?

– Esperaba que lo hicieras -contestó ella-. Pasad.

Jack así lo hizo y, mientras la seguía por el pasillo, se fijó en que se había puesto una camisola de colores que se deslizaba por uno de sus hombros, dejando al descubierto su cremosa piel, y en que iba descalza.

– Has vuelto a ser tú -comentó.

– ¿Cómo? -se extrañó Samantha.

– Desde que has llegado, te has mostrado un poco conservadora. Es cierto que juegas al baloncesto en el pasillo y, que vistes de colores vivos, pero no como antes. Esta es la primera vez que eres de verdad, tal y cómo eras en la universidad.

– Gracias, es lo más bonito que me has dicho nunca -sonrió Samantha-. Ven, he comprado vino y te voy a dejar que hagas de machito de la casa y que lo abras.

– Vaya, todo un honor -bromeó Jack.

A continuación, tras abrir la botella de vino y servir dos copas, pasaron al salón se sentaron a tomárselo con un aperitivo.

– He estado viendo la prensa y parece que las cosas se están apaciguando -comentó Samantha.

– Sí, David está trabajando mucho en ello y lo está haciendo muy bien.

– Te llevas muy bien con él, ¿verdad?

– Sí, a veces ha sido más padre para mí que mi propio padre. En realidad, podría haber sido mi hermano mayor porque no nos llevamos mucha diferencia de edad. Él también viajaba mucho pero, a diferencia de mi padre, por lo menos nos llamaba. Con eso era suficiente.

– Tienes razón -contestó Samantha mordisqueando un trozo de apio-. Cuando mi padre se fue, lo echaba mucho de menos. Por supuesto, fue un gran trauma pasar de ser una princesita rica a una niña que llevaba ropa de segunda mano, pero era mucho más que eso. Si hubiera tenido que elegir entre el dinero o mi padre, lo habría elegido a él, pero no lo entendió o no le importó.

– Él se lo perdió -la consoló Jack.

– Gracias. Yo me decía lo mismo. Así fue como me convertí en una mujer decidida a que no me pasara lo mismo que a mi madre. No me importaba enamorarme de un hombre que no tuviera dinero, lo importante para mí era saber que era importante para él y que los dos queríamos hacer las mismas cosas.

Aquellas palabras le llegaron a Jack al corazón porque él estaba convencido de haber sido ese hombre diez años atrás, pero era obvio que Samantha no lo había visto así o, tal vez, nunca lo había tenido por nada más que por un amigo.