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Me miró. Yo no tenía nada que decir. Ella había estado en lo cierto al afirmar que su revelación debía hacerse en el momento estrictamente adecuado si se pretendía que surtiese algún efecto. Sentía una angustia inexpresable. Era como un deseo de llorar, aunque no estaba triste ni melancólico. Ansiaba algo inefable, pero esa ansiedad no me pertenecía. Como muchos de los sentimientos y sensaciones que había tenido desde mi llegada, me era ajeno.

Vinieron a mi memoria las aseveraciones de Néstor acerca de Eligio. Conté a la Gorda lo que él había dicho y ella me pidió que les narrara las visiones de mi trayecto entre el tonal y el nagual, inmediatamente posterior a mi salto al abismo. Cuando terminé, todas parecían asustadas. La Gorda aisló de inmediato mi visión de la cúpula.

– El Nagual nos dijo que nuestra segunda atención sería enfocada algún día a esa cúpula -afirmó-. Ese día seremos enteramente segunda atención, como lo son el Nagual y Genaro, y ese día nos reuniremos con ellos.

– ¿Quieres decir, Gorda, que iremos como somos? -pregunté.

– Sí, iremos como somos. El cuerpo es la primera atención, la atención del tonal. Cuando se convierte en segunda atención, sencillamente entra al otro mundo. Al saltar al abismo concentraste temporalmente tu segunda intención. Pero Eligio era más fuerte y su segunda intención quedó fijada por el salto. Eso fue lo que le ocurrió y era como nosotros. Pero es imposible decir dónde está. Ni siquiera el Nagual lo sabía. Pero si está en alguna parte es en esa cúpula. O rebotando de visión en visión, tal vez para toda la eternidad.

La Gorda dijo que en mi trayecto entre el tonal y el nagual había corroborado a gran escala que la totalidad de nuestro ser se convierte en segunda atención, y también cuando ella nos transportó un kilómetro para huir de los aliados. Agregó que el problema que el Nagual nos había dejado por resolver, a modo de desafío, consistía en si íbamos a ser o no capaces de desarrollar nuestra voluntad, o el poder de nuestra segunda atención para enfocarlo en forma indefinida sobre cualquier cosa que quisiéramos.

Permanecimos inmóviles durante un rato. Aparentemente, había llegado mi hora de partir, pero no podía ponerme en marcha. El pensar en el destino de Eligio me había paralizado. Ya fuese que hubiese podido llegar a la cúpula de nuestro encuentro, ya fuese que hubiera quedado atrapado en lo tremendo, la imagen de su viaje era enloquecedora. No me costaba ningún esfuerzo concebirlo, puesto que contaba con mi propia experiencia.

El otro mundo al cual don Juan se había referido prácticamente desde el mismo momento en que nos conocimos, había sido siempre una metáfora, una forma oscura de designar cierta distorsión perceptual, o, en el mejor de los casos, una manera de hablar acerca de un estado indefinible del ser. Si bien don Juan me había hecho percibir rasgos indescriptibles del mundo, no me era posible considerar míos experiencia como algo más que un juego sobre mi percepción, un espejismo dirigido de alguna especie, al cual se las había arreglado para someterme, bien por medio de plantas psicotrópicas o valiéndose de otros métodos que yo no lograba deducir racionalmente. Siempre había ocurrido esto. Siempre me había escudado en la idea de que la unidad del «yo» que conocía y que me era familiar había sido desplazada tan sólo temporalmente. Era inevitable, tan pronto como esa unidad fuera recuperada, que el mundo volviera a convertirse en el refugio de mi inviolable ser racional. El campo de probabilidades que la Gorda había abierto con sus revelaciones era escalofriante.

Se puso de pie y me hizo levantar del banco por la fuerza. Dijo que yo debía partir antes del crepúsculo. Me acompañaron al coche y nos despedimos.

La Gorda me dio una última orden. A mi regreso debía ir directamente a casa de los Genaros.

– No queremos verte hasta que sepas qué hacer -dijo con una radiante sonrisa-. Pero no tardes demasiado.

Las hermanitas asintieron.

– Estas montañas no nos van a permitir permanecer aquí por mucho tiempo -agregó, señalando con un sutil movimiento de la barbilla las ominosas, erosionadas colinas del otro lado del valle.

Le hice una pregunta más. Quería saber si ella tenía alguna idea del lugar al que irían el Nagual y Genaro una vez que se hubiese concretado nuestro encuentro. Levantó los ojos al cielo, alzó los brazos e hizo un movimiento indescriptible con ellos, dando a entender que no había límite para aquella inmensidad.

Fin