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– No encuentro palabras para expresarle lo impresionado que me hallo -dije.

– ¡Palabras! ¿Quién necesita palabras? -dijo, cortante.

Tuve un destello de lucidez. Mi razón me había estado traicionando. Había una sola explicación probable para su magnífica metamorfosis; don Juan debía haberla tomado como aprendiz. ¿De qué otro modo podía una vieja como doña Soledad convertirse en ese ser fantástico, poderoso? Tendría que haberme resultado obvio desde el momento en que la vi, pero esa posibilidad no formaba parte del conjunto de mis expectativas respecto de ella.

Deduje que el trabajo de don Juan con ella debía haberse realizado en los dos años durante los cuales yo no la había visto, si bien dos años parecían constituir un lapso demasiado breve para tan espléndido cambio.

– Ahora creo comprender lo que le ha sucedido -dije, en tono alegre y despreocupado-. Acaba de hacerse cierta luz en mi mente.

– Ah, ¿si? -dijo, sin el menor interés.

– El Nagual le está enseñando a ser una bruja, ¿no es cierto?

Me miró desafiante. Percibí que lo que había dicho era precisamente lo menos adecuado. Había en su rostro una expresión de verdadero desprecio. No iba a decirme nada.

– ¡Qué cabrón eres! -exclamó de pronto, temblando de ira.

Pensé que su cólera era injustificada. Me senté en un extremo de la cama, mientras ella, nerviosa, daba golpecitos en el suelo con el talón. Luego fue a sentarse al otro extremo, sin mirarme.

– ¿Qué es exactamente lo que usted quiere que haga? -pregunté con tono firme, intimidatorio.

– ¡Ya te lo he dicho! -aulló-. Tú y yo somos lo mismo.

Le pedí que me explicase lo que quería decir y que no pensase, ni por un instante, que yo sabía algo. Tales palabras la irritaron aún más. Se puso en pie bruscamente y dejó caer su falda al suelo.

– ¡Esto es lo que quiero decir! -chilló, acariciándose el pubis.

Mi boca se abrió sin que mediase mi voluntad. Era consciente de que la estaba contemplando como un idiota.

– ¡Tú y yo somos uno aquí! -dijo.

Yo estaba mudo de asombro. Doña Soledad, la anciana india, madre de mi amigo Pablito, estaba realmente semidesnuda, a pocos pasos de mí, mostrándome sus genitales. La miré, incapaz de expresar idea alguna. Lo único que sabía era que su cuerpo no correspondía a una vieja. Tenía hermosos muslos, oscuros y sin vello. Sus caderas eran anchas debido a su estructura ósea, pero no tenían gordura alguna.

Debió de haber advertido mi examen y se echó sobre la cama.

– Ya sabes qué hacer -dijo, señalándose el pubis-. Somos uno aquí.

Descubrió sus robustos pechos.

– ¡Doña Soledad, se lo ruego! -exclamé-. ¿Qué le sucede? Usted es la madre de Pablito.

– No, ¡no lo soy! -barbotó-. No soy madre de nadie.

Se incorporó y me miró fieramente.

– Soy lo mismo que tú, una parte del nagual -dijo-. Estamos hechos para mezclarnos.

Abrió las piernas y yo me aparté de un salto.

– ¡Espere un momento, doña Soledad! -dije-. Déjeme decirle algo.

Por un instante me dominó un miedo salvaje y por mi mente cruzó una idea loca. ¿Sería posible, me preguntaba, que don Juan estuviese oculto por allí, desternillándose de risa?

– ¡Don Juan! -aullé.

Mi chillido fue tan fuerte y profundo que doña Soledad saltó de su cama y se cubrió a toda prisa con su falda. Vi cómo se la ponía mientras yo volvía a bramar:

– ¡Don Juan!

Anduve por toda la casa, profiriendo el nombre de don Juan, hasta que tuve la garganta seca. Doña Soledad, en el ínterin, había salido corriendo y aguardaba junto a mi automóvil, contemplándome, perpleja.

Me acerqué a ella y le pregunté si don Juan le había ordenado hacer todo aquello. Asintió con un gesto. Le pregunté si él se encontraba en los alrededores. Respondió que no.

– Dígamelo todo -dije.

Me explicó que se limitaba a seguir instrucciones de don Juan. El le había ordenado cambiar su ser por el de un guerrero con la finalidad de ayudarme. Aseveró que había pasado años esperando para cumplir esa promesa.

– Ahora soy muy fuerte -dijo con suavidad-. Sólo para ti. Pero en la habitación no te gusté, ¿no?

Me encontré explicándole que no se trataba de que no me gustase, que contaban en mucho mis sentimientos hacia Pablito; entonces comprendí que no tenía la más vaga idea de lo que estaba diciendo.

Doña Soledad parecía entender lo embarazoso de mi posición y afirmó que era mejor olvidar nuestro incidente.

– Debes estar hambriento -dijo con vivacidad-. Te prepararé algo de comer.

– Aún hay muchas cosas que no me ha explicado -señalé-. Le seré franco: no me quedaría aquí por nada del mundo. Usted me asusta.

– Estás obligado a aceptar mi hospitalidad; aunque sea una taza de café -dijo, sin inmutarse-. Vamos, olvidemos lo sucedido.

Me indicó con un gesto que fuese hacia la casa. En ese momento oí un gruñido sordo. El perro se había levantado y nos miraba como si comprendiese lo que conversábamos.

Doña Soledad clavó en mí una mirada aterradora. Luego se serenó y sonrió.

– No hagas caso de mis ojos dijo-. Lo cierto es que soy vieja. Últimamente me mareo. Creo que necesito gafas.

Se echó a reír y comenzó a hacer payasadas, mirando entre sus dedos, colocados de modo de fingir gafas.

– ¡Una vieja india con gafas! Será el hazmerreír -comentó, sofocando una carcajada.

Me preparé mentalmente para comportarme con brusquedad y salir de allí sin dar explicación alguna. Pero antes de partir quería dejar algunas cosas para Pablito y sus hermanas. Abrí el portaequipajes para sacar los regalos que les había llevado. Me incliné hacia el interior con el objeto de alcanzar los dos paquetes colocados junto al respaldo del asiento posterior, al lado de la rueda de recambio. Había cogido uno y estaba a punto de asir el otro cuando sentí en la nuca una mano suave y peluda. Emití un chillido involuntario y me golpeé la cabeza contra la tapa levantada del coche. Me volví para mirar. La presión de la mano peluda me impidió completar el movimiento, pero alcancé a vislumbrar fugazmente un brazo, o una garra, de tonalidad plateada, suspendido sobre mi cuello. El pánico hizo presa en mí, me aparté con esfuerzo del portaequipajes, y caí sentado, con el paquete aún en la mano. Todo mi cuerpo temblaba, tenía contraídos los músculos de las piernas y me vi levantándome de un brinco y corriendo.

– No pretendía asustarte -dijo doña Soledad, en tono de disculpa, mientras yo la miraba desde una distancia de más de dos metros.

Me mostró las palmas en un gesto de entrega, como si tratase de asegurarme que lo que yo había sentido no era una de sus manos.

– ¿Qué me hizo? -pregunté, tratando de aparentar calma y soltura.

No se podría decir si estaba muy avergonzada o totalmente desconcertada. Murmuró algo y sacudió la cabeza como si no pudiese expresarlo, o no supiera a qué me refería.

– Vamos, doña Soledad -dije, acercándome a ella-, no me juegue sucio.

Parecía hallarse al borde del llanto. Yo deseaba consolarla, pero una parte de mí se resistía. Tras una pausa brevísima le dije lo que había sentido y visto.

– ¡Eso es terrible! -su voz era un grito.

Con un movimiento sumamente infantil, se cubrió el rostro con el antebrazo derecho. Pensé que estaba llorando. Me acerqué a ella e intenté rodear sus hombros con el brazo. Pero no conseguí hacer el gesto.

– Ahora, doña Soledad -dije-, olvidemos todo esto y reciba estos paquetes antes de que yo parta.

Di un paso para situarme frente a ella. Alcancé a ver sus ojos, negros y brillantes, y parte de su rostro tras el brazo que me lo ocultaba. No lloraba. Sonreía.

Salté hacia atrás. Su sonrisa me aterraba. Ambos permanecimos inmóviles largo tiempo. Mantenía cubierta la cara, pero yo le veía los ojos y sabía que me observaba.

Allí parado, casi paralizado por el miedo, me sentía completamente abatido. Había caído en un pozo sin fondo. Doña Soledad era una bruja. Mi cuerpo lo sabía, y, sin embargo, no terminaba de aceptarlo. Prefería creer que había enloquecido y la tenían encerrada en la casa para no enviarla a un manicomio.