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– Le llamábamos el Nagual -prosiguió Néstor- porque estaba escindido en dos partes. Dicho en otros términos, toda vez que lo necesitaba, le era posible salir por un camino con el que nosotros no contábamos; algo surgía de él, algo que no era un doble sino una sombra horrenda, amenazante, de aspecto semejante al suyo, pero del doble de su tamaño. Llamamos Nagual a esa sombra y todo aquel que la tiene es, por supuesto, el Nagual.

»El Nagual nos dijo que, si lo deseábamos, todos podíamos disponer de esa sombra que surge de la cabeza, pero lo más probable es que ninguno de nosotros lo desee. Genaro no lo quería, de modo que supongo que nosotros tampoco lo queremos. Por lo que parece, eres tú quien carga con ello.

Se desternillaron de risa. Benigno me rodeó los hombros con el brazo y rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas.

– ¿Por qué dices que cargo con ello? -pregunté a Néstor.

– Consume mucha energía -dijo-, demasiado trabajo. No sé cómo puedes mantenerte en pie.

»El Nagual y Genaro te dividieron en el bosquecillo de eucaliptus. Te llevaron allí porque los eucaliptos son tus árboles. Yo estaba allí, y presencié el momento en que te abrieron y sacaron tu nagual. Lo hicieron tirándote de las orejas hasta que tu luminosidad estuvo separada en dos y dejaste de ser un huevo, para convertirte en dos largos trozos de luminosidad. Luego te volvieron a unir, pero cualquier brujo que vea puede decir que hay un enorme agujero en el centro.

– ¿Cuál es la ventaja de haber sido dividido?

– Tienes un oído que lo oye todo y un ojo que lo ve todo y siempre te será posible sacar un kilómetro de ventaja en caso de necesidad. A esa división obedece también el que nos hayan dicho que tú eras el Maestro.

»Intentaron también dividir a Pablito, pero aparentemente fracasaron. Es demasiado consentido y siempre se ha gratificado como un cerdo. Es por ello que tiene tantas arrugas.

– Entonces, ¿qué es un doble?

– Un doble es el otro, el cuerpo que se obtiene mediante el soñar. Tiene exactamente el mismo aspecto que uno.

– ¿Tienen todos un doble?

Néstor me miró con la sorpresa reflejada en sus ojos.

– ¡Eh, Pablito, háblale de dobles al Maestro! -dijo riendo.

Pablito pasó al otro lado de la mesa y sacudió a Benigno.

– Háblale tú, Benigno -dijo-. Mejor aún, muéstraselo.

Benigno se puso de pie, abrió los ojos tanto como pudo y miró al techo; luego se bajó los pantalones y me mostró el pene.

Los Genaros estallaron en risotadas.

– ¿Tu pregunta fue hecha en serio, Maestro? -me preguntó Néstor, inquieto.

Le aseguré que había expresado con absoluta autenticidad mi deseo de conocer todo lo relativo a su saber. Me lancé entonces a una larga aclaración acerca de cómo don Juan me había mantenido apartado de su mundo por motivos que no alcanzaba a desentrañar, impidiéndome una relación más estrecha con ellos.

– Piensen en esto -dije-: hasta hace tres días ignoré que esas cuatro muchachas fuesen aprendices del Nagual, y que Benigno lo fuera de Genaro.

Benigno abrió los ojos.

– Y tú piensa en esto -dijo-: hasta hoy ignoré que fueses tan estúpido.

Volvió a cerrar los ojos y los tres echaron a reír como locos. No me quedó más remedio que sumarme a ellos.

– Te estábamos tomando el pelo, Maestro -dijo Néstor a modo de disculpa-. Creíamos que tú nos lo estabas tomando a nosotros, con tu insistencia en el tema. El Nagual nos dijo que veías. Si es así, te darás cuenta de que somos un grupo ridículo. Carecemos del cuerpo del soñar. No tenemos doble.

Del modo más grave y formal, Néstor me hizo saber que algo se interponía entre ellos y su deseo de tener un doble. Entendí que lo que me quería decir era que, desde la partida de don Juan y don Genaro, se había creado una barrera. Él pensaba que probablemente fuese producto del fracaso de Pablito en su tarea. Pablito agregó que, desde que el Nagual y Genaro se habían ido, algo les perseguía; incluso Benigno, que por entonces vivía en el punto más meridional de México, había tenido que regresar. Sólo al estar los tres juntos se sentían seguros.

– ¿Y de qué crees que se trate? -pregunté a Néstor.

– Hay algo allí fuera, en esa inmensidad, que nos atrae -replicó-. Pablito considera que la culpa es suya, por ponerse a malas con las mujeres.

Pablito se volvió hacia mí. Había un brillo intenso en sus ojos.

– Me han echado una maldición, Maestro -dijo-. Sé que soy la causa de todas nuestras dificultades. Quise desaparecer de estos alrededores tras mi pelea corn Lidia, y a los pocos meses me fui a Veracruz. Allí me encontré realmente feliz, junto a una muchacha con la que pretendía casarme. Conseguí trabajo y todo me iba bien, hasta que un día llegué a casa y me encontré con esos cuatro monstruos hombrunos que, como animales de presa, me habían seguido el rastro por el olfato. Estaban en mi casa, atormentando a mi mujer. La bruja de Rosa puso la mano sobre el vientre de mi mujer y la hizo cagar en la cama; como lo oyes. Su jefe, Cien Nalgas, me dijo que habían cruzado el continente buscándome. Me cogió por el cinturón y me arrancó de allí. Me empujó hasta la estación de autobuses para traerme aquí. Yo estaba enloquecido porque no podía enfrentarme con Cien Nalgas.

Me hizo subir al autobús. Pero en el camino huí. Corrí por entre arbustos y sobre colinas hasta que los pies se me hincharon al punto de no poder quitarme los zapatos. Estuve al borde de la muerte. Pasé nueve meses enfermo. Si el Testigo no me hubiese encontrado, no estaría vivo.

– Yo no le encontré -me dijo Néstor-. Fue la Gor da. Me llevó hasta el lugar en que se hallaba y entre los dos lo ayudamos a llegar al autobús y lo trajimos aquí. Deliraba y pagamos un suplemento del billete para que el conductor le permitiera permanecer en el vehículo.

Con acentos sumamente dramáticos, Pablito dijo que él no había cambiado de parecer; aún deseaba morir.

– Pero, ¿por qué? -le pregunté.

Benigno respondió por él, con voz estruendosa.

– Porque no le funciona la picha -dijo.

El resonar de su voz fue tan extraordinario que tuve la fugaz impresión de que hablaba desde dentro de una caverna. Era a la vez aterradora y absurda. Reí, casi fuera de control.

Néstor contó que Pablito había tratado de cumplir su misión de establecer relaciones sexuales con las mujeres, de acuerdo con las instrucciones del Nagual. Éste le había dicho que los cuatro lados de su mundo estaba ya situados en la posición adecuada y que todo lo que tenía que hacer era exigirlos. Pero cuando Pablito fue a exigir su primer lado, Lidia, ella estuvo a punto de darle muerte. Néstor agregó que, en su opinión personal como testigo del evento, la razón por la cual Lidia le había dado el cabezazo era su imposibilidad para cumplir su función como hombre; en vez de sentirse azorada por las circunstancias, le había golpeado.

– ¿Estuvo Pablito realmente enfermo como consecuencia de ese golpe, o tan sólo lo fingió? -pregunté, casi chanceando.

Volvió a responder Benigno, con la misma voz retumbante.

– ¡Sólo fingía! -dijo-. ¡No fue más que un chichón!

Pablo y Néstor rieron agudamente y chillaron

– No culpamos a Pablito por temer a esas mujeres -dijo Néstor-. Son todas como el propio Nagual, guerreros temibles. Son viles y locas.

– ¿Las crees tan malas? -le pregunté.

– Decir que son malas es omitir una parte de la verdad -dijo Néstor-. Son exactamente como el Nagual. Son decididas y tenebrosas. Cuando el Nagual estaba aquí, solían sentarse cerca de él y mirar a lo lejos con los ojos entornados durante horas, a veces durante días.

– ¿Es cierto que Josefina estuvo rematadamente loca hace tiempo? -inquirí.

– No me hagas reír -replicó Pablito-. No hace tiempo; es ahora cuando está loca. Es la más demente de la pandilla.

Les conté lo que me había hecho. Suponía que iban a apreciar el aspecto cómico de su magnífica actuación. Pero mi relato pareció caerles mal. Me escucharon como niños asustados; hasta Benigno abrió los ojos para atender a mis palabras.

– ¡Es tremendo! -exclamó Pablito-. Esas brujas son realmente horrorosas. Y sabes que su jefe es Cien Nalgas. Es ella quien arroja la piedra y esconde la mano y finge ser una niña inocente. Ten cuidado con ella, Maestro.