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No me atrevía a moverme ni a quitarle los ojos de encima. Debimos haber permanecido en la misma posición durante cinco o seis minutos. Ella mantuvo el brazo alzado inmóvil. Se encontraba junto a la parte trasera del coche, casi apoyada en el parachoques izquierdo. La tapa del portaequipaje seguía levantada. Pensé en precipitarme hacia la puerta derecha. Las llaves estaban en el contacto.

Me relajé un tanto con el objeto de decidir el momento más adecuado para echar a correr. Pareció advertir mi cambio de actitud inmediatamente. Bajó el brazo, dejando al descubierto todo su rostro. Tenía los dientes apretados y los ojos fijos en mí. Se la veía cruel y vil. De pronto, avanzó hacia donde yo me encontraba, tambaleándose. Se afirmó sobre el pie derecho, al modo de un esgrimista, y alargó las manos, cual si se tratase de garras, para aferrarme por la cintura mientras profería el más escalofriante de los alaridos.

Mi cuerpo dio un salto hacia atrás, para no quedar a su alcance. Corrí hacia el coche, pero con inconcebible agilidad se echó ante mí, haciéndome dar un traspié. Caí boca abajo y me asió por el pie izquierdo. Encogí la pierna derecha, y le habría propinado un puntapié en la cara si no se hubiese separado de mí, dejándose caer de espaldas. Me puse en pie de un salto y traté de abrir la portezuela del auto. Me arrojé sobre el capó para pasar al otro lado pero, de algún modo, doña Soledad llegó a él antes que yo. Intenté retroceder, siempre rodando sobre el capó, pero en medio de la maniobra sentí un agudo dolor en la pantorrilla derecha. Me había sujetado por la pierna. No pude pegarle con el pie izquierdo; me tenía sujeto por ambas piernas contra el capó. Me atrajo hacia ella y le caí encima. Luchamos en el suelo. Su fuerza era magnífica y sus alaridos aterradores. Apenas si podía moverme bajo la inmensa presión de su cuerpo. No era una cuestión de peso, sino más bien de potencia, y ella la tenía. De pronto oí un gruñido y el enorme perro saltó sobre su espalda y la apartó de mí. Me puse de pie. Quería entrar al coche pero mujer y perro luchaban junto a la puerta. El único refugio era la casa. Llegué a ella en uno o dos segundos. No me volví a mirarlos: me precipité dentro y cerré la puerta de inmediato, asegurándola con la barra de hierro que había tras ella. Corrí hacia el fondo y repetí la operación con la otra puerta.

Desde el interior alcanzaba a oír los furiosos gruñidos del perro y los chillidos inhumanos de la mujer. Entonces, súbitamente, el gruñir y el ladrar del animal se trocaron en gañidos y aullidos, como si experimentase dolor, o algo que lo atemorizase. Sentí una sacudida en la boca del estómago. Mis oídos comenzaron a zumbar. Comprendí que estaba atrapado en la casa. Tuve un acceso de terror. Me sublevaba mi propia estupidez al correr hacia la casa. El ataque de la mujer me había desconcertado a tal punto que había perdido todo sentido de la estrategia y me había comportado como si escapase de un contrincante corriente del que fuera posible deshacerse por medio del simple expediente de cerrar una puerta. Oí que alguien llegaba hasta la puerta y se apoyaba en ella, tratando de abrirla por la fuerza. Luego hubo violentos golpes y estrépito.

– Abre la puerta -dijo doña Soledad con voz seca-. Ese condenado perro me ha herido.

Consideré la posibilidad de dejarla entrar. Me vino a la memoria el recuerdo de un enfrentamiento con una bruja, que había tenido lugar años atrás, la cual, según don Juan, cambiaba de forma con el fin de enloquecerme y darme un golpe mortal. Evidentemente, doña Soledad no era tal como yo la había conocido, pero yo tenía razones para dudar que fuese una bruja. El elemento tiempo desempeñaba un papel preponderante en relación con mi convicción. Pablito, Néstor y yo llevábamos años de relación con don Juan y don Genaro y no éramos brujos; ¿cómo podía serlo doña Soledad? Por grande que fuese su transformación, era imposible que hubiera improvisado algo que cuesta toda una vida lograr.

– ¿Por qué me atacó? -pregunté, hablando con voz lo bastante fuerte como para ser oído desde el otro lado de la maciza puerta.

Respondió que el Nagual le había dicho que no me dejase partir. Le pregunté por qué.

No contestó; en cambio, golpeó la puerta furiosamente, a lo que yo respondí golpeando a mi vez con más fuerza. Seguimos aporreando la puerta durante varios minutos. Se detuvo y comenzó a rogarme que le abriera. Sentí una oleada de energía nerviosa. Comprendí que si abría, tendría una oportunidad de huir. Quité la tranca. Entró tambaleándose. Llevaba la blusa desgarrada. La banda que sujetaba su cabello se había caído y las largas greñas le cubrían el rostro.

– ¡Mira lo que me ha hecho ese perro bastardo! -aulló-. ¡Mira! ¡Mira!

Respiré hondo. Se la veía un tanto aturdida. Se sentó en un banco y comenzó a quitarse la blusa hecha jirones. Aproveché ese momento para salir corriendo de la casa y precipitarme hacia el coche. Con una velocidad que sólo podía ser hija del miedo, entré en él, cerré la portezuela, conecté el motor automáticamente y puse la marcha atrás. Aceleré y volví la cabeza para mirar por la ventanilla posterior. Al hacerlo sentí un aliento cálido en el rostro; oí un horrendo gruñido y vi en un instante los ojos demoníacos del perro. Estaba en el asiento trasero. Vi sus terribles dientes junto a mis ojos. Bajé la cabeza. Sus dientes alcanzaron a cogerme el cabello. Debo de haberme hecho un ovillo en el asiento, y, al hacerlo, retirado el pie del embrague. La sacudida que dio el coche hizo perder el equilibrio al animal. Abrí la portezuela y salí a toda prisa. La cabeza del perro asomó también por la portezuela. Faltaron pocos centímetros para que me mordiera los tobillos y alcancé a oír el ruido que hacían sus dientes al cerrar firmemente las mandíbulas. El coche comenzó a deslizarse hacia atrás y yo eché a correr nuevamente, esta vez hacia la casa. Me detuve antes de llegar a la puerta.

Doña Soledad estaba allí parada. Se había vuelto a recoger el pelo. Se había echado un chal sobre los hombros. Me miró fijamente por un instante y luego se echó a reír, muy suavemente al principio, como si hacerlo le provocase dolor en las heridas, y luego estrepitosamente, Me señalaba con un dedo y se sostenía el estómago mientras se retorcía de risa. Se movía hacia delante y hacia atrás, encorvándose e irguiéndose, como para no perder el aliento. Estaba desnuda por encima de la cintura. Veía sus pechos, agitados por las convulsiones de la risa.

Me sentí perdido. Miré el coche. Se había detenido tras retroceder un metro o metro y medio; la portezuela se había vuelto a cerrar, atrapando al perro en el interior. Veía y oía a la enorme bestia mordiendo el respaldo del asiento delantero y dando zarpazos contra las ventanillas.

La situación me obligaba a tomar una muy singular decisión. No sabía a quién temer más, si a doña Soledad o al perro. Concluí, tras un instante de reflexión, que el perro no era más que una bestia estúpida.

Volví corriendo al coche y me subí al techo. El ruido encolerizó al perro. Le oí desgarrar el tapizado. Tendido sobre el techo, conseguí abrir la portezuela del lado del conductor. Tenía la intención de abrir las dos, y deslizarme del techo al interior del automóvil a través de una de ellas, tan pronto como el perro hubiese salido por la otra. Me estiré nuevamente, para abrir la puerta derecha. Había olvidado que estaba asegurada. En ese momento, la cabeza del perro asomó por la portezuela abierta. Sentí pánico ciego ante la idea de que pudiese salir del auto y ganar el techo de un salto.

Tardé menos de un segundo en saltar al suelo y llegar a la puerta de la casa.

Doña Soledad aguardaba en la entrada. El reír le exigía ya esfuerzos supremos, en apariencia casi dolorosos.

El perro se había quedado dentro del coche, aún espumajeando de rabia. Al parecer, era demasiado grande y no lograba hacer pasar su voluminoso cuerpo por sobre el respaldo del asiento delantero. Fui hasta el coche y volví a cerrar la portezuela con delicadeza. Me puse a buscar una vara cuya longitud me permitiese maniobrar para quitar el seguro de la puerta derecha.