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Busqué en la zona de delante de la casa. No había por allí siquiera un trozo de madera. Doña Soledad, entretanto, se había ido adentro. Consideré mi situación. No tenía otra alternativa que recurrir a su ayuda. Presa de gran agitación, crucé el umbral, mirando en todas direcciones y sin descartar la posibilidad de que estuviese escondida tras la puerta, esperándome.

– ¡Doña Soledad! -grité.

– ¿Qué diablos quieres? -gritó a su vez, desde su habitación.

– ¿Me haría el favor de salir y sacar a su perro de mi coche? -dije.

– ¿Estás bromeando? -replicó-. Ese perro no es mío. Ya te lo he dicho; pertenece a mis niñas.

– ¿Dónde están sus niñas? -pregunté.

– Están en las montañas -respondió.

Salió de su habitación y se encaró conmigo.

– ¿Quieres ver lo que me ha hecho ese condenado perro? -preguntó en tono seco-. ¡Mira!

Se quitó el chal y me mostró la espalda desnuda.

No encontré en ella marcas visibles de dientes; había tan sólo unos pocos, largos rasguños que bien podía haberse hecho frotándose contra el áspero suelo. Por otra parte, podía haberse arañado al atacarme.

– No tiene nada -dije.

– Ven a mirarlo a la luz dijo, y cruzó la puerta.

Insistió en que buscase cuidadosamente marcas de los dientes del perro. Me sentía estúpido. Tenía una sensación de pesadez en torno de los ojos, especialmente sobre las cejas. No le hice caso y salí. El perro no se había movido y comenzó a ladrar en cuanto traspuse la puerta.

Me maldije. Yo era el único culpable. Había caído en esa trampa como un idiota. En ese preciso momento se me ocurrió la posibilidad de ir andando al pueblo. Pero mi cartera, mis documentos, todas mis pertenencias, se hallaban en el piso del coche, exactamente bajo las patas del perro. Tuve un acceso de desesperación. Era inútil caminar hasta el pueblo: El dinero que tenía en los bolsillos no alcanzaba siquiera para una taza de café. Además no conocía un alma allí. No tenía más alternativa que hacer salir al perro del auto.

– ¿Qué clase de alimentos come este perro? -grité desde la puerta.

– ¿Por qué no pruebas dándole una pierna? -respondió doña Soledad, también gritando, desde su habitación, a la vez que soltaba una risa aguda.

Busqué algo de comer en la casa. Las ollas estaban vacías. No podía hacer otra cosa que volver a encararla. Mi desesperación se había trocado en cólera. Irrumpí en su habitación, dispuesto a una lucha a muerte. Estaba echada en la cama, cubierta con el chal.

– Por favor, perdóname por haberte hecho todas esas cosas -dijo con sencillez, mirando al techo.

Su audacia dio por tierra con mi cólera.

– Debes comprender mi posición -prosiguió-. No podía dejarte ir.

Rió suavemente y, con voz clara, serena y muy agradable, dijo que la llenaba de remordimiento el ser ávida y torpe, que había estado a punto de ahuyentarme con sus bufonadas, pero que la situación, de pronto, había variado. Hizo una pausa y se sentó en la cama, cubriéndose los pechos con el chal; agregó luego que una extraña confianza había ganado su cuerpo. Levantó la vista al techo e hizo con los brazos un movimiento misterioso, rítmico, semejante al de los molinos de viento.

– Ya no hay modo de que te vayas -dijo.

Me examinó atentamente, sin reír. Mi sentimiento de ira era menos violento, pero mi desesperación era más intensa que nunca. Comprendía que, en términos de fuerza bruta, me era imposible competir, tanto con ella como con el perro.

Dijo que nuestro encuentro estaba acordado desde hacía muchos años, y que ninguno de los dos contaba con el poder necesario para abreviar el lapso que debíamos pasar juntos, ni para separarse del otro.

– No derroches energías en tentativas de irte -dijo-. Es tan inútil que trates de hacerlo como que yo trate de retenerte. Algo que se encuentra más allá de tu voluntad te liberará, y algo que se encuentra más allá de mi voluntad te retendrá aquí.

De algún modo, su confianza no sólo la había dulcificado, sino que la había dotado de un gran dominio sobre las palabras. Sus aseveraciones eran convincentes y muy claras. Don Juan siempre había dicho que yo era un alma crédula cuando se entraba en el terreno de las palabras. Me sorprendí pensando, mientras ella hablaba, que en realidad no era tan temible como yo creía. Daba la impresión de no estar ni siquiera resentida. Mi razón se sentía casi a gusto, pero otra parte de mi ser se rebelaba. Todos mis músculos estaban tensos como alambres, y, sin embargo, me veía forzado a admitir que, a pesar de que me había asustado hasta el punto de sacarme de mis cabales, la encontraba muy atractiva. Me miró fijamente.

– Te demostraré la inutilidad de tratar de escapar -dijo, saltando de la cama-. Voy a ayudarte. ¿Qué necesitas?

Me contemplaba con ojos extrañamente brillantes. La pequeñez y blancura de sus dientes daban a su sonrisa un toque diabólico. La cara, mofletuda, se veía extraordinariamente tersa, sin la menor arruga. Dos líneas bien definidas iban de los lados de su nariz a las comisuras de sus labios, dando al rostro una apariencia de madurez, sin envejecerlo. Al levantarse de la cama dejó caer descuidadamente el chal, poniendo en descubierto la plenitud de sus senos. No se cuidó de cubrirse. Por el contrario, aspiró profundamente y alzó los pechos.

– Ah, lo has advertido, ¿no? -dijo, y meció su cuerpo como si estuviese satisfecha de sí misma-. Siempre llevo el cabello recogido. El Nagual me lo recomendó. Al llevarlo tirante, mi rostro es más joven.

Yo estaba seguro de que se iba a referir a sus pechos. Su salida me sorprendió.

– No quiero decir que la tirantez del cabello me haga parecer más joven -prosiguió, con una sonrisa encantadora-. Sino que me hace realmente más joven.

– ¿Cómo es posible? -pregunté.

Me respondió con otra pregunta. Quiso saber si yo había entendido correctamente a don Juan cuando él decía que todo era posible si uno tenía un firme propósito. Yo pretendía una explicación más precisa. Me interesaba saber qué hacía, además de estirarse el pelo, para parecer tan joven. Dijo que se tendía sobre la cama y se vaciaba de toda clase de pensamientos y sentimientos y permitía que las líneas del piso de su alcoba se llevaran las arrugas. Le exigí más detalles: impresiones, sensaciones, percepciones que hubiese experimentado en esos momentos. Insistió en que no sentía nada, en que ignoraba el modo de acción de las líneas del piso, y en que lo único que sabía era cómo impedir que los pensamientos interfiriesen.

Me puso las manos sobre el pecho y me apartó con suma delicadeza. Al parecer, quería indicarme con ese gesto que ya le había preguntado lo suficiente. Salió por la puerta trasera. Le dije que necesitaba una vara larga. Se dirigió a una pila de leña, pero allí no había varas largas. Le sugerí que me consiguiese un par de clavos, con la finalidad de unir dos trozos de esa madera. Buscamos clavos infructuosamente por toda la casa. Como último recurso, hube de quitar la vara más larga que encontré, una de las que Pablito había empleado en la construcción del gallinero del fondo. El madero, si bien algo endeble, parecía hecho para mi propósito.

Doña Soledad no había sonreído ni bromeado en el curso de la búsqueda. Aparentemente, estaba dedicada por entero a ayudarme. Tal era su concentración que llegué a pensar que me deseaba éxito.

Fui hasta el coche, munido del palo largo y de otro, de menores dimensiones, cogido del montón de leña. Doña Soledad permaneció junto a la puerta de la casa.

Comencé por distraer al perro con el más corto de los palos, sostenido con la mano derecha, a la vez que, con la otra, intentaba hacer saltar el seguro del lado opuesto, valiéndome del más largo. El perro estuvo a punto de morderme la mano derecha; hube de dejar caer el madero corto. La irritación y la fuerza de la enorme bestia eran tan inmensas que me vi al borde de soltar también el largo. El animal estaba a punto de partirlo en dos cuando doña Soledad acudió en mi ayuda; dando golpes en la ventanilla posterior, atrajo la atención del perro, haciéndolo desistir de su intento.