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Nos sentamos. La Gorda lo hizo a mi lado. Tras una pausa, Lidia expuso que temía que hiciera con ellas lo que le había hecho a Pablito. La Gorda rió aseverando que nunca permitiría que ayudase a nadie así. Le expuse que no comprendía qué le había hecho a Pablito que resultaba tan malo. En todo caso, lo había hecho sin ser consciente de ello, y no me hubiese enterado de la acción en sí, de no habérmela hecho conocer Néstor.

Es más: me preguntaba si Néstor no exageraría un tanto y si no estaría equivocado.

La Gorda afirmó que el Testigo nunca cometería un error semejante, que mucho menos lo exageraría, y que era el más perfecto guerrero de entre todos ellos.

– Los brujos no se ayudan entre sí como tu hiciste con Pablito -prosiguió-. Te comportaste como un hombre corriente. El Nagual nos había preparado para ser guerreros. Decía que un guerrero no sentía compasión por nadie. Para él, sentir compasión implicaba desear que la otra persona fuese como uno, estuviese en el lugar de uno y que esa es la razón por la que se da una mano. Eso hiciste con Pablito. Lo más difícil del mundo, para un guerrero, es dejar ser a los otros. Cuando yo era gorda me preocupaba porque Lidia y Josefina no comían lo suficiente. Tenía miedo de que enfermasen y muriesen por no comer. Hice lo imposible por que engordasen, y con el mejor de los propósitos. La impecabilidad de un guerrero consiste en dejar de ser y apoyar a los demás en lo que realmente son. Desde luego, eso implica confiar en que los otros son también guerreros impecables.

– ¿Y si no son guerreros impecables?

– Entonces tu deber es ser impecable y no decir palabra -replicó-. El Nagual sostenía que sólo un brujo que ve y ha perdido la forma puede permitirse ayudar a otro. Es por eso que el nos ayudó e hizo de nosotros lo que somos. No creerás que es posible andar por la calle recogiendo gente para auxiliarla, ¿verdad?

Ya don Juan me había enfrentado con el dilema de no poder ayudar a mis semejantes en modo alguno. En realidad, para él, todo esfuerzo de nuestra parte en ese sentido era un acto arbitrario determinado por nuestro propio interés.

Un día, estando juntos en la ciudad, alcé un caracol que se hallaba en medio de la calzada y lo llevé a lugar seguro, bajo unas parras. Estaba convencido de que, de dejarlo donde lo había encontrado, tarde o temprano alguien lo habría pisado. Pensaba que, al ponerlo fuera de peligro, lo había salvado.

Don Juan señaló que mi suposición era muy superficial, puesto que no había tomado en cuenta dos posibilidades. Una de ellas consiste en que el caracol quizás estaba huyendo de una muerte segura por envenenamiento de parra; la otra, en que el caracol poseyese el poder personal suficiente para atravesar la calzada. Mi intervención no sólo no lo había salvado, sino que le había hecho perder lo que hubiera ganado muy penosamente.

Naturalmente, quise devolver el caracol al lugar en que lo había hallado, pero no me lo permitió. Dijo que era el destino del caracol el que un idiota se cruzase en su sendero y le echase a perder lo mejor de su ímpetu. Si lo dejaba donde lo había puesto, era probable que volviese a reunir el poder necesario para alcanzar su objetivo.

Creí entenderle. Era evidente que no había hecho sino aceptar su posición sin profundizar. Lo que más me costaba era dejar ser a los otros.

Conté la anécdota. La Gorda me palmeó la espalda.

– Somos todos bastante malos -dijo-. Los cinco somos personas horrorosas, que se niegan a entender. Yo me desembaracé de mi peor parte, pero aún no soy enteramente libre. Somos bastante lentos y en comparación con los Genaros, pesimistas y tiránicos. Los Genaros, en cambio se parecen a Genaro: hay muy poco de perverso en ellos.

Las hermanitas asintieron con un gesto.

– Tú eres el más feo de todos nosotros -me dijo Lidia-. No creo que seamos tan malas como tú.

La Gorda sofocó una risilla y me dio unas palmadas en la pierna, como pidiéndome que le diese la razón a Lidia. Lo hice y todas rieron como niñas.

Pasamos un rato en silencio.

– Voy a comunicarte ahora lo único que me queda por decirte -me informó la Gorda de repente.

Nos hizo poner de pie a todos. Dijo que me iban a mostrar el nivel de poder de los guerreros toltecas. Lidia se colocó a mi derecha, enfrentándome. Puso su mano sobre la mía, palma contra palma, pero sin que entrecruzásemos los dedos. Luego me cogió el brazo derecho por sobre el codo con la mano izquierda y me apretó con fuerza contra su pecho. Josefina hizo exactamente lo mismo a mi izquierda. Rosa se puso cara a cara conmigo, pasó las manos por debajo de mis axilas y se aferró a mis hombros. La Gorda se acercó desde detrás y me abrazó por la cintura, entrelazando los dedos sobre mi ombligo.

Todos teníamos aproximadamente la misma estatura y les era posible apoyar su cabeza contra la mía. La Gorda me habló al oído, en voz baja, aunque lo bastante fuerte como para que todos la oyesen. Dijo que íbamos a tratar de oponer nuestra segunda atención en el lugar de poder del Nagual, sin que nada ni nadie nos estorbara. Esa vez no había a mano maestros ni aliados que nos impulsaran. Lo único que nos llevaba a ello era nuestro deseo.

No pude vencer la irresistible urgencia de preguntarle qué debía hacer. Me respondió que debía centrar mi segunda atención en aquello que había observado.

Me explicó que la formación en la cual nos hallábamos era una postura de poder tolteca. En aquel instante era yo el centro y la fuerza capaz de reunir los cuatro rincones del mundo. Lidia era el Este, el arma que los guerreros toltecas blandían con la mano derecha; Rosa era el Norte, el escudo sostenido por delante del guerrero; Josefina era el Oeste, el espíritu cazador del guerrero, sostenido por su mano izquierda; y la Gorda era el Sur, el cesto que los guerreros llevan a la espalda y en la que guardan sus objetos de poder. Afirmó que la posición natural de todo guerrero era de cara al Norte, puesto que debía sujetar el arma, el Este, en la mano derecha. Pero la dirección a la que debíamos orientarnos era el Sur, con una ligera desviación hacia el Este: en consecuencia, el acto de poder que el Nagual nos había encomendado era cambiar las direcciones.

Me recordó que una de las primeras cosas que el Nagual nos había hecho a todos había sido reorientar nuestros ojos hacia el Sudeste. De ese modo, había inducido a nuestra segunda atención a realizar la hazaña que íbamos a efectuar entonces. Había dos posibilidades. Una consistía en que todos girásemos hacia el Sur, utilizándome como eje y alterando en el proceso los valores y funciones básicos de cada uno. Lidia sería así el Oeste, Josefina el Este, Rosa el Sur y ella el Norte. La otra alternativa implicaba cambiar nuestra dirección, enfrentando el Sur, pero sin girar. Esa era la alternativa de poder, que nos imponía la adquisición de nuestro segundo rostro.

Dije a la Gorda que no entendía qué era nuestro segundo rostro. Me respondió que el Nagual le había confiado la misión de reunir la segunda atención de todos los miembros del grupo, y que todo guerrero tolteca tenía dos rostros y enfrentaba dos direcciones opuestas. El segundo rostro era la segunda atención.

De pronto la Gorda me soltó. Las demás hicieron lo mismo. Ella se sentó y me instó a hacerlo a mi vez, a su lado. Las hermanitas permanecieron de pie. La Gorda me preguntó si lo tenía todo claro. En efecto, lo tenía, aunque, en cierto sentido, no era así. Antes de que hubiese tenido tiempo para formular una pregunta, me espetó que una de las últimas cosas que el Nagual le había encargado decirme era que debía cambiar la dirección, sumando mi segunda atención a la de ellas, y adquirir mi rostro de poder, para ver lo que ocurría a mis espaldas.

Se puso de pie y me indicó que la siguiera. Me llevó hasta la puerta de su habitación. Me dio un ligero empujón para hacerme entrar. Una vez que hube cruzado el umbral, Lidia, Rosa, Josefina y ella se me unieron, en ese orden, y la Gorda cerró la puerta.

El lugar estaba muy oscuro. No parecía haber ventanas. La Gorda me cogió por el brazo y me hizo situar en lo que supuse sería el centro del cuarto. Me rodearon. No alcanzaba a verlas; percibía su presencia tan sólo, en los cuatro lados.