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Pasado un rato mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Pude entonces comprobar que la habitación contaba con dos ventanas, que habían sido cubiertas con sendas tablas. La poca luz que se filtraba a través de ellas me permitía distinguir a todas. Luego, el grupo se cogió de mí tal como lo había hecho minutos antes: perfectamente al unísono, apoyaron sus cabezas contra la mía. Sentía sus cálidas respiraciones a mi alrededor. Cerré los ojos para reconstruir la imagen que había observado. No lo logré. Me hallaba demasiado cansado y somnoliento. Los ojos me ardían terriblemente. Deseaba frotármelos, pero Lidia y Josefina me sujetaban los brazos con firmeza.

Permanecimos en esa posición durante mucho tiempo. La fatiga me resultaba insoportable y terminé por desplomarme. Creí que mis rodillas había cedido. Tenía la impresión de que iba a caer al piso y quedar dormido allí mismo. Pero no había piso. En realidad, no había nada debajo de mí. Mi terror al comprenderlo fue tal que desperté por completo en un instante; no obstante, una fuerza mayor que mi miedo me devolvió al sueño. Me abandoné. Flotaba con ellas como un globo. Era como si hubiese quedado dormido y soñara y en el sueño viera una serie de imágenes discontinuas. Ya no nos encontrábamos en la oscuridad de la habitación. La luz me cegaba. En ocasiones alcanzaba a ver el rostro de Rosa contra el mío; por el rabillo del ojo distinguía también el de Lidia y el de Josefina. Tenía la frente apoyada contra mis orejas. Entonces la imagen cambiaba y tenía ante la vista la cara de la Gorda. Toda vez que ello ocurría, apoyaba la boca en la mía y me echaba el aliento. No me gustaba en lo más mínimo. Una cierta fuerza trataba de librarse en mí. Estaba aterrorizado. Traté de apartarlas. Cuanta más fuerza hacía para conseguirlo, más sólidamente me aferraban. Me convencí de que la Gorda me había engañado para guiarme por fin a una trampa mortal. Pero, a diferencia de las otras, la Gorda había sido una jugadora impecable. Esa idea me reconfortó. En cierto momento, dejé de luchar. El fenómeno de mi muerte, que consideraba inminente, suscitó mi interés y me dejé ir de mí mismo. Experimenté entonces una alegría inigualable, una exuberancia que, estaba seguro, era el heraldo de mi fin, si no de mi muerte propiamente dicha. Me esforcé por acercar aún más a mí a Lidia y Josefina. En ese momento tenía a la Gorda delante. No me importó que expulsara su aliento en mi boca; en realidad, me sorprendió que dejara de hacerlo entonces. En el instante en que ello ocurrió, las demás dejaron de apretar su cabeza contra la mía. Comenzaron a mirar a su alrededor y al hacerlo me dejaron en libertad de mover la cabeza. Lidia, la Gorda y Josefina estaban tan próximas a mí que sólo podía ver algo a través del espacio libre que quedaba entre sus frentes. No sabía dónde nos encontrábamos. Sólo estaba seguro de una cosa: no nos hallábamos en el suelo. Nos hallábamos en el aire. Di igualmente por seguro que habíamos alterado el orden. Lidia estaba a mi derecha y Josefina a mi izquierda. Al igual que la Gorda, tenía el rostro cubierto de sudor. Tan sólo percibía la presencia de Rosa detrás de mí. Veía sus manos, que atenazaban mis hombros.

La Gorda decía algo que yo no alcanzaba a oír. Pronunciaba con gran lentitud, como para darme tiempo a leer sus labios, pero me distraían los detalles de su boca. En cierto instante me di cuenta de que las cuatro me movían, me mecían deliberadamente. Ello me obligó a prestar atención a las palabras silenciosas de la Gor da. Entonces leí claramente sus labios. Me decía que me diera vuelta. Lo intenté, pero mi cabeza parecía haber sido fijada en su posición. Sentí que alguien me mordía los labios. Miré a la Gorda. No me mordía, sino que me contemplaba, en tanto me decía que volviera la cabeza. A medida que hablaba, yo sentía que ese alguien a la vez me lamía el rostro o mordisqueaba mis labios y mejillas.

La cara de la Gorda presentaba una cierta distorsión. Se veía grande y amarillenta. Pensé que, puesto que toda la escena estaba bañada por este color, su rostro quizás lo reflejaba. Casi la oía ordenarme dar vuelta a la cabeza. La molestia que me ocasionaba el mordisqueo terminó por hacerme sacudir la cabeza. Y de pronto la voz de la Gorda se hizo claramente audible. Estaba detrás de mí y gritaba para que dirigiese mi atención al entorno. Rosa era quien lamía mi cara. La aparté con la frente. Lloraba y estaba bañada en sudor. Escuché a la Gorda. Me dijo que las había agotado al darles batalla y que no sabía qué hacer para recuperar la atención original. Las hermanitas gimoteaban.

Pensaba con absoluta claridad. Mis procesos racionales, sin embargo, no eran deductivos. Comprendía las cosas rápida y directamente y no había dudas de ninguna especie en mi mente. Por ejemplo, entendí de inmediato que debía volver a dormir, y que eso no hará caer a plomo. Pero también supe que debía permitir que ellas nos llevaran a su casa. Yo no era capaz de hacerlo. Si es que aún podía concentra mi segunda atención, tendría que dirigirme a un lugar de México Septentrional que don Juan me había asignado. Siempre había visto esa imagen con más claridad que la de ningún otro sitio del mundo. No me atreví a lanzarme a esa visión. No ignoraba que, de hacerlo, terminaríamos allí.

Estimé que debía decirle a la Gorda lo que sabía, pero no podía hablar. Sin embargo, una parte de mí intuía que ella había comprendido. Me confié a su accionar implícitamente y me dormí en cuestión de segundos. En mi sueño veía la cocina de su casa. Pablito, Néstor y Benigno estaban allí. Se los veía extraordinariamente grandes y resplandecían. No podía fijar mis ojos en ellos, debido a que nos separaba una hoja de plástico. Era como si les estuviera mirando a través de una ventana mientras alguien arrojaba agua en el cristal. Finalmente, el cristal se hizo pedazos y el agua me dio en la cara.

Pablito me estaba empapando con un cubo. Néstor y Benigno estaban de pie a su lado. La Gorda, las hermanitas y yo estábamos tendidos en el patio de la parte posterior de la casa. Los Genaros nos echaban agua.

Me puse de pie de un salto. O el agua fría o la extravagante experiencia por la que acababa de pasar, me habían estimulado. La Gorda y las hermanitas se pusieron unas prendas que los Genaros debían haber tendido al sol. Mis ropas también se hallaban cuidadosamente dispuestas en el suelo. Me vestí sin una palabra. Experimentaba la sensación peculiar que siempre parece seguir a la concentración de la segunda atención; no podía hablar, o, mejor dicho, podía pero no quería. Tenía el estómago revuelto. La Gorda se dio cuenta y me condujo con gentileza al otro lado de la cerca. Estaba mareado. La Gorda y las hermanitas tenían los mismos síntomas que yo.

Regresé a la cocina y me lavé la cara. El agua fría pareció devolverme la conciencia. Pablito, Néstor y Benigno estaban sentados en torno a la mesa. Pablito había llevado su silla. Se levantó y me estrechó la mano. Luego, hicieron lo mismo Néstor y Benigno. La Gorda y las hermanitas se unieron a nosotros.

Me encontraba mal. Me zumbaban los oídos y estaba aturdido. Josefina se levantó, apoyándose en Rosa. Me volví para preguntar a la Gorda qué debía hacer. Lidia, en el banco, se iba cayendo de espaldas. La cogí, pero su peso fue mayor del que yo podía sostener y me derrumbe encima de ella.

Debo haberme desmayado. Desperté de pronto. Yacía sobre un colchón de paja en la habitación de delante. Lidia, Rosa y Josefina estaban profundamente dormidas, a mi lado. Hube de pasar por sobre ellas para levantarme. Las sacudí, pero no despertaron. Fui a la cocina. La Gor da se hallaba sentada a la mesa, junto a los Genaros.

– Bienvenido -dijo Pablito.

Agregó que la Gorda había despertado hacia poco. Yo sentía que volvía a ser el de antes. Tenía hambre. La Gorda me sirvió un tazón de comida. Dijo que ellos ya habían comido. Al terminar, me encontraba muy bien en todos los sentidos, salvo por no poder pensar del modo en que habitualmente lo hacía. El ritmo de procesos mentales había disminuido de manera notable. No me gustaba este estado. Advertí entonces que caía la tarde. Tuve una súbita necesidad de ponerme a saltar, mirando al sol, tal como me inducía a hacer don Juan. Me puse de pie y lo mismo hizo la Gorda. Aparentemente, había tenido la misma idea. El movimiento me hizo sudar. No tardé en sentirme rendido y regresar a la mesa. La Gor da me siguió. Volvimos a sentarnos. Los Genaros nos observaban. La Gorda me tendió mi libreta de notas.