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– Aquí, el Nagual nos dejó librados a nosotros mismos -dijo.

Cuando habló, tuvo lugar en mí un singular estallido. Mis pensamientos regresaron como un torrente. Debía de haber habido un cambio en mi expresión, porque Pablito me abrazó y lo mismo hicieron Néstor y Benigno.

– ¡El Nagual va a vivir! -dijo Pablito en voz muy alta.

La Gorda también parecía encantada. Se seco la frente, en un gesto de alivio. Afirmó que había estado a punto de provocar la muerte de todos, y la mía propia, debido a mi terrible complacencia.

– Concentrar la segunda atención no es nada fácil -dijo Néstor.

– ¿Qué nos sucedió, Gorda? -pregunté.

– Nos perdimos -dijo-. Te dejaste llevar por el miedo y nos perdimos en aquella inmensidad. No conseguíamos concentrar nuevamente nuestra atención del tonal. Pero logramos mezclar nuevamente nuestra segunda atención con la tuya y ahora tienes dos rostros.

Lidia, Rosa y Josefina llegaron a la cocina en ese momento. Sonreían, y se las veía tan frescas y vigorosas como siempre. Se sirvieron algo de comer. Se sentaron y nadie pronunció palabra mientras comían. En cuanto la última hubo terminado, la Gorda continuó, a partir del punto en que había callado.

– Ahora eres un guerrero con dos rostros -prosiguió-. El Nagual decía que todos debíamos poseer dos rostros para encontrarnos cómodos en ambas atenciones. Él y Genaro nos ayudaron a dar vuelta a nuestra segunda atención, a la vez que volvían; así podíamos enfrentar ambas direcciones. Pero no hicieron lo mismo contigo porque para ser un verdadero nagual debes ganar todo tu poder por ti mismo. Aún estás muy lejos de ello, pero cabría decir que ya no te arrastras sino que caminas erguido hacia tu objetivo; cuando hayas recuperado tu plenitud y perdido la forma, volarás.

Benigno remedó con la mano el movimiento de un avión en vuelo e imitó el rugido del motor con su atronadora voz. El sonido era realmente ensordecedor.

Todos rieron. Las hermanitas se veían felices.

Hasta entonces no había sido consciente de que caía la tarde. Comenté a la Gorda que debíamos haber dormido bastantes horas, puesto que habíamos entrado en su habitación antes del mediodía. Me respondió que, por el contrario, habíamos dormido muy poco: la mayor parte del tiempo la habíamos pasado perdidos en el otro mundo y los Genaros se habían asustado y entristecido profundamente porque no podían hacer nada para traernos de regreso.

Me volví hacia Néstor y le pregunté qué era lo que habían hecho o dicho en nuestra ausencia. Me observó un momento antes de contestar.

– Llevamos mucha agua al patio -dijo, señalando unos barriles de petróleo vacíos-. Entonces llegaron ustedes y se la echamos encima; eso es todo.

– ¿Salimos de la habitación? -le pregunté.

Benigno soltó una carcajada. Néstor miró a la Gorda como pidiéndole permiso o consejo.

– ¿Salimos de la habitación? -preguntó la Gorda.

– No -replicó Néstor.

La Gorda parecía tan ansiosa por saber como yo, lo cual me resultaba alarmante. Llegó a rogar melosamente a Néstor que hablara.

– No vienen de ninguna parte -dijo Néstor-. Y también debería decir que fue terrorífico. Eran como niebla. Pablito fue el primero en verlos. Sin duda, estuvieron en el patio durante bastante tiempo, pero no sabíamos dónde buscarlos. Entonces Pablito gritó y todos los vimos. Nunca habíamos presenciado nada semejante.

– ¿Cuál era nuestro aspecto? -pregunté.

Los Genaros se miraron. Hubo un silencio insoportablemente largo. Las hermanitas miraban a Néstor con la boca abierta.

– Eran como trozos de niebla atrapados en una red -dijo Néstor-. Al echarles agua, volvieron a ser sólidos.

Yo deseaba que siguiera hablando, pero la Gorda aseveró que quedaba muy poco tiempo, por cuanto yo debía partir al fin del día y ella aún tenía cosas que decirme. Los Genaros se pusieron de pie y se despidieron de las hermanitas y de la Gorda con un apretón de manos. Me abrazaron y me hicieron saber que necesitaban tan sólo unos pocos días para preparar su marcha. Pablito cargo con su silla a hombros, Josefina corrió hacia el fondo, cogió un paquete que habían traído de la casa de doña Soledad y lo puso entre las patas de la silla de Pablito, que así se convirtió en un ingenio adecuado para el acarreo.

– Puesto que vas para tu casa, puedes llevarte esto -dijo-. De todos modos te pertenece.

Pablito se encogió de hombros y acomodó la silla para equilibrar bien la carga.

Néstor propuso que Benigno llevase el bulto, pero Pablito no se lo permitió.

– Está bien -dijo-. Bien puedo hacer de burro, si ya estoy obligado a soportar esta condenada silla.

– ¿Por qué la llevas, Pablito? -pregunté.

– Tengo que conservar mi poder -replicó-. No puedo sentarme en cualquier parte. ¿Quién sabe que clase de imbécil se sienta en un lugar antes que uno?

Dejó escapar una risa aguda e hizo mover el bulto al sacudir los hombros.

Una vez que los Genaros hubieron partido, la Gorda me explicó que Pablito había comenzado con la locura de la silla para fastidiar a Lidia. No quería sentarse donde ella lo hubiera hecho, pero se había entusiasmado y, dada su tendencia a darse gusto, había decidido no sentarte más que en su silla.

– Es capaz de cargar con ella durante el resto de su vida -me dijo la Gorda con gran certidumbre-. Es casi tan malo como tú. Es tu compañero. Tu cargarás siempre con tu libreta de notas y él con su silla ¿Qué diferencia hay? Ambos son más complacientes con ustedes mismos que el resto de nosotros.

Las hermanitas se acercaron a mí y rieron, palmeándome la espalda.

– Es muy difícil penetrar en nuestra segunda atención -prosiguió la Gorda -. Y es aún más difícil lograrlo cuando se es cómo tú. El Nagual decía que debías conocer mejor que los demás esas dificultades. Mediante sus plantas de poder, aprendiste a internarte en ese otro mundo. Es por eso que hoy nos llevaste al borde de la muerte. Nosotras deseábamos concentrar nuestra segunda atención en el lugar del Nagual, y tú nos hundiste en algo desconocido. No estamos preparadas para ello, pero tampoco lo estás tú. Tampoco puedes ayudarte a ti mismo; las plantas de poder te hicieron así. El Nagual tenía razón; debemos ayudarte a contener tu segunda atención, y tu tienes que ayudarnos a liberar la nuestra. Tu segunda atención puede ir muy lejos, pero está fuera de control; la nuestra tiene poco radio de acción, pero la tenemos absolutamente controlada.

La Gorda y las hermanitas, una a una, me fueron expresando cuán horrible había sido la experiencia de hallarse perdidas en el otro mundo.

– El Nagual me dijo -prosiguió la Gorda – que cuando concentraba tu segunda atención con su humo, la dirigías a un mosquito. El mosquito se convertía entonces en el guardián del otro mundo para ti.

Le confesé que era cierto. Como me lo pidió, les narre la experiencia por la que don Juan me había hecho pasar. Con la ayuda de su mezcla para fumar, había llegado a percibir un mosquito de unos treinta metros de altura, un monstruo horripilante que se movía a velocidad increíble y con gran agilidad. La fealdad de aquella criatura era repugnante y, sin embargo, poseía una fantástica magnificencia.

Tampoco había tenido modo de acomodar esa experiencia a mi esquema racional de las cosas. Mi único apoyo intelectual radicaba en mi profunda certidumbre de que uno de los efectos de la mezcla psicotrópica era la alucinación relativa al tamaño del mosquito.

Dirigiéndome en particular a la Gorda, les expuse mi explicación racional, causal, de lo que había tenido lugar. Rieron.

– Las alucinaciones no existen -dijo la Gorda con firmeza-. Si alguien ve de pronto algo diferente, algo nuevo, es debido a que la segunda atención se ha concentrado y la persona la ha dirigido a un objeto en particular. De todos modos, algo debe concentrar la atención de la persona: tal vez el alcohol, o la locura, o quizá la mezcla de fumar del Nagual.