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A medida que pasaban los días, Víctor Alexéyevich Gordéyev se estaba volviendo más huraño. Su cara, de ordinario redonda, estaba demacrada y grisácea, sus movimientos eran cada vez más lentos, la voz, más seca. Con creciente frecuencia, todo lo que tenía que decir a un interlocutor era «eso es, eso es», lo cual significaba que, una vez más, en lugar de escuchar lo que le explicaban, estaba absorto en sus pensamientos.

Cuando celebraba las reuniones operativas matutinas apenas oía lo que él mismo decía, ocupado como estaba en escrutar los rostros de sus subordinados mientras pensaba: «¿Es éste? ¿O ése? ¿O aquel de allá? ¿Cuál de ellos?»

Creía que ya sabía cuál de los inspectores se había pasado al mundo del crimen pero que se negaba a admitirlo. Al mismo tiempo, si no era ése en quien estaba pensando, entonces sería algún otro, y la idea resultaba todo menos reconfortante. Gordéyev trataba igual a todo el mundo y, fuese quien fuese el traidor, descubrirlo le causaría el mismo padecimiento. Se debatía entre deseos contradictorios: por un lado, le hubiese gustado compartir sus sospechas con Kaménskaya pero, por otro, involucrarla no le parecía conveniente. No cabía duda, Nastasia era inteligente, observadora, tenía buena memoria y una mente lúcida, resultaría mucho más fácil aclarar las cosas si contase con su ayuda. Pero al mismo tiempo, Víctor Alexéyevich era consciente de que, si le hablaba de sus sospechas, luego a ella le sería muy difícil tratar con ese hombre, colaborar y discutir con él cualquier asunto, por ajeno que fuese a su trabajo. Además, Nastia podría delatarse y alertar al traidor, quien por el momento estaba seguro de encontrarse a salvo.

Durante la reunión no le preguntó a Nastia sobre el estado de la investigación del asesinato de Yeriómina. Ella supo interpretarlo correctamente, regresó a su despacho y se armó de paciencia esperando que el jefe la invitara a pasar. No habían transcurrido ni diez minutos cuando Gordéyev llamó por el teléfono interior y dejó caer una sola y breve palabra: «Ven.»

– Víctor Alexéyevich, le pido su autorización para que Misha Dotsenko hable con ese hombre.

Nastia tendió a Gordéyev una cuartilla sobre la que había anotado los datos de Solodóvnikov y las preguntas que requerían respuestas lo más exactas posible. Misha Dotsenko tenía tal habilidad para «trabajarse» la memoria de la gente, suscitando asociaciones de ideas, que a veces con su ayuda un testigo llegaba a acordarse, con precisión de minuto, de los detalles más nimios de sucesos acaecidos hacía muchísimo tiempo. Nastia confiaba en que Misha conseguiría establecer la hora a la que Solodóvnikov había llamado a su compañero de promoción Borís Kartashov. Este dato permitiría definir con exactitud el intervalo de tiempo en el cual había sido grabado el mensaje que faltaba de la cinta.

– De acuerdo. ¿Qué más?

– También hay que volver a interrogar al psiquiatra a quien había consultado Kartashov. Tengo que hablar con él yo misma.

– ¿Por qué?

– Porque he sido yo quien ha entrevistado a Kartashov, me acuerdo de todos los detalles de la conversación y, para detectar divergencias entre las declaraciones de ambos, tengo que ser yo también quien hable con el médico. En cualquier caso, lo que me ha contado Kartashov difiere mucho de lo que recoge el protocolo del interrogatorio del doctor Máslennikov.

– ¿Sospechas en serio de ese pintor?

– Muy en serio. Además, esta hipótesis no es peor que las otras. La comprobación de las primeras dos ha llevado tres semanas. Estoy de acuerdo con que aquellas dos hipótesis eran más trabajosas. Según los datos del DVYR, ninguno de los clientes extranjeros de Yeriómina se encontraba en Moscú a finales de octubre, con la única excepción del último, el holandés, pero Olshanski no pone en duda su coartada. De todas formas, no podemos comprobar a fondo actos irracionales realizados en estado de psicosis aguda. No queda más remedio que esperar que alguna información aflore por casualidad pero es muy posible que nos jubilemos antes de que eso ocurra. Sin embargo, no acabo de creerme la historia del trastorno mental de Yeriómina. Víctor Alexéyevich, tengo motivos para pensar que no estaba enferma y que su sueño robado es una patraña.

– ¿Y el motivo? Si Kartashov está involucrado, ¿cuál es su motivo?

– No lo sé. Y quiero intentar averiguarlo. Pero nos resulta difícil hacer algo mientras trabajamos solos, yo y Chernyshov. Avanzamos pasito a pasito.

– A mí me parece que no avanzáis en absoluto -gruñó Gordéyev-. Todo ese tantear, comprobar, dar palos de ciego y… ¿qué habéis obtenido? Ni para un alivio. ¿Te has puesto en contacto con la comisaría del distrito donde vivía Yeriómina?

– Bueno… en realidad… -balbuceó Nastia.

Quien estuvo desde el principio a cargo de la búsqueda de la desaparecida Yeriómina en la Comisaría era el capitán Morózov, por lo que le encargaron también colaborar con el grupo que investigaba el asesinato. En los primeros días, Nastia intentó confiarle algunas tareas pero Morózov le explicó en términos que no podrían ser más claros que, además de ese asesinato, perpetrado, por cierto, en un lugar desconocido y, probablemente, en otro distrito de Moscú o en sus afueras (Morózov, sólo estaba obligado a ocuparse de crímenes cometidos en su circunscripción), tenía que investigar dieciocho atracos, dos decenas de robos de coches, una infinidad de asaltos a mano armada, peleas y unos cuantos asesinatos sin resolver, de los que Petrovka se había desentendido y que le tocaba apañar mal que bien a él sólito. Los cometidos que Nastia le encomendaba a Morózov los cumplía sin ganas, sin prisas y de aquella manera. En cambio, demostró una rara habilidad para darle esquinazo, de modo que encontrarse con el capitán no le resultaba nada fácil. Pasados tres o cuatro días, Nastia dejó de buscarlo, y a partir de entonces ella y Chernyshov apechaban con el descomunal trabajo solos.

Pero Kaménskaya nunca había sido ni quejica ni acusica, por lo que se limitó a mascullar algo ininteligible por toda respuesta a la pregunta del jefe.

– Ya veo -murmuró el Buñuelo, que había comprendido el problema al instante-. Tendré que llamar a la comisaría y meterles un varapalo. Pon a Morózov a trabajar, no te andes con miramientos. ¡Cualquiera diría que tiene más trabajo que Chernyshov! Pasado mañana viene el estudiante, te ayudará. No tengas inconveniente en utilizar a nuestros chicos. Lo único que te pido es que lo hagas a través de mí. ¿Entendido? A través de mí exclusivamente. Soy el jefe, soy quien reparte tareas, y punto. No tengo por qué rendirle cuentas a nadie. Tú, en cambio, no podrás darles la callada por respuesta si se ponen a hacer preguntas, ¿a que no?

– Así es, no podré. Creerían que se me han subido los humos.

– Eso es, eso es -cabeceó el coronel pensativo.

Nastia comprendió que volvía a olvidarse por unos segundos de la conversación, se levantó de la mesa y recogió sus apuntes.

– ¿Puedo irme, Víctor Alexéyevich? -medio anunció, medio preguntó ella.

– Eso es, eso es -repitió Gordéyev, y de repente dirigió a Nastia una mirada extrañísima y en voz muy baja le dijo-: Ten mucho cuidado, Stásenka. Eres la única que me queda.

A diferencia de Gordéyev, el juez de instrucción Olshanski se deshizo en sonrisas al saludar a Nastia pero puso trabas a la mayor parte de sus requerimientos. Nastia tenía pocas dudas en cuanto a las causas de su hostilidad. Durante la primera semana de incoar la causa del asesinato de Yeriómina, los que trabajaban con el juez eran Misha Dotsenko y Volodya Lártsev. Mientras Konstantín Mijáilovich trataba a Dotsenko con indiferencia, Lártsev era uno de sus favoritos, por lo demás, merecidamente. A Olshanski y Lártsev les unía también una amistad personal, cada uno había estado varias veces en casa del otro, y sus mujeres eran buenas amigas. Cuando, hacía un año y medio, la mujer de Lártsev y su niño recién nacido murieron de sobreparto, y Volodya se quedó solo con su hija de diez años, fueron los Olshanski quienes le ayudaron a superar el dolor y a encauzar más o menos otra vez su vida.