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Nastia entregó a Gordéyev la hoja de papel con la descripción de una nueva tarea para Misha Dotsenko y se encerró en su despacho. Había decidido pasar esta jornada sentada delante de su mesa de trabajo en vez de corriendo por las calles. Tenía que poner en orden sus ideas y organizar la información recabada en una especie de sistema.

Enchufó el infiernillo, encontró en un cajón de la mesa un bote de café instantáneo y una caja de terrones de azúcar, acercó el cenicero, colocó delante de sí unas cuantas cuartillas en blanco, encabezó cada una con un titular que nadie más que ella sabría descifrar y se sumergió en el trabajo.

El tiempo pasaba, el cenicero se llenaba de colillas, las cuartillas, de frases, palabras sueltas, cuadraditos, circulitos y flechas… Cuando llamaron a la puerta, Nastia decidió no abrir. Si el jefe la necesitara, la llamaría por el teléfono interior. En cuanto a los compañeros, le daba cierto reparo hablar con ellos. Quería evitar esa situación que la obligase a mirar a su interlocutor en los ojos, sonreírle amablemente y para sus adentros pensar: «¿No serás tú aquel a quien se refería el Buñuelo?»

Pero quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta no se iba sino que seguía llamando con insistencia. Nastia se acercó e hizo girar la llave en la cerradura. En el umbral apareció Volodya Lártsev.

– Perdona, Aska, me urge hacer una llamada pero en nuestro despacho Korotkov se ha colgado del teléfono.

Los ojos de Lártsev parecían más pequeños, en el último año había perdido mucho peso, su cara tenía un color ceniciento. Cuando empezó a marcar, Nastia advirtió que le temblaban las manos.

– ¿Nadia? ¿Dónde has estado?… Hoy tenéis cinco clases, debías estar en casa a la una y media… Ah, bueno, vale… ¿Has comido?… ¿Por qué?… ¿Acabas de entrar?… ¿Qué notas traes?… Buena chica… Bien hecho… ¿Cómo que suspenso en geografía? ¿No tenías los mapas mudos?… Bueno, mi pequeña, sobreviviremos, intentaré comprarlos, te lo prometo… ¿A casa de qué amiga?… ¿Qué Yula es ésa? ¿De tu grupo?… ¿De la casa de al lado? ¿Y de qué la conoces?… ¿En el patio? ¿Cuándo fue?… Nadiusa, quizá sea mejor que venga ella a nuestra casa, ¿eh? Allí jugaréis… Ah, ya, que son juegos de ordenador… Entonces, claro que sí. ¿Tiene teléfono tu Yula?… ¿No sabes el número?… ¿Cómo se apellida?… Tampoco lo sabes… Pero la dirección, el número del apartamento, algo… ¿Nada? Bueno, quedemos así. Ahora come algo, volveré a llamarte dentro de media hora y entonces decidiremos qué hacer con Yula. No se te olvide, la compota está en la olla, junto a la ventana. ¡Hasta ahora!

Lártsev colgó y miró a Nastia compungido.

– ¿Puedo hacer otra llamada?

– Adelante. Oye, Volodka, eres un verdadero cancerbero. ¿Por qué no dejas que tu hija vaya a casa de su amiga a jugar con el ordenador?

– Porque necesito saber con toda exactitud adonde va y para qué, y cómo va a volver a casa. A las cinco ya habrá anochecido. ¿Oiga? ¿Yekaterina Alexéyevna? Hola, buenos días, soy el padre de Nadia Lártseva. Disculpe la molestia, ¿no conoce por casualidad a una familia que vive en su escalera, tienen una hija, Yula, de unos once años más o menos? ¿Los Obraztsov? ¿Qué clase de gente son?… ¿No tendrá su teléfono?, ¿sabe en qué piso viven?… Gracias, muchísimas gracias, Yekaterina Alexéyevna. Una pregunta más: en aquella familia, ¿suele haber algún adulto en casa por la tarde?… ¿La abuela? ¿Cómo se llama?… Una vez más, muchísimas gracias. Es un verdadero ángel de la guarda, ¡no sé qué haría yo sin usted! ¡Que le vaya bien!

– ¡Vivir para ver! -se admiró Nastia-. Con estas dotes de detective, si un día las pusieras al servicio de la sociedad…

Y se cortó. No tenía la menor intención de discutir con Lártsev la calidad de su trabajo, sobre todo, el del último mes. Había dado su palabra a Olshanski de que se abstendría de regañar a Volodya. Además, tal regañina les llevaría a hablar de detalles de la investigación del asesinato de Yeriómina, cosa que Gordéyev le había prohibido terminantemente. Pero Lártsev no pareció ni siquiera haber oído las palabras que ella había dejado escapar tan imprudentemente.

– Cuando tengas una hija de once años, lo comprenderás. Cada día que amanece la machaco con lo de los desconocidos que ofrecen caramelos a las niñas y aun así, si al terminar las clases se retrasa tan sólo diez minutos, me muero de miedo. No me canso de repetirle: «No salgas corriendo a la calzada, cruza la calle sólo allá donde hay semáforos, mira primero a la izquierda, luego a la derecha, si hay un autobús parado, pasa detrás de él, si es un tranvía, ve por delante.» Y cada día de Dios estoy con el alma pendiente de un hilo, cuando me la imagino bajo las ruedas… Ay, Aska -la voz le tembló y los ojos le brillaron traicioneramente-, pide a Dios que te ahorre conocer ese tormento de cada día. Tengo suficiente con haber perdido a la mujer y al pequeño, no soportaría otro golpe… ¿Puedo utilizar el teléfono?

– ¡Deja ya de preguntar! Claro que puedes.

Tras presentarse por teléfono a la abuela de la pequeña Yula que tenía ordenador propio y arrancarle el juramento solemne de que Nadiusa Lártseva sería enviada a casa antes de que oscureciera o, si no, que uno de los adultos la acompañaría hasta la puerta de su piso, Volodya llamó a su hija para dispensar su paternal bendición a la visita a su nueva amiga. Nastia le miraba y pensaba que reprocharle la negligencia en el trabajo era no tener corazón. No, Olshanski no tendría coraje para llamarle la atención a Lártsev. Y ella tampoco.

Al reconocer desde lejos la familiar cabellera rojiza, Nastia se sorprendió. Probablemente, iba a ser la primera vez que Liosa Chistiakov era puntual. Habían quedado en encontrarse en el metro para ir juntos a casa del padrastro de Nastia. Leonid Petróvich, cumpliendo lo prometido, iba a presentarle a la mujer que le ayudaba a soportar su provisional viudedad.

La propia Nastia nunca había llegado tarde a una sola cita. Era perezosa y flemática, no le gustaba caminar de prisa y jamás se le ocurriría correr detrás de un autobús. No gozaba de buena salud y, en ocasiones, el barullo de gente y la falta de aire fresco le resultaban insoportables y la obligaban a bajar del autobús o del vagón del metro antes de llegar a su parada y sentarse a descansar en un banco, olisqueando una ampolla de amoníaco que siempre llevaba en el bolso. Consciente de sus achaques, Nastia planificaba sus itinerarios con un margen amplio de tiempo, por lo que lo normal era que se adelantara a la hora estipulada. Su amigo Liosa Chistiakov, en cambio, se caracterizaba por todo lo contrario. Matemático de talento que se había doctorado en Ciencias a los treinta años, encarnaba el tópico de profesor despistado y olvidadizo, y a menudo exasperaba a Nastia, al confundir el martes con el día dos, y Bibiriovo con Biriulov.

– Estoy anonadada -dijo Nastia dándole un beso en la mejilla-. ¿Cómo es que no vienes tarde, como sería natural?

– Un accidente. No volverá a suceder.

Chistiakov, burlón, le dio un tirón de oreja, la cogió del brazo y la condujo a paso ligero hacia la escalera mecánica.

– Te veo algo triste, viejecita mía. ¿Disgustos? -preguntó cuando salieron del metro y, atajando por descampados penumbrosos, se dirigieron hacia la casa de los padres de Nastia.