– La tensión -le informó Nastia parcamente.
– ¿Por qué motivo? ¿Esa mujer?
– Hum.
– Pero si has sido tú misma la que ha pedido conocerla.
– ¡Si lo sabré yo! Y sin embargo… Me pone nerviosa y no me explico por qué. ¿Y si me cae bien?
– ¿Qué tiene de malo?
– ¿Y mamá? Si eso ocurre, deberé hacer equilibrios con mi actitud ante mamá y esa dama.
– ¡Tanto como eso, Aska! Y si te cae mal, deberás revisar tu actitud respecto a Lionia, ¿no es eso?
– Evidentemente. Fíjate qué situación… Qué compromiso. ¿Quién me mandaba meterme en esto?
– Si te has metido en esto, es que vale la pena. Eres una chica inteligente, no das puntada sin hilo. Tranquila, compañera.
– No hace falta que me consueles, Liosik. Tengo tanto miedo, no sé dónde meterme. ¿Nos paramos? Tengo que fumarme un pitillo.
– Escucha, ¿piensas dejar de ser niña algún día? Te estas portando como una cría: malo, bueno, me gusta, no me gusta.
Se detuvieron delante del portal de la casa de los padres. Nastia se sentó en un banco y sacó del bolso los cigarrillos. Dio una calada aspirando el humo profundamente, cogió la mano de Liosa y se la apretó contra la mejilla.
– Liosik, soy una tonta, ¿verdad? Por favor, hazme entrar en razón, dime algo inteligente para que me calme. Me da tanta vergüenza, es como si estuviera traicionando a mamá.
Liosa se sentó a su lado y le pasó un brazo cariñosamente por los hombros.
– Es cierto que eres una niña todavía, Aska. Has cumplido treinta y tres años pero sigues sin tener la menor idea de lo que es una familia y la vida conyugal.
– ¡Mira quién habla! ¡Toda una autoridad en asuntos matrimoniales y de familia! Calla, tú, que eres un rancio solterón.
– En mi caso es distinto. Sigo viviendo con mis padres y observo sus relaciones a diario. Tú, por el contrario, hace mucho que te has independizado, y se te ha olvidado lo que significa compartir con alguien día a día, a lo largo de muchos años, el hogar y los problemas de la casa. Y, entre otras cosas, la cama. Así que no te precipites disgustándote. Termina de fumar y vamos.
– Liosik, ¿sabes qué se me acaba de ocurrir?
– Que si no hubieras abortado, nuestro hijo tendría ahora trece años.
– ¿Cómo lo has adivinado?
– Se me acaba de ocurrir a mí también. Además, Asenka, hace casi veinte años que nos conocemos. He aprendido a leer tus pensamientos.
– ¿De veras? Entonces, sigue leyéndolos.
– Has pensado que, si hubieras tenido al niño y te hubieras casado conmigo, ahora no estarías atormentándote con la duda de si es ético o no conocer a la amante de tu padrastro y compartir con ella la mesa mientras continúe casado con tu madre. No te importaría. Tal vez ni siquiera te hubieras planteado este problema. ¿A que sí?
– Liosa, ¿quieres que te diga la verdad?
– Dime toda la verdad que quieras, y luego nos vamos de aquí, que estoy hecho un carámbano de tanto esperar a que se te calmen los nervios.
Se puso en pie y tiró de su mano. Nastia se levantó despacio.
– Bueno, ¿qué pasa con la verdad que me has prometido? -le preguntó con una sonrisa.
– Te quiero mucho. Pero a veces me asustas.
– Mentirosa -contestó Liosa en voz baja, y le acarició la mejilla con delicadeza-. Si me quisieras, no me tendrías en la calle cuando nos están esperando los famosos pollos asados de papá. Aparte de eso, el hombre capaz de asustarte no ha nacido todavía.
Nastia escuchó la pausada respiración de Liosa. «Creo que se ha dormido -pensó-. ¿Por qué repartirá la naturaleza sus gracias con esa iniquidad? Unos cuentan hasta diez y se duermen en seguida. Otros, como yo, si no se toman una pastilla no consiguen pegar ojo hasta el amanecer.»
Se levantó de la cama, se puso un grueso albornoz y, de puntillas, salió a la cocina. En el apartamento hacía frío, a pesar de la calefacción que funcionaba a tope, porque en los marcos de las ventanas y de la balconera había unas rendijas enormes. Nastia no encontraba a nadie que pudiera arreglarlas y, como siempre, le daba pereza taparlas con algodón o espuma. Encendió los cuatro quemadores de la cocina y al cabo de pocos minutos un calor asfixiante se expandió por el apartamento.
Nastia repasó en la memoria los sucesos de la velada anterior. Liosa tenía toda la razón, no se debían confundir las relaciones entre los padres e hijos con las que los padres entablaban con otra gente. La tensión que la había paralizado delante de la puerta de la casa de sus padres se había disipado poco a poco, la amiga de Leonid Petróvich resultó ser una mujer simpática y afable, en todo diferente de la madre, Nadezhda Rostislávovna. Lioska se había esforzado por mostrarse ocurrente y galante, y lo consiguió al ciento por ciento. O, en todo caso, consiguió encantar a su nueva conocida. El padrastro parecía encontrarse a gusto, les sirvió unos exquisitos pollos tabacá, no consintió a nadie tomarse demasiadas confianzas con su invitada y, hacia el final de la cena, Nastia se sintió relajada y tranquila. Pero un confuso sentimiento de culpa respecto a su madre seguía rondándola incluso ahora.
Vaciló, descolgó el teléfono y marcó el largo código y el número de la lejana Suecia, donde no era tan tarde todavía como en Moscú.
– ¿Nastia? ¿Qué sucede? -preguntó alarmada Nadezhda Rostislávovna.
– No sucede nada. Simplemente llevas mucho tiempo sin llamarme.
– ¿Estás bien? -seguía inquiriendo la madre; tan insólito era que su hija la llamase y que lo hiciera a esa hora intempestiva.
– Estoy perfectamente bien, mamá, no te preocupes. Estoy bárbaramente.
– ¿Y papá?
– También está bien. Acabamos de verle, Lioska y yo. Nos ha preparado para cenar unos pollos fantásticos.
– ¿No me engañas? ¿Seguro que todo está bien?
– Seguro. ¿Acaso es preciso que ocurra algo malo para que te llame? Te echaba de menos, eso es todo.
– Yo también te echo de menos, hija. ¿Cómo va tu trabajo?
– Como siempre. El 12 de octubre me mandan a Roma junto con una delegación de nuestros policías.
– ¡No me digas! -exclamó la madre con alegría-. ¡Qué suerte! Enhorabuena. ¿Cuándo has dicho que te marchas?
– El 12. Regreso el 19.
– ¿Por qué no me lo has dicho antes? -el disgusto empañó la voz de Nadezhda Rostislávovna-. No creo que me dé tiempo para conseguir el visado pero voy a intentarlo. Del 14 al 17 se celebra en Francia un simposio de lingüistas, presento mi ponencia el día 15 y, si me dan el visado a tiempo, nos veremos en Roma. ¿Dónde me aconsejas buscarte?
– No lo sé. Y yo ¿dónde te busco yo a ti?
– Tampoco yo lo sé -se rió la madre-. Hagamos lo siguiente. Si todo sale bien, nos encontraremos el día 16 a las siete de la tarde en la plaza que hay delante de la basílica de San Pedro. La plaza es redonda, espaciosa, se puede ver fácilmente a todos los que están allí. No te perderás. ¿Te parece?
Nastia se quedó algo desconcertada ante el arrojo de su madre.
– Pero, mamá, no voy sola a Roma sino con un grupo de compañeros. ¡Cómo quieres que sepa qué programa tenemos! ¿Y si el 16 justamente me es imposible escaparme?
– Bobadas -dijo la madre con decisión-. Te esperaré hasta las ocho. Si no apareces, quedamos para el día siguiente, etcétera. Procuraré organizarlo todo y espero verte, ¿me oyes, hija mía?
– Está bien, mamá -Nastia suspiró espasmódicamente, pensando sólo en ocultarle a la madre que un torrente de lágrimas le resbalaba por las mejillas-. Estaré sin falta.
– ¿Qué me dices del idioma? -preguntó la madre, y se puso severa-: ¿Recuerdas algo o ya se te ha olvidado por completo?
– No te preocupes, allí siempre puedes entenderte en inglés.
– No, bonita, eso no vale. Prométeme que te pondrás al día con el italiano. De pequeña lo dominabas a la perfección.