– Buenos días, padre.
Desde la almohada le miraron unos ojos vidriosos y lagrimeantes, momentáneamente avivados por una semejanza de sonrisa. Los marchitos labios temblaron.
– Hijito… Hace mucho que no venías.
– Perdóname, padre -dijo el hombre, que acercó una silla a la cama y se sentó-. Cosas de trabajo. He tenido que estar todo el mes fuera para preparar la campaña. Sabrás que dentro de unos días se celebran las elecciones a la Duma. ¿Cómo estás?
– Mal, hijo mío. Ya lo ves, en cama todo el tiempo, ya no me levanto casi nunca. Sácame de aquí, no quiero morir sobre el catre estatal.
– Ya te sacaré de aquí, padre, no lo dudes. En cuanto pasen las elecciones y acaben los jaleos y sobresaltos, te llevaré a casa en seguida.
– Ojalá sea pronto. No viviré para verlo…
El anciano entornó los ojos. Una lágrima se deslizó por la arrugada mejilla y se perdió entre los pliegues de la piel.
– Padre, ¿te acuerdas del año setenta?
– ¿Setenta? Eso fue cuando a ti…
– Eso mismo -le interrumpió el hombre con impaciencia-. ¿Te acuerdas?
– Claro que me acuerdo. ¿Cómo iba a olvidar aquello? ¿Por qué? ¿Han vuelto a molestarte?
– No, no, no te preocupes. Se ha echado tierra a aquel asunto. Pero de todos modos… ¿Quién más crees tú que puede recordar aquello?
– Aquel amiguete tuyo, aquel con quien tú…
– Ya lo sé -volvió a cortarle el hijo-. Pero ¿quién más?
– No se me ocurre nadie más. Batyrov murió hace muchos años. ¿Smelakov? Ése puede que lo recuerde pero no tiene ni idea de qué se trata. No creo que nadie lo sepa excepto yo. ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, por si acaso. Ya sabes que, si mi partido obtiene suficientes votos y me incorporo a la Duma, puede aparecer algún amigo de sacar los trapos sucios a la luz.
– ¿Tienes enemigos, hijo?
– ¿Quién no los tiene en los tiempos que corren?
– Hijo mío, tengo miedo a que te ocurra algo. No deberías meterte en ese infierno, te comerán vivo.
– No temas, padre, saldremos de ésta. Bueno, tengo que irme.
– No me olvides, hijo mío, ven aquí más a menudo, ¿eh? Ya no me queda nadie más en este mundo. Tu madre ha muerto, mi mujer también…
– No te pongas dramático, padre. Tienes otros dos hijos además de mí. Si han salido granujas, la culpa es toda tuya; tú los has criado, les has dado la vida regalada, y ahora que eres viejo te han dejado en la estacada.
– No digas eso, hijo, a qué viene… -La voz del anciano fue apenas audible-: También he hecho mucho por ti, acuérdate.
– Yo sí que me acuerdo -respondió el hijo con dureza-. Por eso vengo a verte. Vale, padre, tú resiste. Dentro de un mes como más tarde te sacaré de aquí.
– Adiós, hijo mío.
CAPÍTULO 6
¿Sería posible escribir una ecuación que diera cabida, sin caer en contradicciones, a los deseos secretos de Borís Kartashov y Olga Kolobova de quitarse de encima a Vica Yeriómina, al misterioso mensaje borrado de la casete del contestador y al incidente sufrido por Vasili Kolobov, del cual al principio no quiso decir nada a nadie y que luego decidió negar? Nastia Kaménskaya, Andrei Chernyshov, Yevgueni Morózov, el estudiante Oleg Mescherínov y Mijaíl Dotsenko, que trabajaba a ciegas, habían hecho todo lo posible, habían interrogado a muchísima gente pero no habían encontrado ninguna prueba de que el pintor Kartashov y su amante Kolobova, tuviesen algo que ver con la desaparición de Vica. Aunque lo cierto era que tampoco obtuvieron pruebas de su inocencia. Comprobar las coartadas semanas después de que sucedieran los hechos seria una misión, casi con toda seguridad, infructuosa, sobre todo al tratarse de los siete días de una semana entera. «¿Dónde, pues, pasaste aquella semana, Vica Yeriómina antes de que te estrangularan? ¿Por qué había sobre tu cuerpo señales de golpes realizados con una gruesa cuerda? ¿Te pegaron, te torturaron? Se diría que, en efecto, estabas enferma y caíste en manos de un cabrón que se aprovechó de tu mal y luego te mató. Lo único que no queda claro es aquel mensaje…»
Una vez sentada en la sección medio vacía de fumadores del avión que cubría el trayecto de Moscú a Roma, Nastia se enfrascó en las lentas reflexiones. En el aeropuerto, al registrar su billete, fue la única de toda la delegación en pedir asiento en la sección número cuatro, la de fumadores, y ahora se congratulaba por haberlo hecho, pues había pocas butacas ocupadas, se había librado de las chácharas de los compañeros y podía aprovechar las tres horas y media del vuelo para pensar.
Empecemos por Vasili Kolobov. En el curso del segundo interrogatorio negó tajantemente el hecho de la paliza, alegando haberse caído por la escalera mientras estaba borracho. Su mujer, sin embargo, se mostró igual de tajante al afirmar que alguien le había pegado, y añadió que tenía la certeza por la circunstancia de que, al llegar a casa, Vasili se tumbó en la cama, apretó las manos contra el vientre, se dobló y murmuró: «Hijos de puta. Cabrones.» Todos ellos, incluyendo al estudiante y a Nastia, se habían turnado intentando hacer «cantar» al tozudo de Kolobov pero no sirvió de nada. Se había caído y eso era todo. Interrogarle había sido una pérdida de tiempo. Pero pudieron observar que, cuanto más se obstinaba Vasili en negar que alguien le hubiera pegado, tanto más le turbaba la menor mención de la amiga de su mujer, Vica. Al final decidieron comprobar si el mujeriego vendedor de cigarrillos de importación había tenido con Vica una historia romántica de la que nadie se enteró. ¿Podría ser que este caso fuera en realidad muy sencillo y el motivo del asesinato no fuera otro que los celos? Como hipótesis, tenía visos de viabilidad. En ese caso, el mensaje borrado pudo haberlo dejado Vica, con la intención de informar de que se marchaba a alguna parte junto con Vasili. A juzgar por lo que sabían del carácter de la muchacha, no tendría inconveniente en decírselo a Borís. Una vez cometido el asesinato -con toda probabilidad por Kolobov-, Borís y Olga adoptaban la decisión de no delatar al asesino. Dios sabía qué razones tendrían… Lo importante era que la muerte de Vica resolvía sus problemas personales: el pusilánime de Borís ya no tenía que devanarse los sesos sobre el modo de decirle adiós a Yeriómina y a Lola se le brindaba una oportunidad de formar una familia normal casándose con el pintor; en particular porque los dos deseaban tener hijos. El mensaje de la casete encajaba en esta ecuación, pero ¿qué tenía que ver con todo esto la paliza de Kolobov? ¿Nada tal vez? ¿No guardaba la menor relación con el asesinato y no se debía confundir el tocino con la velocidad?
– ¿Conoce Roma? -dijo a su derecha una voz agradable que hablaba un inglés fuertemente acentuado.
Nastia volvió la cabeza y se encontró con la mirada de un joven embutido en un jersey blanco que se sentaba al otro lado del pasillo. Estaba mirando con una sonrisa la guía Michelín de Roma, que ella había encontrado en el piso de sus padres y ahora tenía sobre las rodillas. Nadezhda Rostislávovna había traído esta guía de su primer viaje a Italia, hacía ya muchos años.
Reconoció por el acento que el joven era italiano. A duras penas venció la tentación de contestarle en inglés. «No puedo ir dándole más largas -pensó-. De todas formas tendré que hablar italiano, así que más me vale empezar ahora.» Se sentía segura de su dominio del inglés y el francés, idiomas que utilizaba con frecuencia y de los que hacía muchas traducciones, sobre todo durante las vacaciones, para tapar las brechas que éstas abrían en su presupuesto. En cambio, el italiano, que de pequeña sabía bastante bien gracias a los empeños de su madre, hacía tiempo que permanecía guardado, como a ella misma le gustaba decir, en el cajón más inaccesible de la mesa, abocado al desuso, por lo que a Nastia le daba un poco de miedo hablarlo. No obstante, se atrevió.