– De acuerdo -gruñó Oleg recogiendo los papeles de la mesa.
– ¿Qué libreta ha requisado a la viuda de Kosar?
El muchacho se quedó inmóvil, un espasmo le contrajo brevemente una mejilla y la cicatriz encima de la ceja, normalmente apenas visible, se congestionó. No dijo nada.
– Estoy esperando -le recordó Nastia-. Démela. No voy a montarle una escena por haberme ocultado que la ha cogido. Ha incurrido en una falta sancionable pero sólo está aquí de prácticas, no ha acabado aún los estudios, por lo que prescindiremos de informes y castigos. Únicamente tiene que recordar que esas cosas no se hacen.
Mescherínov no salía de su obstinado mutismo, la mirada fija en la ventana.
– ¿Oleg, qué ocurre?
A Nastia le dio mala espina pero apartó de sí los agoreros pensamientos.
– Anastasia Pávlovna, lo siento muchísimo pero… la he perdido -dijo por fin trabajosamente.
– ¿Cómo que la ha perdido? -preguntó Nastia con un hilo de voz-. ¿Dónde?
– No lo sé. Se la traje aquí, usted no se encontraba en el despacho. Cuando regresó quería dársela en seguida, metí la mano en el bolsillo y ya no estaba. Por eso no le dije nada. Tenía miedo a que me riñera.
– Ya le estoy riñendo. Lo que no va en lágrimas va en suspiros. ¿Acaso esperaba que nadie se diera cuenta, pensaba que de alguna manera todo se arreglaría solo?
Oleg asintió con la cabeza.
– En este caso tiene que aprender una regla más. No la he inventado yo sino los físicos. Suelen decir: «Cualquier cosa que pueda ir mal, irá mal por narices. Todo aquello que no pueda ir mal, también irá mal un día.» Aplicada a nuestro trabajo, significa que nada se arregla solo nunca, nada desaparece sin dejar rastro y de ningún modo se debe contar con que desaparezca. Cualquier error hay que intentar rectificarlo de inmediato, ¿me oye? De inmediato, y cuanto antes, mejor. Porque cada minuto de retraso entraña el peligro de que ya sea demasiado tarde para rectificar lo que sea. ¿Ha comprendido?
El volvió a asentir con la cabeza.
– ¿Cuándo ha visto la libreta por última vez?
– En casa de Kosar.
– ¿Dónde la guardó?
– En el bolsillo de la chaqueta. Cuando usted vino ya no estaba allí.
– ¿Se detuvo en algún lugar mientras se dirigía de la casa de Kosar a Petrovka?
– No.
– ¿Se quitó la chaqueta en algún momento?
– Sólo cuando vine aquí, al despacho.
– ¿Entró alguien en el despacho mientras yo no estaba?
– Más de uno. Korotkov, Lártsev, luego ése… el guapo aquel, no recuerdo cómo se llama.
– ¿Igor Lesnikov?
– Sí, sí, ese mismo. También vino Kolia.
– ¿Seluyánov?
– Sí. También algunos más, todos preguntaban por usted.
– ¿Eran todos de nuestro departamento?
– Creo que sí.
– ¿Qué significa «creo que sí»? Estuvieron presentes en las reuniones en el despacho de Gordéyev?
– No me acuerdo. Tengo mala memoria para las caras.
– Entrénela -le espetó Nastia, que ni se preocupaba ya por disimular su ira-. ¿Salió del despacho en algún momento?
– Salí, por supuesto que salí, varias veces, como usted tardaba tanto en llegar…
– Deje de justificarse, será mejor que conteste a mis preguntas con la mayor exactitud posible. ¿Cerraba la puerta con llave?
– Sí… Creo que sí…
– ¿La cerraba o no?
– Bueno… No siempre. Si pensaba que iba a entretenerme mucho rato, echaba la llave pero si era para volver en seguida…
– Ya veo. Déme la llave del despacho. Es indisciplinado, no puedo correr riesgos esperando a que entre en razón, tiene buenas cualidades, no me cabe duda, y podría convertirse en un buen detective pero con buenas cualidades no basta. Aprenda a aprender, entonces llegará a hacer algo útil. Y ocúpese de su carácter. La timidez y la cobardía, unidas a la confianza en sí mismo, son una mezcla espantosa. No duraría en ningún colectivo de trabajadores normal.
Oleg se puso la chaqueta en silencio, sacó del bolsillo la llave y la colocó encima de la mesa. Nastia se puso también la chaqueta, se colgó del hombro una enorme bolsa de deporte de la que no se separaba ni en verano ni en invierno y guardó la llave del estudiante en la caja fuerte.
– No se enfade, Oleg -dijo secamente a modo de despedida-. Nuestro trabajo no es un juego, es trabajo de verdad. Tal vez he sido demasiado dura con usted pero se lo ha merecido.
– No me enfado -contestó Mescherínov alicaído.
El timbre de teléfono hizo estremecerse a Nastia. Miró el reloj: era la una y media. ¿Serían ellos?
– ¿Anastasia Pávlovna? -dijo por el auricular una agradable voz masculina.
– Sí, soy yo. ¿Quién es?
– ¿Cómo se encuentra? -se interesó con viveza el hombre haciendo caso omiso de su pregunta.
– Fenómeno. ¿Quién es?
– Pues yo pienso que no es verdad, Anastasia Pávlovna. Se encuentra mal. Está asustada. ¿A que sí?
– No. ¿Qué quiere?
– Ya veo que sí. Pues bien, Anastasia Pávlovna, de momento no quiero nada excepto una cosa. Quiero que se pare a pensar en cómo ha pasado esta noche.
– ¿Qué significa esto?
– Quiero que se acuerde del miedo que ha tenido y qué noche tan inolvidable ha pasado abrazada a ese miedo. Quiero que comprenda que hoy se le ha servido un trago pequeñito, sólo para que se entere a qué sabe el miedo. La próxima vez apurará el cáliz hasta el fondo. Supongo que no le gustaría que su padrastro sufriese una desgracia.
– ¿Qué tiene que ver mi padrastro con esto? No le entiendo.
– Lo entiende todo perfectamente, Anastasia Pávlovna. Su padrastro posee un coche pero no es un hombre pudiente, y sus ganancias no le alcanzan para alquilar un garaje. ¿Sabe qué pasa con los coches que duermen en la calle sin que nadie los vigile?
– Los roban. ¿Quiere asustarme con esto?
– No sólo los roban. Los utilizan para cometer crímenes que más tarde son atribuidos al titular del vehículo. Y el titular tarda mucho tiempo en lavar su buen nombre y en demostrar que no conducía el coche en aquel momento. ¿Quiere que Leonid Petróvich se entretenga con ese pasatiempo? Además, en los coches que se dejan en la calle es fácil colocar un artefacto explosivo. O romper la barra de dirección. O hacer alguna atrocidad con los frenos. ¿Le gustaría?
– No. No me gustaría.
– Bien dicho, Anastasia Pávlovna -rió el hombre bonachonamente-. No debe gustarle, es malo. De momento no la amenazo con nada pero si no se comporta como Dios manda, le espera un susto mucho más grande que el de hoy. Hoy ha temido por usted misma. Mañana tendrá que temer por otra gente, alguna muy próxima a usted. Si no lo sabe, se lo diré por adelantado: un temor de esta índole es mucho más desagradable y resulta absolutamente insoportable. Buenas noches, Anastasia Pávlovna.
Nastia colocó el auricular sobre la horquilla del teléfono esmerando el cuidado, como si pudiera explotar. Se lo habían dicho con suma claridad y sencillez: sigue trabajando en el caso de Yeriómina como antes, dale vueltas a la hipótesis del asesinato por motivos personales, y no te haremos daño. «Bueno, Kaménskaya, tienes que decidir. Nadie va a reprocharte nada si abandonas la pista "Brizac-archivo" alegando que no conduce a ninguna parte. Cuentas con la confianza del Buñuelo, del juez de instrucción Olshanski, de Andrei Chernyshov, aunque éste se queja de que no se lo cuentas todo pero aun así reconoce tu autoridad. ¿Morózov? Sería feliz si le dejases en paz. ¿El estudiante? No se trata de él. Hará lo que le ordenen. Pues, ¿qué piensas hacer, Kaménskaya? Echarte atrás o pegar otro arañazo con las uñas? Da miedo…»