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Nastia se incorporó sobre el sofá y bajó los pies al frío suelo.

– ¡Kiril! -llamó a voz en susurro.

Acto seguido, en el recibidor se oyó un ruido leve y el tableteo, apenas audible, de las uñas contra el parquet. El pastor alemán se acercó sin prisas y se sentó a su lado, sin apartar de Nastia los ojos llenos de interrogación.

– Kiril, tengo miedo -continuó susurrando Nastia, como si el perro pudiera entenderla y contestarle.

En realidad, no andaba muy equivocada. Kiril era, en efecto, un perro singular. Andrei le había echado ojo a los futuros padres del cachorro con antelación y esperó pacientemente a que dos pastores alemanes, excepcionalmente dotados en lo que se refería al oído, olfato e inteligencia, le regalasen al deseado heredero. Crió, mimó y enseñó a Kiril, cuyo pedigrí le asignaba un nombre largo y totalmente indigesto, y logró que, aunque el perro no comprendiera el lenguaje humano (salvo las órdenes, claro estaba), supiera descifrar correctamente la entonación. Además, el número de las órdenes que sabía interpretar era tan profuso que sustituía perfectamente la comunicación verbal.

– Tengo miedo, Kiril -repitió Nastia, esta vez elevando un poco más la voz.

El perro se agitó, su boca se abrió en mudo gruñido, en sus ojos se encendieron ominosos reflejos amarillos. Nastia había leído en alguna parte que el miedo, así como otras emociones negativas, hacía que los riñones segregasen adrenalina en grandes cantidades. Y los animales, al reconocer su peculiar olor, detectaban el miedo humano en el acto. «Sabe cuánto miedo tengo», pensó ella.

– ¿Qué vamos a hacer? -continuaba Nastia procurando hablar con aplomo para apartar el miedo-. ¿Mandarlo todo al carajo y en paz? ¿Qué piensas, Kiril? Claro, mi Lionia está en buena forma, cincuenta y siete años y ninguna enfermedad, practica deporte, ha trabajado veinticinco años en la policía, si alguien le ataca, se lo pondrá difícil. Pero no es un extraño para mí, le quiero, le tengo mucho cariño, ha sustituido a mi padre. ¿Acaso tengo derecho a ponerle en peligro?

Encendió la luz del techo de la habitación y empezó a dar lentas vueltas, los hombros caídos y arrastrando los pies enfundados en blandas zapatillas. Kiril, inmóvil como una estatua, observaba su deambular atentamente.

– También tengo a Lioska, ese patoso despistado, matemático de talento pero de una ingenuidad aterradora y demasiado confiado. No cuesta nada engañarle y cogerle en un garito. También Lioska es alguien muy importante para mí, le conozco desde el colegio, fue mi primer hombre, estuve a punto de parir un hijo suyo. Es mi único amigo porque, Kiril, no tengo ni una amiga. Qué raro, ¿verdad? Es probable que no ame a Lioska con ese amor apasionado que se describe en las novelas pero, quizá, simplemente no sea capaz de sentir un amor así. Le amo como yo sé. Por supuesto, a veces se encandila con alguna morena despampanante de pechuga generosa, pero dos horas o dos días más tarde se le pasa. Y vuelve, porque conmigo se siente a gusto y con las otras no tanto. Bueno, para qué ocultarlo, yo también he tenido otros hombres, incluso estuve locamente enamorada de uno. Pero de todos modos, Lioska seguía y sigue siendo el más querido, el más íntimo. Por cierto, nadie nunca cuidará de mí cuando me pongo enferma como Chistiakov. Yo, Kiril, tiendo a padecer de enfermedades graves, tenlo en cuenta. Una vez me lesioné la espalda y ahora, si se me ocurre levantar algo pesado, lo noto, y mucho. Entonces me tumbo en el suelo porque no puedo acostarme sobre nada blando, y allí me quedo, medio muerta, sufriendo en silencio. Liosa me pone las inyecciones, me prepara la comida, me ayuda a levantarme y, en general, hace todo lo que haría una enfermera. Cuando esto sucede, se instala aquí aunque trabaja en las afueras y allí tiene su casa. Desde aquí tarda dos horas y media en llegar al trabajo. Pero nunca se ha quejado, nunca se ha negado a ayudarme. Así que ¿qué piensas, Kiril, tengo derecho a poner en peligro a Liosa Chistiakov?

El andar pausado y el sonido, cada vez más firme, de su propia voz, acabaron por calmar a Nastia. Los escalofríos, que la hacían estremecerse de pies a cabeza, cesaron, incluso había dejado de tener frío y las manos ya no le temblaban.

Miró con atención al perro y comprobó que también éste parecía ahora mucho más tranquilo. «Bueno -pensó con satisfacción-, así que sé dominarme cuando me lo propongo. Kiril lo ha notado.»

Nastia decidió tentar la suerte y ampliar el ámbito de su presencia: salió a la cocina. El perro la siguió sin tardar, se sentó junto a la puerta y volvió a quedarse inmóvil como una estatua de piedra.

A las tres de la madrugada Nastia consiguió por fin comer algo y tomarse un café bien cargado y recién hecho; hacia las cuatro se atrevió a meterse bajo una ducha caliente, donde permaneció unos veinte minutos. Alrededor de las seis recogió de la mesa las hojas de papel, cubiertas de palabras sueltas y cuajadas de indescifrables garabatos, las hizo añicos y las tiró al cubo de basura. Kiril seguía apaciblemente junto a sus pies, el hocico apoyado sobre la tibia zapatilla, como diciendo con todo su aspecto: «Ahora te has calmado de verdad, has dejado de oler a miedo y yo también ya estoy más tranquilo. Por eso me he permitido tumbarme a tu lado.»

Miró el reloj. Faltaba algo más de cuarenta minutos para que viniera Andrei Chernyshov. Nastia se acercó al espejo y guiñó un ojo a su propio reflejo. Ya sabía lo que iba a hacer.

CAPÍTULO 8

Vasili Kolobov desgarró el sobre con impaciencia y sacó una hoja mecanografiada:

«Te has permitido irte de la lengua. Tienes poca memoria, Kolobov. Si no quieres que demos repaso a la última lección; preséntate mañana, el 23 de diciembre, en la dirección que ya conoces, a las once y media de la noche. Si avisas a la policía, ni siquiera llegarás a la cita.»

Kolobov se guardó la carta en el bolsillo lentamente y subió en ascensor hasta su piso. ¡No le dejaban en paz! ¿Faltar a la entrevista? No, sería mejor ir allí, no quería «dar repaso a la última lección». Los hijos de puta sabían pegar.

El coronel Gordéyev hizo venir a su despacho a Seluyánov.

– Nikolay, necesito un lugar tranquilo y oscuro cerca de la estación de Savélovo.

En su día, Kolia Seluyánov entró a trabajar en la policía obedeciendo a un impulso repentino y absolutamente inexplicable. Antes de esto, desde la misma infancia, soñaba con construir ciudades, tenía la cabeza llena de ideas sobre cómo mejorar los planes de urbanización de Moscú para acomodar a todo el mundo: a los peatones, a los conductores, a los niños, a los jubilados, a las amas de casa… Conocía su ciudad natal como su propia casa, cada callejón, cada patio, cada cruce donde en las horas punta se producían atascos. Tales conocimientos resultaron muy útiles en su trabajo, y con ellos se beneficiaban, además del propio Seluyánov, todos sus compañeros.

Kolia se quedó pensativo, luego cogió una hoja en blanco y un bolígrafo y rápidamente dibujó un esquema.

– Aquí tiene un buen sitio -dijo marcando el lugar con una crucecita-, está a unos siete minutos de la estación caminando a paso lento. Hay un arco, un patio que no tiene otras salidas, el edificio está en obras, no hay inquilinos. También podría valer este otro -una segunda crucecita apareció en el esquema-, está igual de apartado y desierto, sobre todo por la noche. Como punto de referencia, aquí tiene un quiosco de prensa. A cinco metros, a la izquierda, hay una bocacalle y a la vuelta de la esquina tres chiringuitos privados. Están bien situados, si se los mira de frente parece que están pegados uno a otro, pero vistos por detrás se nota que se encuentran separados. Por la noche están cerrados. ¿Tiene suficiente con éstos o quiere más?

– Dame alguno más, por si acaso -pidió Gordéyev.

Cuando Seluyánov se marchó, el coronel Gordéyev dio vueltas en las manos al dibujo marcado con cuatro crucecitas y movió la cabeza, incrédulo. Sí, había aprobado el plan de Kaménskaya pero no porque creyera que ese plan fuese perfecto sino porque era la única ayuda que podía prestarle. El plan contenía evidentes fallos y puntos débiles, la propia Anastasia era consciente de los defectos pero le era imposible arreglarlo, pues los compañeros con cuya colaboración podía contar eran pocos. Las fugas de información relacionada con el caso de Yeriómina eran constantes, y no había más que un modo de impedirlas: limitar el número de personas que tenían acceso a tal información.