Víctor Alexéyevich observaba con dolor cómo se venía abajo todo cuanto había ido construyendo con perseverancia y cariño a lo largo de años: un equipo donde no había especialistas universales pero sí buenos profesionales, cada uno de los cuales tenía un talento particular. Y esos talentos en su conjunto servían a la causa común y en beneficio de todos. Si, por ejemplo, pudiera asignar al caso a Volodya Lártsev, éste encontraría un modo de meterle los dedos en la boca a Vasili Kolobov y sonsacarle la verdad sobre su paliza, de la que se negaba a hablar en redondo. Si pudiera, como hacía antes, poner a Anastasia a analizar el caso y darle la posibilidad de reflexionar a fondo, sin duda ella encontraría una solución ingeniosa y elegante; mientras que Korotkov, simpático, sociable y rápido, junto con Lesnikov, intelectual, adusto y guapo, convertirían su guión en un espectáculo brillante y convincente, que no terminaría con aplausos y flores sino con una lluvia de informaciones. Si pudiera… Si pudiera… No podía. De momento no.
Gordéyev estaba ya enterado de cuál de sus colaboradores informaba a los criminales pero algo le impedía poner fin a la tormentosa situación. No se trataba sólo de compasión, emociones y de que todo esto le encogía el corazón. Víctor Alexéyevich no lograba liberarse de la sensación de que el asunto no era tan fácil, de que detrás de esa traición individual se ocultaba algo más grande. Algo más complicado y más peligroso.
El plan de Kaménskaya contenía una cosa más que no acababa de gustarle. Gordéyev exigía a sus subordinados que cumplieran con la ley a rajatabla. Con el corazón en la mano, no podría decir que su conciencia de jurista protestara especialmente contra la actuación no del todo legal a la que con cierta frecuencia recurrían los agentes operativos con tal de resolver los crímenes. En la memoria del Buñuelo era una práctica generalizada y cotidiana, y ya llevaba trabajando en la policía tres décadas. Sus motivos eran otros. Víctor Alexéyevich había comprobado que esa clase de licencias y la impunidad de los métodos de trabajo ilegales conducían a la decadencia profesional, a la pérdida de la inventiva a la hora de elaborar soluciones operativas. En efecto, ¿para qué iban a molestarse en estudiar los tipos de cerraduras y los principios de selección de llaves adecuadas cuando podían abrir cualquier puerta con una palanqueta o un buen martillo? En un futuro cercano se vislumbraban abogados que asesorarían al inculpado desde el momento de su detención, y fiscales y jueces que levantarían un poco la cabeza de su labor al sacudir el yugo de los índices estadísticos y el miedo a las represalias del partido. Hacía varios años que Gordéyev había atisbado esta perspectiva, al comienzo mismo del proceso de la democratización, y entonces había empezado a reunir, meticulosa y concienzudamente, un equipo que sería capaz de aprender a trabajar en nuevas condiciones. Un equipo que, tras comprender por fin que las exigencias de la ley eran sagradas e inviolables, podría aumentar su capacidad profesional y asegurar la eficacia del trabajo, podría inventar y llevar a la práctica nuevos procedimientos y métodos en la resolución de los crímenes. Un equipo que sabría echar mano de la psicología, de la topografía, de sus dotes físicas, de su intelecto y sabía Dios de qué más… De todo menos de las infracciones de la ley.
El plan de Kaménskaya no contenía ninguna infracción evidente. Pero Víctor Alexéyevich sospechaba que Anastasia le callaba algo. Desde luego, nunca se le pasaría por la cabeza engañar a su jefe pero… La condenada era astuta.
Anastasia.
Nastasia.
Stásenka…
Nastia engullía con fruición la cena que le había preparado Liosa. ¿Por qué no se casaría con él al fin y al cabo? El chico lo deseaba desde hacía mucho tiempo. Qué suerte que existiera.
– ¿Te gusta? -preguntó Chistiakov observando con una sonrisa a su amiga, que comía con un apetito envidiable.
– ¡Con locura! -contestó ella con sinceridad-. Liosik, ¿no estás enfadado porque te he sacado de casa en plena noche?
– Según he entendido, tienes problemas -dijo él con cautela-. Creo que has cambiado la cerradura.
– Así es. No sé a quién le he hecho pupa y han querido darme un susto. Preferiría no estar sola por las noches, al menos durante unos cuantos días. Quería pedirte… -vaciló.
– Pide por esa boca, no te prives -la animó Liosa-. Ya sé que eres una chica modesta y no sueles pasarte, así que no me pedirás la luna chapada en oro.
– ¿Podrías tomarte unos días libres y pasarlos aquí? Lo necesito, créeme.
– Claro que podría. Para ti soy Lioska pero no olvides que en el instituto soy, dicho sea de paso, el profesor Chistiakov. Me deben unos días de consultas en bibliotecas, te lo había dicho mil veces.
– ¿Cuántos días? ¿Uno? ¿Dos?
– Yo, alma mía, tengo derecho a pasar todos los días en las bibliotecas, sólo debo presentarme en el instituto una vez a la semana. De modo que dame instrucciones, dime qué y cómo quieres que lo haga, y las cumpliré con precisión matemática.
– No tengo más que una instrucción que darte, que contestes a todas las llamadas telefónicas. De ninguna forma digas que voy a ponerme si en ese momento me encuentro en casa. Puedes decir que estoy en la ducha, en el aseo, en casa de una vecina, en el infierno… donde quieras menos que voy a ponerme. Pregunta quién llama y a qué numero puedo devolver la llamada, y nada más.
– ¿No sería más fácil contestar que no estás?
– No. Si de veras hay alguien vigilándome, sabrá a ciencia cierta que estoy en casa. No debe tener la menor sospecha de que me oculto o quiero escurrir el bulto. Liósenka, te lo repito, no preguntes si quieren dejar un recado. Sólo el número al que llamarles.
– Entendido. ¿Qué pasa, tienes pinchado el teléfono?
– Tengo esta impresión.
– Vaya, viejecita mía -musitó Liosa-, estás en un apuro muy gordo. ¿Cómo te has dejado pillar?
– Dejándome pillar, ya lo ves. Y me temo que pronto este apuro engordará aún más.
Vasili Kolobov bajó la ventanilla, corrió el cerrojo y colocó junto al cristal un letrero escrito a mano con rotulador: «Cerrado de 23.00 a 24.00.» Ir en autobús hasta el lugar donde le habían citado a las once y media no le llevaría más de diez minutos, pero a esas horas el transporte público apenas funcionaba, y Kolobov no quería llegar tarde para no enojar a los que en una ocasión ya le habían baldado a palos. En una situación así más le valía estar allí antes de tiempo y esperar.
Cerró el quiosco y se dirigió hacia la parada de autobús, pero cuando le separaban de ella unos metros oyó a sus espaldas una voz que quedamente le decía:
– Buen chico, Vasia, ya veo que eres disciplinado. No te vuelvas. Sigue recto, hasta el paso subterráneo.
Vasili sintió que un calambre le entumecía la nuca y se le humedecían los sobacos. Algo duro le empujó en la espalda, justo entre los omóplatos. Se encaminó dócilmente hacia el paso subterráneo, bajó la escalera y continuó por el túnel que conducía al otro lado de la avenida. El túnel, como era habitual, no estaba iluminado. Kolobov no oía los pasos del que le seguía, tan sólo una respiración pausada y, además, su espalda notaba en todo momento la presión de algo que muy bien podía ser una pistola.