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Al salir del paso subterráneo a la calle oyó una nueva orden:

– A la izquierda, dobla la esquina. Sin prisas. No te vuelvas. Bajo este arco.

Dos siluetas macizas le salieron al encuentro. En la oscuridad no pudo verles las caras, pues en ninguna de las ventanas que daban al patio había luz. Las siluetas ya estaban delante de él.

– ¿Qué tal, Vásenka, te apetece charlar con nosotros?

– No he hecho nada -declaró Kolobov con desesperación-. No he dicho nada a nadie. ¿Qué más quieren de mí? ¿Por qué no me creen?

– ¿Y por qué íbamos a creerte? Ya nos la has jugado una vez -contesto calmosamente el más bajito de los dos.

– Les dije la verdad. No vi a Vica en la estación aquel día, ¡se lo juro! No sé qué les habrá contado ella, no sé por qué pero ¡no la vi!

– Mira, Kolobov, por hoy vamos a creerte pero, en cuanto a mañana, nos lo pensaremos. Tenemos gente nuestra entre la bofia y si has dado el chivatazo sobre Vica y nosotros, ya sabes lo que te espera. Será mejor que confieses ahora, así te rompemos las narices y ya está. Pero si nos enteramos de que nos la has jugado, te mataremos. ¿Qué nos dices, Vásenka?

– ¡Se lo juro, lo juro! -dijo Kolobov, que estaba a punto de echarse a llorar de impotencia-. Pueden comprobarlo, no he dicho nada a la policía.

– Y de Vica, ¿qué nos dices?

– ¡Pero si no la vi, no la vi, no la vi! Ella les mintió para guardarse las espaldas. ¿O es que no lo entienden?

– Vale, Vásenka, ve con Dios. Pero ten mucho cuidado…

Las piernas no obedecían a Kolobov cuando salió del patio y se dirigió renqueando de vuelta a la estación.

En la reunión de mañana, el coronel Gordéyev, por primera vez en el último mes y medio, habló de la investigación del asesinato de Victoria Yeriómina. Todos sus subalternos pudieron comprobar que, por un lado, el caso no le preocupaba lo más mínimo; pero, por otro, estaba sumamente disgustado por la ausencia de resultados palpables.

– Dentro de diez días vence el plazo de los dos meses para la investigación preliminar -anunció con frialdad-. Kaménskaya, infórmanos sobre el trabajo realizado.

Nastia esbozó la situación general con voz inexpresiva y se cuidó de no atraer la atención hacia algunas incongruencias obvias.

– Acabamos de recibir información sobre una nota que Yeriómina dejó en el piso de Kartashov explicándole adonde iba y para qué. Se la mencionó a una amiga que hasta ayer se encontraba ingresada en una clínica de maternidad por riesgo de aborto y no sabía que Yeriómina había muerto. Nos llamó nada más enterarse. Yeriómina no le había contado nada, lo único que le dijo fue que le había escrito una nota a Kartashov y que se la había dejado en un sitio donde Borís la encontraría si algo le ocurriese. Presuntamente, Kartashov desconoce la existencia de la nota, al menos no nos ha hablado de ella. Por desgracia, ahora Kartashov no se encuentra en Moscú, estará fuera unos días. En cuanto regrese procederemos a registrar su casa, el juez de instrucción nos ha dado ya su visto bueno.

– ¿Cuándo volverá Kartashov a Moscú? -preguntó Gordéyev.

– Pasado mañana.

– Mira, Anastasia, no des más largas al asunto. Vas demasiado despacio, los plazos están a punto de expirar y no hemos adelantado nada; tenemos cero resultados, todo lo que hay es bla, bla, bla. Ahora quieres que esperemos dos días más… Esto está mal. Muy mal.

– Haré lo que pueda, Víctor Alexéyevich.

– ¿Adónde se ha marchado ese artista?

– A Viatka.

– ¿Merecería la pena pedir a la policía de allí que le localice e interrogue? Ganaríamos algo de tiempo -propuso el coronel afectando inocencia total.

– El juez de instrucción está categóricamente en contra. Insiste en esperar a que Kartashov vuelva -repuso Nastia con firmeza.

– Bueno, él sabrá lo que hace -suspiró Gordéyev-. Por cierto, Kaménskaya, el año toca a su fin y hasta ahora no has pasado el reconocimiento médico. Tienes que hacerlo mañana sin falta.

– Lo pasaré, Víctor Alexéyevich, pero no mañana. Para mañana tengo programado… -empezó a decir Nastia.

Pero Gordéyev la interrumpió con brusquedad:

– No me interesa lo que tengas programado. Yo personalmente no tengo programado darle explicaciones a la clínica. Las reglas son iguales para todos. Hazme el favor, ve a ver mañana a todos los médicos y no vuelvas por aquí sin el certificado conforme cumples los requisitos. Quiero tenerlo sobre mi mesa mañana por la tarde. ¿Está claro?

– De acuerdo -suspiró Nastia con resignación.

Al concluir la reunión, se encerró en su despacho esperando la llamada del jefe. Gordéyev le telefoneó unos minutos más tarde.

– ¿Qué me dices, Stásenka? ¿No me he pasado contigo?

– Sí que me ha sacado la piel a tiras, Víctor Alexéyevich -respondió Nastia sonriendo al auricular-. Me ha dejado para el arrastre. Pero ha estado muy convincente. El mundo se ha perdido a un nuevo Smoktunovsky (1).

(1) Actor dramático de los años setenta y ochenta de prestigio internacional. (N. del t.)

– Vale, suéltalo todo, échame en cara mi crueldad, hazme una escena. Cuando le cortes el hipo al respetable, acuérdate de llamar a la clínica y enterarte del horario de los especialistas para mañana. Creo que todo lo demás ya lo hemos hablado. Suerte, pequeña.

– Gracias. Haré lo que pueda.

– Esto ya me lo has dicho antes -respondió sonriendo sin entusiasmo Gordéyev, y colgó.

El teléfono estaba ronco de sonar pero Borís Kartashov no manifestó la menor intención de cogerlo. Por cuarta vez consecutiva, la pantalla de identificación de la llamada permanecía en blanco. Esto significaba que llamaban desde una cabina pública. En su fuero interno, Borís se puso tenso. Era buen deportista, poseía vigor físico, durante muchos años había practicado varias modalidades de atletismo. Débil e indeciso en su vida personal, en la misma medida se mostraba audaz y seguro de sí mismo en todo lo relacionado con la resistencia física. No obstante, el ánimo le flaqueaba.

La puerta del ascensor se cerró con un chasquido apenas audible. Y casi en seguida sonó el timbre de la puerta. Borís salió al recibidor con pasos suaves y se incrustó en la pared, junto a la percha, escondiéndose de la vista del que pudiera entrar. Un nuevo timbrazo estalló justo encima de la cabeza del pintor ensordeciéndole. Otro. Y otro. Y al fin se oyó el castañetazo de la llave introducida en la cerradura.

La puerta se abrió lentamente, alguien entró en el piso y encontró a tientas el interruptor. Se oyó un tenue clic pero la luz no iluminó el recibidor. El intruso pulsó el interruptor varias veces más pero el recibidor continuó oscuro como boca de lobo. Avanzó con movimientos cautelosos, tanteando el camino, hacia el salón, y en este momento Borís, cuyos ojos se habían adaptado ya a la oscuridad, se le echó encima bruscamente y le tumbó al suelo. El intruso no pudo ni gritar de la sorpresa. Se derrumbó encima de la alfombra, protegiéndose la cabeza con las manos instintivamente. Kartashov, con sus dos metros de estatura y un centenar largo de kilos de peso, le aplastó clavándole la rodilla en el espinazo y retorciéndole los brazos detrás de la espalda.

– ¿Quién eres? ¿Quién te ha dado las llaves de mi piso? -inquirió amenazador.

El intruso intentó soltarse y el anfitrión no tuvo más remedio que asestarle un par de guantazos a base de bien. Borís era un luchador experto, sabía cómo había que pegar para causar el máximo de dolor sin dañar los órganos vitales. Muy pronto, la capacidad de resistencia del desconocido se vio reducida a nada. Borís le levantó como un saco lleno de trapos, le sentó en un sillón y le quitó los finos guantes de cabritilla de las manos inertes, en las que colocó un vaso lleno de un líquido incoloro. Finalmente, encendió la luz.

Su visita era un joven de unos veintidós o veintitrés años, de pelo cortado al estilo militar, cara simpática aunque algo estropeada por unos ojos demasiado hundidos bajo las cejas y musculatura espectacular. «Un tarzán, éste está hecho un tarzán», lo catalogó para sus adentros Kartashov, palpando con los ojos el cuerpo del muchacho allá donde la chaqueta, desabrochada, dejaba ver el torso ceñido por un cisne de punto fino.