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Nastia encendió la lámpara de la mesilla de noche, cogió el bolso, encontró allí el volante de la clínica y se lo enseñó a Liosa. Éste asintió comprendiendo.

– Escuche -imploró con voz quejumbrosa-, está pasando una mala racha, tiene problemas y cosas así. Lleva varias noches sin dormir, le duele el corazón y en general se siente bastante mal. Mañana debe hacerse una revisión en la clínica y no quiere que los médicos la vean en esa forma tan baja. Tiene graduación de mando superior, ¿entiende? Por eso se ha tomado tres pastillas y se ha acostado pronto para que mañana todas las pruebas salgan bien. Le van a tomar la tensión, la va a examinar un neurólogo, le van a hacer un electro. De todos modos, incluso si consiguiera despertarla, no se enteraría de nada.

– Lástima -su interlocutor se mostró sinceramente decepcionado-. De acuerdo, le llamaré mañana. Buenas noches.

– Buenas -masculló Liosa.

Nastia estaba de pie en medio de la habitación, arropada con una gruesa bata. En la penumbra, su cara pálida no parecía viva.

– ¿Eran ellos? -preguntó Chistiakov.

Nastia asintió en silencio.

– ¿Por qué no quieres hablarles? En esta situación carece de importancia que tu teléfono esté pinchado, son ellos mismos los que lo han pinchado.

– No me gusta que traten de intimidarme. Ya estoy suficientemente asustada y no quiero escuchar más historias de terror.

– No acabo de entenderte, Nastiusa. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a esconder la cabeza en la arena como un avestruz?

– No pienso hacer nada. Quieren sacarme de mis casillas. Que se crean que lo han conseguido, que me han metido tanto miedo que no sé qué hacer, que me patinan las neuronas. ¿Qué van a contarme que yo no sepa? ¿Que harán volar el coche de papá? Prefiero no oírlo. Sólo volarán su coche si no cumplo con sus exigencias, de otro modo, no tendría sentido. Lo que hago es impedirles que me planteen esas exigencias.

– No me parece muy inteligente -manifestó Liosa, quien tenía sus dudas-. Pueden abordarte por la calle. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Les dirás que tú no eres tú y que en realidad estás arriba, charlando con una vecina? Es un disparate.

– No se sabe, Liósenka. Y no, no se me acercarán en la calle, sería peligroso. Si se dejan ver, podremos seguirlos, lo saben muy bien. Lo único que no deja huellas son las llamadas de teléfono. Y de noche, para meter más miedo. Y desde una cabina, para que el identificador de llamadas no muestre el número, por si dispongo del identificador. Y que no duren más de tres minutos, para que no las localicen en el caso de que yo, a pesar de los pesares, se lo haya contado a mi jefe y mi teléfono esté intervenido.

– Escucha, ¿es que no les tienes nada de miedo?

– No lo sabes tú bien el miedo que les tengo, cariño -sonrió Nastia con amargura-. Sólo los deficientes mentales ignoran el miedo porque son incapaces de valorar el peligro en su justa medida y no entienden ni lo que es la vida ni lo terrible que es perderla. Un ser humano normal debe tener miedo siempre que le quede algo de instinto de supervivencia. Por lo demás, soy muy cobarde, y tú lo sabes. Apaga la luz, hazme el favor.

– ¿Por qué?

– Porque pueden estar vigilando las ventanas. Según les has dicho antes, estoy durmiendo.

– Tú duermes pero a mí me han despertado -protestó Liosa.

– No discutas, cielo -dijo Nastia con cansancio-. Apaga la luz, podemos hablar a oscuras.

Volvió a acostarse, se hizo un ovillo y se apretó contra el hombro de Liosa. Éste le acarició la cabeza, la espalda, tratando de tranquilizarla, le cantó nanas, le contó algo en voz de susurro. Por fin, al amanecer, Nastia logró descabezar un sueñecito.

El tío Kolia, atlético, gallardo, sonreía con condescendencia, haciendo destellar su dentadura de hierro mientras miraba al joven de pelo cortado al estilo militar.

– No te angusties, Saniok, no tienes la culpa. Esas cosas suelen ocurrir.

Se sirvió agua mineral en un vaso y se la bebió de un trago. En efecto, Saniok no tenía la culpa. La culpa la tenía el casposo de Arsén, que confiaba ciegamente en «su gente» y no se había molestado en tomar precauciones y comprobar la información recibida. La misión había sido un fracaso, y ahora correspondía buscar otras vías, por ejemplo, mandarle alguna chica despampanante al pintor para que husmeara en su chamizo. A todas luces, el pintor sentía debilidad por el sexo femenino, no bien hubo enterrado a una perica, ya estaba enrollado con otra, hasta el extremo de que tenía que esconderse de ella. ¡Vaya con Borís Grigórievich, vaya con el viudo desconsolado!

– Si supieras las ganas que tenía de largarle un soplamocos -suspiró Saniok tan lastimeramente que el tío Kolia no pudo reprimir la risa.

– Lo has hecho todo bien, Saniok -le elogió-, un ladrón siempre es un ladrón. Tenías que convencerle de que eres un ratero inexperto e inofensivo. No podías armar jaleos.

– Ya, ya, no podía -continuaba lamentándose Saniok-. ¿Tienes alguna idea del meneo que me dio? Está entrenado el pájaro, conoce todos los puntos sensibles. No me dio un soponcio por un pelo.

– Ya lo ves. Si está bien entrenado, en un santiamén te habría descubierto, habría comprendido que no eres un caco sino un soldado profesional. Basta ya de hacer pucheros. No dejo de sorprenderme con vosotros: sois luchadores de pelo en pecho pero cuando se trata de mostrar la fuerza de carácter, os portáis como las señoritas de Bestúzhev (1).

(1) Nombre del centro más antiguo y tradicional de estudios superiores para mujeres de la época zarista. (N. del t.)

– ¿Como quién? ¿Como qué señoritas?

– Qué ignorante eres, Saniok -suspiró el tío Kolia-. ¿Te acuerdas al menos de las letras todavía?

– ¿De qué letras?

– Del abecedario. ¿Cuándo ha sido la última vez que cogiste un libro, eh?

– Anda ya, tío Kolia, no me vengas ahora con ésas. ¿No ves que ya estoy completamente hundido?

– ¿Hundido? -el tío Kolia elevó la voz y dio un manotazo en la mesa-. ¡Ay, Dios mío, somos pobres pero honrados y delicados! ¡Le han untado el morro a bofetadas y tenía prohibido desquitarse! ¡Aguanta! Cumples con tu trabajo y cobras por eso. Si no te gusta, haznos el favor y lárgate. Pero ten en cuenta una cosa, no habrá nadie que te cubra las espaldas. ¿Cuántos fiambres tienes en tu haber? ¿Lo recuerdas todavía? Mientras llevemos todos el mismo collar, el de nuestro patrón, podrás dormir tranquilo. Si te vas, estás acabado. Así que elige.

– Pero si ya he elegido…

– Entonces, deja de quejarte y no me llores más.

– Es que me da coraje… Voy al gimnasio a diario, hago flexiones, lanzo hierros, y todo ¿para qué? ¿Para que un pintamonas me deje como un guiñapo?

– Ay, Saniok, discurres menos que un mosquito. Soberbia, en cambio, tienes de sobra. Fíjate en Slávik: un corredor de coches con experiencia, todo un campeón, pero le han prohibido conducir durante un tiempo y va a todas partes a pie como si tal cosa. Y no lloriquea. Porque sabe que el trabajo es el trabajo. Intenta comprenderlo tú también.

– Vale, no te pongas así. Ya lo he comprendido.

– Pues estupendo -sonrió el tío Kolia aliviado.

Después de mandar al chico a casa, permaneció sentado inmóvil en el pequeño cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio. Miró el reloj. Eran las 10.25; dos minutos más y haría la llamada. El tío Kolia se acercó el teléfono, descolgó el auricular y empezó a marcar un número lentamente. Al llegar al último dígito, hizo girar el disco pero en lugar de soltarlo mantuvo el dedo hundido en el agujero hasta que el reloj electrónico señaló las 22.27. Al otro lado de la línea, nadie cogió el teléfono. El tío Kolia contó siete timbrazos y colgó. Volvió a marcar, esta vez esperó hasta que sonó cinco veces, volvió a colgar y marcó de nuevo. Tres timbrazos. Ya estaba. Ya no tenía que hacer más llamadas. La combinación de siete, cinco y tres timbrazos significaba que la misión no había sido cumplida y que se habían presentado dificultades que, sin embargo, no reclamaban ninguna intervención urgente.