– ¿Querrías explicarme cómo lo hemos conseguido?
– Ojalá lo supiera. Quizá haya sido la intuición. ¿Recuerdas que te pregunté cómo se ganaba la vida la madre de Yeriómina?
– Te dije que era sastra.
– Ahí está. Me estuve devanando los sesos tratando de comprender por qué en el dibujo de Kartashov la clave de sol tenía color verde manzana. ¿Qué puede haber en una casa que sirva para dibujar una clave de sol con este color?
– ¿Qué puede haber?
– La tiza. Una simple tiza de un simple juego de tizas de colores que se vende en cualquier papelería. Todos los sastres tienen esas tizas, las utilizan para marcar el patrón. Fui al archivo y leí con mis propios ojos el sumario de la causa criminal que inculpaba a Yeriómina madre. Es un caso muy extraño, Andriusa. A casos así, yo les llamo casos de escuela.
– ¿Por qué?
– Es llano y liso, como si hubiera sido redactado para que los jueces de instrucción lo utilizaran como modelo. Todas las piezas están ejecutadas de forma impecable, todo está archivado por orden cronológico, los protocolos están redactados a máquina para facilitar su lectura, para no cansar la vista del interesado. Más que una causa criminal parece un juguete, un regalo navideño envuelto con papel de colorines. Los sumarios normales no suelen tener este aspecto.
– ¿No será que exageras? Yo también he leído el expediente pero no he notado nada de lo que dices.
– Porque no lo has leído, has estado buscando informaciones que podrían resultarnos útiles. Por eso no te has fijado en la calidad de los documentos.
Durante un rato, los dos permanecieron en silencio.
– ¿Has hablado con Kartashov?
– Sí, nos espera en Vódniki, junto al club náutico.
– Andriusa, por favor, procura que la gente te vea a todas horas del día. Lo mejor será que vayas a Petrovka.
– No soy un niño, ya se me ha ocurrido a mí sólito.
– ¿He vuelto a ponerme mandona? -se entristeció Nastia-. Perdóname, te lo ruego.
Al llegar al club náutico, ella prosiguió el camino en el coche de Borís Kartashov. Andrei dejó el Zhigulí del servicio médico delante de la comisaría de policía del pueblo y regresó a Moscú en un tren de cercanías.
Un hombre joven de aspecto agradable bajó del coche aparcado frente a la clínica de la DGI. Enseñó el pase al guardia, subió de dos en dos los peldaños de la escalera y, con aire de absoluta confianza en sí mismo, se acercó a la recepción.
– Buenos días, Gálochka -saludó a la joven recepcionista.
La chica, al ver una cara conocida, se deshizo en una amplia sonrisa.
– ¡Hola! ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra mal? -le preguntó con simpatía.
– De ninguna de las maneras. Estoy buscando a una compañera, a Kaménskaya Anastasia Pávlovna. Me urge encontrarla y en el departamento me han dicho que está pasando el reconocimiento médico. A decir verdad, me malicio que es un camelo, que se ha ido a ver a su novio pero por si acaso he decidido pasar por aquí. ¡Ojalá tenga suerte!
– ¿Cómo me ha dicho que se llama?
– Kaménskaya A. P.
– En seguida se lo digo.
La muchacha desapareció entre las hileras de altas estanterías.
– Su historial no está en su sitio -le comunicó al volver junto a la ventanilla-. Esto significa que su Kaménskaya está aquí.
– ¿Sabrá decirme dónde puedo encontrarla?
– Pregunte en la sección de revisiones, es el despacho número 202. Allí le informaran con todo detalle.
– Gálochka, ¡estoy en deuda con usted!
El hombre salió de la recepción, se detuvo frente al guardarropa, vio el tres cuartos rojo y subió por la escalera a la segunda planta. La puerta del despacho 202 estaba abierta de par en par. En el pasillo, delante de un televisor encendido, había gente esperando, cada uno con su historial en la mano. El hombre asomó la cabeza al despacho.
– Buenos días, vengo de la PCM, del departamento de Gordéyev.
– ¿Viene a pasar el reconocimiento? -le preguntó una gordita simpática, ocupada en buscar algo en el archivador.
– No exactamente. El jefe me ha ordenado que pregunte si ha pasado por aquí hoy Kaménskaya Anastasia Pávlovna. Suele faltar al trabajo so pretexto de visitas médicas aquí en la clínica. Así que el jefe decidió, ya sabe…
– ¿Kaménskaya? -arrugó la frente la gordita recordando-. No me suena.
– Sí que ha estado aquí, sí, sí -dijo una voz aguda proveniente de otro extremo del despacho que pertenecía a una enfermera jovencita con flequillo pelirrojo-. Recuerdas que luego dijimos que qué curioso que era comandante y no aparentaba más de veinticinco años.
– Ah, aquélla… -sonrió la gordita-, claro que recuerdo. ¿Una rubia alta y delgada, ¿verdad?
– Sí, sí, es ella. Bueno, gracias, bonitas. Ahora podré decirle al jefe con la conciencia tranquila que Kaménskaya no incurre en absentismo laboral. Por cierto, ¿cuánto se tarda en pasar el reconocimiento? ¿Un par de horas?
– Qué va, se tarda un día entero. Hay colas kilométricas para cada médico.
El hombre se entretuvo aún un rato charlando con las chicas de la sección de revisiones y se despidió. Se dirigió a la salida sin mirar atrás, por lo que no advirtió que un par de ojos atentos se habían clavado en su espalda.
– Ha dicho que trabaja en su departamento. De estatura mediana, el pelo oscuro espeso, hombros estrechos. Cara de facciones regulares, guapo, el lóbulo de la oreja derecha tiene un defecto. Una voz fuerte y atiplada.
– No es de los míos -replicó Gordéyev sin vacilar-. Sólo tengo dos chicos guapos, uno es moreno, cierto, pero muy alto, lo de «estatura mediana» no le pega ni con cola. El otro es rubio. Ninguno tiene un defecto en el lóbulo. ¿Qué ocurrió luego?
– Montó en un coche, enfiló hacia el Cinturón de los Jardines. Se comportaba de forma rara. A las once y veinte se detuvo delante de una cabina pública pero no bajó del coche en seguida sino que miró dos veces el reloj. Luego entró en la cabina sin prisas, descolgó, volvió a colgar y se metió corriendo en el coche. Al parecer, el teléfono estaba estropeado y no disponía de tiempo. Arrancó rápidamente y paró junto a otra cabina, se le veía muy nervioso. La segunda vez tuvo suerte, el teléfono funcionaba. Marcó y colgó casi en seguida. No habló con nadie. Volvió a marcar, esperó un poco más y de nuevo nadie le contestó. Llamó por tercera vez, esperó más tiempo todavía y tampoco habló con nadie. Salió de la cabina, subió en el coche y se marchó en dirección a Ismáilovo.
– El tipo llamó a tres sitios y no encontró a nadie en ninguno. ¿Qué tiene de extraño?
– No dejaba de mirar el reloj y, evidentemente, estaba haciendo tiempo para llamar a una hora determinada. De modo que alguien estaría esperando su llamada. ¿Por qué nadie le contestó? Además, no tenía nada en las manos, ni la moneda ni la ficha. ¿Cómo iba a hablar?
– Tienes razón. Necesito pensarlo. No lo perdáis de vista.
– Víctor Alexéyevich, si le han dejado entrar en la clínica, trabaja aquí. No tenemos derecho…
– ¿Has visto su pase? -cortó Gordéyev a su interlocutor con brusquedad.
– No, pero…
– Y yo tampoco. Guárdate tus imaginaciones para ti. Hasta que veas con tus propios ojos su pase y compruebes que no está ni falsificado ni caducado, para ti no es un colaborador sino objeto de vigilancia.
– Bueno, como usted diga.
Borís Kartashov volvió a consultar el mapa.
– Creo que nos hemos pasado la carretera de Oziorki. Tenemos que dar la vuelta.
Hizo el cambio de sentido y un minuto más tarde vieron la carretera que estaban buscando, a dos pasos de la casa de Smelakov.
El juez de instrucción retirado Grigori Fiódorovich Smelakov vivía en una gran casa de dos plantas rodeada de manzanos. En cada detalle se notaba la mano de un dueño hábil y diligente: los arbustos estaban podados con precisión; la valla, recién pintada; el sendero que llevaba del portillo a la casa, bien barrido.