– ¿Le espera el dueño? -preguntó Borís cerrando el coche.
– No.
– Y si no está, ¿qué vamos a hacer?
– Lo decidiremos cuando sepamos que no está -contestó Nastia afectando despreocupación.
En realidad, era perfectamente consciente de que ese día habían ganado tiempo y si no podían aprovecharlo, si Smelakov no estuviera en casa, entonces… No tenía la menor gana de terminar de pensarlo. Era evidente que no podrían repetir con éxito el lapidario truco que esa mañana habían montado en la clínica. «Ellos» esperaban de Nastia movimientos complicados, y ésta era la razón por la que habían logrado ganar algo de tiempo recurriendo a un amaño barato y viejo. Al día siguiente, «ellos» se enterarían de su añagaza, y entonces Nastia no podría ni ir al cuarto de baño sin que lo supieran. De forma que ése era el día D, decisivo para la operación, cuyo desenlace dependía de lo mucho o poco que Nastia llegase a hacer en su curso.
Empujó el portillo con resolución, y al instante apareció en el porche un hombre entrado en años, de hermosa barba y pelo blanco.
– ¿A quién busca?
– ¿Grigori Fiódorovich…?
– Soy yo.
Nastia se acercó al porche y a punto estuvo de sacar del bolso su identificación cuando decidió esperar antes de descubrir su juego.
– ¿Podemos entrar?
– Adelante.
Smelakov se hizo a un lado para dejar pasar a los recién llegados. El interior de la vivienda recordaba un piso de ciudad, confortable e incluso lujoso. Paneles de madera cubrían las paredes, sobre las ventanas había pesadas cortinas de tela cara. En el espacioso salón estaba encendida la chimenea, no una eléctrica sino una chimenea de verdad. Delante de la chimenea había una mecedora y encima de ella, tirada al descuido, una gruesa manta escocesa. Al lado de la mecedora, en el suelo, estaban tumbados dos enormes terranovas que al ver a gente extraña se pusieron de pie y se inmovilizaron, instantáneamente alerta.
– ¡Qué bonita casa tiene! -no se contuvo Nastia.
Su anfitrión sonrió satisfecho. Se notaba que le gustaba cuidar la casa y que se sentía orgulloso de ella.
– ¿A qué debo el placer? -preguntó ayudándola a quitarse el abrigo.
– Grigori Fiódorovich, nos gustaría hablar con usted sobre los acontecimientos del año setenta.
La reacción de Smelakov fue del todo inesperada: una sonrisa de alegría.
– ¡Así que, a pesar de todo, lo han publicado! Yo ya había perdido toda esperanza. Entregué el manuscrito el año pasado y desde entonces no he vuelto a tener noticias de la revista. Pensé que lo habían rechazado. ¿Así que resulta que ustedes lo han leído y les ha parecido interesante? Pues quiero advertirles una cosa: no todo es verdad, me he permitido algunas licencias poéticas. Siéntense, siéntense, voy a hacerles té y en seguida contestaré a todas sus preguntas.
Nastia se asió del codo de Kartashov temiendo desfallecer. Como le ocurría siempre en momentos de revelaciones repentinas, un espasmo vascular le provocaba mareos y debilidad en las piernas.
– ¿Se encuentra mal? -le preguntó Borís susurrando mientras la ayudaba a sentarse sobre el mullido sofá.
– Peor imposible -balbuceó ella apretando contra la frente la mano helada y esforzándose por respirar a fondo-. No es nada, se me pasará en seguida. Borís…
– ¿Sí?
– Creo que lo he entendido todo. Estamos metidos en un lío muy, pero que muy gordo. Puede ser sumamente peligroso. Por eso debe marcharse de aquí, tiene que irse ahora mismo. Yo ya me las apañaré para regresar a Moscú.
– No diga tonterías, Anastasia. Yo de aquí no me muevo.
– Entiéndalo, no tengo derecho a meterle en esto. A mí me pagan por correr riesgos pero usted es ajeno a mi trabajo y puede salir mal parado. Se lo ruego por favor, márchese. Si algo malo le ocurre, en mi vida me lo perdonaré.
– No. No trate de convencerme. Si no quiere hablar en mi presencia, esperaré en el coche. Pero no voy a dejarla aquí sola.
Nastia intentó protestar pero en ese instante el dueño de la casa regresó a la habitación empujando un carrito de servicio.
– ¡Ya está aquí el té! Santo cielo, qué pálida se ha puesto -se impresionó al ver a Nastia-. ¿No estará enferma?
Nastia ya se había recuperado casi del todo e incluso pudo sonreír.
– Siempre estoy así, no haga caso.
Tomaron el té aderezado con menta, hipérico y hojas de airela, mientras Grigori Fiódorovich Smelakov les hablaba del caso del asesinato cometido por Támara Yeriómina. El antiguo juez de instrucción no les ocultó nada: había pasado demasiado tiempo para molestarse con justificaciones. Además, en los últimos años se había puesto de moda escribir y hablar de las arbitrariedades del partido comunista. Se condenaba al partido y se compadecía a las víctimas de su trituradora implacable, por lo que a Smelakov no le parecía ni indecoroso ni arriesgado contar su historia.
Al día siguiente del asesinato, cuando Támara se encontraba ya en las dependencias policiales, uno de los secretarios del comité municipal del partido quiso hablar con él. El juez de instrucción Smelakov abandonó el despacho del secretario con un cargo nuevo, el de jefe del Departamento del Interior de un pueblo de la provincia de Moscú, y propietario de un inmenso piso de cuatro habitaciones. Grigori Fiódorovich, al salir del comité municipal, se dirigió sin dilación al trabajo, extrajo del expediente una parte de los documentos, los sustituyó por otros nuevos, falsificando sobre la marcha las firmas de los testigos jurados y otros declarantes, y llamó al experto Batyrov, el cual le había acompañado durante el examen del lugar del crimen. Batyrov tardó en venir. Al ver la expresión de su cara, Smelakov comprendió que el secretario también le había hablado.
– ¿Qué vamos a hacer, Grisha? -preguntó Batyrov con congoja-. Me han propuesto trasladarme a Kírov. Con ascenso.
– Y a mí, a la provincia de Moscú, y también con ascenso. ¿Has aceptado?
– ¿Cómo no iba a aceptarlo? Si les dijera que no, se me comerían vivo. Recordarían en seguida que mis padres son tártaros de Crimea desplazados.
– También yo he aceptado. Tengo seis hijos y vivimos en dos habitaciones de un piso comunal (1), estamos como piojos en costura.
(1) Piso, habitualmente de construcción antigua y muy espacioso, en el que por escasez de vivienda conviven varias familias compartiendo la cocina, el baño, recibidor, despensas, pasillos, etc., disputándose cada centímetro de estos espacios comunes y repartiendo los quemadores y los turnos para el uso de la bañera. (N. del t.)
– ¿Qué importa esto? -observó el experto con tristeza.
– ¿Y qué es lo que importa?
– Que a nosotros no nos ofrecen nada. Nos ordenan. Los pisos y los cargos son el chocolate del loro, nos los dan para mostrarnos su nobleza, lo espléndidos que son. Nos ordenan falsificar una causa criminal y nos quitan de la vista. Y nosotros cometemos el delito.
– Pero qué dices, Rasid -se inquietó Smelakov-, ¿de qué delito me hablas? No vamos a hacer daño a nadie. Yeriómina es la asesina, es obvio, ni ella misma lo niega. Lo único que quieren de nosotros es que suprimamos de la causa a los testigos que se encontraban en su piso en el momento del asesinato. Pues bien, sus nombres no aparecerán en el expediente. ¿A quién puede perjudicar? Son buenos chicos, estudiantes, se encontraron en el piso de Yeriómina por casualidad, pecados de la juventud, esas cosas ocurren. ¡Estudian una carrera muy especial! Si alguien se entera de que corrían juergas con una fulana alcohólica, la expulsión está asegurada; además, les echarán del Komsomol y ¡adiós, diploma! ¿A qué viene destrozarles la vida a los chavales por una nadería?