Lena se desgañitó llamando a Vitaly pero el chico seguía sin aparecer. Al principio le daba miedo alejarse del lugar donde su amigo la había dejado dormida debajo de un árbol, seguía pensando que volvería por allí a buscarla. Cuando la noche ya se le echaba encima, llegó hasta la carretera y se encaminó hacia la estación de ferrocarril. Lena, que había dicho adiós a su heroico enamorado, no dio crédito a sus ojos cuando vio a su amigo sobre el andén.
– Los he seguido -le susurró Vitaly nervioso, secando las lágrimas que empañaban la mirada clara de la chica.
– ¿A quiénes? -tardó en comprender Lena.
– A esos que… Que te…
– Dios mío -sollozó ella-, tenía miedo de que te hubieran matado. Gracias a Dios que no se te ha ocurrido pelear con ellos. De prisa, vamos a la policía.
– ¿A la policía? ¿Para qué?
– Los has seguido, ¿no? Vamos a contarles lo que ha pasado, que los detengan y los metan en la cárcel. ¡Hijos de puta!
– ¿Estás loca? -murmuró Luchnikov indignado-. Nos ha sonreído la suerte y tú me hablas de policía.
Mientras esperaban el tren, Vitaly le explicó a Lena su grandioso proyecto. Había seguido a los dos jóvenes que habían violado a su amiga y decidió hacerles chantaje. Era mucho mejor y más eficaz que denunciarles a la policía. Si actuaban con habilidad, podrían sacarles a los dos dinero suficiente para sobornar a quien hacía falta y así obtener derecho a adquirir un piso en Moscú. Entonces podrían casarse. Mientras siguieran viviendo cada uno en su residencia, ninguna de las cuales admitía matrimonios, no podían ni soñar con ser felices juntos.
– Incluso si tuviera dinero para la entrada del piso, no podría comprarlo porque llevo en Moscú menos de cinco años -le explicaba con paciencia Vitaly a Lena, que seguía sollozando-. Tendría que pagar un soborno tan exorbitante que no me quedaría nada para el piso.
Lena le escuchaba distraídamente y pensaba que Vitaly, por quien se había asustado hasta el punto de olvidarse de su propia desgracia, había permanecido escondido en los matorrales observando cómo dos canallas pegaban y violaban a su chica, calculando el provecho que iba a sacarle a todo esto. Pensaba que la había dejado inconsciente en medio del bosque para seguirles a la ciudad y averiguar dónde vivían. Cierto, a pesar de todo había vuelto a buscarla, aunque de noche, cuando ya había oscurecido y estaba muerta de miedo, pero sí regresó…
Al principio el proyecto pareció funcionar. Las primeras cuotas, cantidades pequeñas, llegaban con regularidad cada dos semanas.
– Lo importante es no espantar al cliente -divagaba Vitaly con aire grave mientras contaba y recontaba el dinero y lo metía en un sobre para llevarlo a la caja de ahorros-. Si les hubiera exigido los cinco mil de golpe, les habría dado un telele y correrían a llorar ante sus padres. Les habrían contado unas bolas como unas casas, y nosotros tendríamos la culpa de todo. ¡Quién iba a hacernos caso! Vivimos con permisos provisionales, no somos dignos de confianza. ¿Comprendes? En cambio, tal como lo he montado, cada dos semanas me traen un pellizco y no tienen ni idea de en qué se han metido. A veces lo sacan de su dinero de bolsillo, sus viejos están forrados, se dan la gran vida, a veces piden prestado a los amigos, a veces venden algo que no les hace falta o camelan a sus padres para que les den para comprarle un regalo a la novia. Por un lado, no quieren ir a la cárcel; por otro, a primera vista no parece que les pida demasiado.
El fácil comienzo de la dudosa empresa les llenó de ilusiones y, dos meses más tarde, a primeros de octubre del setenta, Lena y Vitaly se casaron aunque continuaron viviendo cada uno en su residencia.
Un día a finales de noviembre, cuando Vitaly se había ido a cobrar el pago de turno, Lena esperó en vano al marido. A primera hora de la mañana, unos policías vinieron a verla y le contaron que Vitaly estaba muerto, que una prostituta borracha le había asesinado en su propia cama. Al día siguiente se presentó el juez de instrucción y le preguntó a qué había ido Vitaly a casa de una alcohólica, Yeriómina, si la conocía de antes y, en general, a qué sitios tenía previsto acudir aquel día su marido. Lena, por supuesto, no le dijo ni una palabra ni de los violadores ni del dinero, y en cuanto a Támara, era pura verdad que nunca antes había oído su nombre.
Al concluir la instrucción y el proceso, Lena Luchnikova estaba ya de ocho meses. Los padres de Vitaly, que habían venido para asistir al juicio, al volver a casa la llevaron con ellos a la provincia de Briansk. El traslado no entusiasmó a Lena pero no se atrevió a negarse. Se creía responsable de la muerte de su marido. Si no le hubiera hecho caso y hubiera avisado a la policía, éste no habría podido reclamarles dinero a los violadores y, por tanto, no habría ido aquel día a cobrar, no habría conocido a aquella terrible mujer, no habría entrado en su casa y no hubiese acabado asesinado. Este razonamiento le parecía a Lena coherente y lógico, y por eso aceptó marcharse junto con los padres de Luchnikov, pues se sentía con la obligación de consolarles en su solitaria vejez, ayudarles en casa y darles la alegría de ver crecer a su nieto o nieta (esto ya no dependía de ella), ahora que habían perdido al hijo.
Cuando Nina cumplió doce años, Elena Petrovna se casó en segundas nupcias con el director del colegio local de enseñanza secundaria. El matrimonio fue feliz pero breve. Sólo habían vivido juntos seis años, cuando el conductor borracho de un camión KamAZ lo estrelló contra la cerca de su casa y el vehículo se precipitó en el jardín. Los médicos no pudieron salvar a su marido…
– Sabe usted, mi vida se me antoja una sucesión de accidentes, cada uno de los cuales tiene por finalidad echarme en cara una nueva culpa -sonrió con tristeza Luchnikova, sirviéndole a Andrei más té y rellenando de mermelada su platillo-. Me creo culpable también de la muerte de mi segundo marido. Aquella mañana estaba reparando el porche, yo llevaba un mes repitiéndole que el peldaño de abajo estaba podrido y que tenía que sustituirlo, y aquella mañana le obligué a hacerlo casi a la fuerza. Estaba desmontando el peldaño y yo miraba desde arriba. Por qué demonios tenía que importarme el maldito peldaño… A veces me da por pensar en las tonterías con que algunos nos destrozamos la vida.
– Elena Petrovna, ¿de veras no sabía dónde conoció su marido a Támara Yeriómina?
– De veras. Antes de hablar con el juez de instrucción, nunca había oído su nombre.
– ¿Y a Grádov y Nikiforchuk?
– ¿Qué pasa con Grádov y Nikiforchuk?
– ¿Ha oído antes estos nombres, por casualidad? ¿Eran quizás amigos de su marido?
– Qué amigos -suspiró Elena Petrovna Luchnikova con aire de cansancio-. Más bien eran sus enemigos. Eran aquellos a quienes Vitaly chantajeaba. ¿Cómo se ha enterado de que se trata de ellos? No creo que le haya mencionado cómo se llamaban.
– ¿Por cierto, por qué no me lo ha dicho? Me lo ha contado todo con tanto detalle pero ha omitido los nombres. ¿Alguien le ha pedido callar? ¿Acaso ha recibido amenazas, Elena Petrovna?
– ¡Pero qué dice, buen hombre, soy muy poca cosa para que alguien me pida algo, y mucho menos para que me amenace! -dijo Luchnikova agitando la mano-. Simplemente no acababa de decidir si tenía que dar nombres o no. Llevo casi medio año esperando que alguien caiga en la cuenta, que empiece a hurgar en el pasado, que saque a relucir los trapos sucios. A nuestros periodistas les encanta hacer eso, venderían a su madre con tal de acusar a alguien. He pasado medio año preparándome para esta conversación pero no he sabido decidir si convenía hablar de él. Me da miedo, es político, aunque de quinta fila, y las venganzas no me van. Ni siquiera sé por qué se lo he mencionado. Quizá porque me lo ha preguntado de forma distinta de cómo me lo imaginaba.